En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
miércoles, 14 de enero de 2009
Han conseguido reinventar un remedo de los antiguos mercados semanales. Que antes eran en las plazas y por eso se llamaron un día “del maíz” o “de los huevos” y “de la fruta”. Nos daban “un perrín”, las aldeanas, a los nenos del lugar y les llevábamos las burras a amarrar al llerón del río, una vez descargadas sus albardas en el puestín de venta, la mayor parte de las veces un maniego en el santo suelo. Solo que ahora ya no bajan de las aldeas y las brañas los paisanos endomingados a vender sus productos: los huevos frescos, la manteca recién batida, cerezas cogidas con el alba. Ahora vienen comerciantes a bordo de sus furgonetas, que aparcan mal y de mala manera, una vez descargadas de los lotes de ropa, zapatos, discos y quesos, fruta importada, jamones y churros, lo mismo que venden en sus pequeños comercios, a veces lotes liquidados por otros comerciantes de más prosapia, cuando les sobran de las rebajas, y si tienes mucho o muy poco tamaño, que suelen ser las tallas que sobran, o no te importa la exagerada moda que ya no volverá hasta dentro de un quinquenio, puedes comprar por cuatro perras lo que envuelto en la luz y el color del gran almacén o la casa “de marca”, te habría costado un riñón. Hoy es día de uno de esos mercados. Taimados personajes de cuento triste, te venden de casi todo lo de siempre y enormes negros de blanquísimos dientes y amplia sonrisa te animan a que les compres relojes, bolsos y pelis recién estrenadas, que luego las llevas a casa y están tomadas a duras penas en alguna sala del mundo, dobladas en sudamericano spanglish saltarín y expresivo, pero casi ininteligible a veces. Se descubre pronto, cuando ocasionalmente viene, al vendedor que no calla nunca jamás y en ciertas temporadas, vendió cuchillos que, uno de cada ocho o diez, sin previo aviso ni ulterior explicación, se rompía como si hubiera sido de cristal. En su mayoría, eran normales, pero uno o dos de cada docena, según, cuando lo estabas usando, se rompía, y cuando ibas a quejarte, resto en mano, serían todos normales. Son, dice el vendedor, que los reponía con mansedumbre, como los pimientos de Padrón, que “algunos pican y otros non” sin que nadie sepa cómo ni cuándo, y añadía que, llevándole los trozos te daría uno nuevo y él a su vez cambiará los pedazos para reciclar en una fábrica cuyo lugar de situación se reservaba con una sonrisa maliciosa.
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