jueves, 31 de mayo de 2012


Insisten, los de aquí, en sus razones. Siempre las hay, merezcan o no ser tenidas en cuenta desde la perspectiva del menos común de los sentidos. Razón es lo que urden las que llamaría Monsieur Hércules Poirot nuestras “pequeñas células grises”. Cada razón tiene su contraria y aún las neuronas disponen de todo un arsenal de medias tintas, una gama de grises.

Pero haber, no hay más cera que la que arde. El bosque es lo que es, por más que los árboles nos impidan verlo con detalle.

Dice un proverbio que se cita siempre en francés que en cualquier lío debe buscarse a una dama que esconde la clave de su solución. La dama o el dinero, diría yo, porque con el poder, son los puntos de apoyo con que suele tratarse de mover el mundo, que pedía Arquímedes.

Insisten en la ilusión del dinero figurativo, hologramas de monedería, billetes de hojaldre.

Hay quien dice que el dinero se refugia por los entresijos milenarios de la ignota China. Son tantos sus habitantes, que con unos pocos céntimos cada uno de cualquier moneda, la agotarían sin riqueza posible de nadie. Y son enigmáticos, con ese idioma que ahora atisbamos en los múltiples bazares que abren a la vuelta de todas nuestras esquinas y suena como a alboroto de pájaros. Con esa sonrisa amable con que nos reciben y venden y agradecen, hacen un principio de reverencia y se quedan inescrutables, tras de su sonrisa y del inextricable misterio de su habla, que, asombraríase de nuevo el hidalgo portugués del mostacho y la fábula, incluso los niños manejan con envidiable soltura y alegría.

Ahorrad, insisten Bruselas y Frau Merkel. No aprenderéis nunca, los irritantes, irritables europeos del Véspero, a apretaros el cinturón.

Durante tanto fuimos los ricachos de Europa que todavía nos manejamos bajo el paraguas de la idea de que el trabajo manual, la artesanía, usar las manos como o con herramientas, nos confina de algún modo en un rincón social, un barrio, el gueto donde no entran los privilegiados hombres libres.


miércoles, 30 de mayo de 2012


Cada día, una serie de menudencias acredita que lo que reluce no es todo oro, que hay desde latón brillante hasta delicados espejismos y hologramas exquisitos. Cada cual, como se le ocurre, trágico una veces, otras cómico, aparta de sí la copa del veneno y se la pasa al vecino de más cerca, igualito que hacíamos con el “burro”, jugando, de pequeños. Tal vez el burro o la sota, es decir, la “mona”, no fueran más que premonición juguetona, preparación lúdica para situaciones como ésta que nos aqueja.

“Mala gestión”, suele decirse, a la vez que se señala con el dedo a uno u otro de nuestros cómplices culturales. Mientras duró el “golpe”, todo sonrisas, medallas, proclamaciones de excelsitud personal. Ahora, con las vacas muriéndosenos de hambre, de puro flacas, en los establos, dedos acusadores. Yo acuso, tú acusas, el acusa.

De pronto, por arte de birlibirloque, todos éramos ricos. ¡Habríase visto cosa igual! ¡Ricos, y nunca jamás de los jamases lo habíamos siquiera imaginado!

Raudales de dinero desbordaron cuantos cauces habían imaginado los prudentes economistas de un lóbrego pasado. Qué miopes, ¡ciegos! ¿cómo es posible que no se hubieran dado cuenta antes de que éramos tan desbordantemente ricos?

El paisanín del chiste comentaba en el chigre que cuanto más gastaba, más dinero tenía en un imaginario banco, que, para que se fijara en lo rico que había llegado a ser, cuanto más pedía, más le daba y le ponía la cuenta en números rojos para que se fijase bien en lo que le crecía y lo riquísimo que ya iba siendo.

La hermosa zarabanda de los números nos deja a los de letras estupefactos. Nunca, he de confesar, entendí del todo la evidente poesía de las “mates”. Me hago un lío con los ceros de los multimillones. Traslado mal aún los euros a pesetas y viceversa, con gran regocijo de mis hijos, cuando me corrigen y enmiendan la plana tras de cada batacazo calculatorio. Me costó mucho entender los juegos, las jugarretas y los castillos de naipes de algunas contabilidades mutadas en arquitectura de conceptos, difusión de pérdidas, subrayado de ganancias. O viceversa, según convenga.

Siempre he pensado que cualquier contabilidad debe ser algo así como la radiografía, ahora el escáner, de cualquier agente económico. De un vistazo, debe acreditar su estado de salud económico. ¡Que coño “debe haber”!, dijo el famoso paisano del cuento, ¡tien que haber! sin andar con dudes de ninguna clase.

Y cuando aquello de auditar, acabé con los pies fríos y la cabeza ardiendo. Siempre me pareció aberrante lo de que usted firme aquí. ¿Para qué? Para asegurarnos que lo dice ahí coincide con la realidad. ¡Pero si ya se lo he dicho! Sí, pero aquí nos repite que es verdad lo que dijo. ¿Y eso para qué? Naturalmente, para librarnos todos –sobre todo ellos, pienso yo para mi capote- de responsabilidad. Lo que está en el formulario, está en el formulario y lo que está en el formulario impone adecuación de la realidad al formulario. El formulario “es” la realidad. La uniformización formularia nos tranquiliza en medio de este mundo caótico.

No comprendo el afán de tratar de asimilarnos en las formas para realizar supuestos controles de realidades de fondo exteriorizadas en formas diferentes de las que dichas comprobaciones son susceptibles de examinar en otras culturas económicas o sociales distintas. Y nos está pasando con la economía, con los comportamientos, con los procedimientos judiciales, incluso con la alimentación y las diversiones.

Hace poco, importamos hasta algo tan estúpido como esa exclamación frecuente en las pelis de ¡waw!, que traducimos por el onomatopéyico “guau” perruno, mucho más comprensible.

Claro que también es posible que los perros angloparlantes, como por otra parte sería lógico, ladren así en inglés, como los chinos ilustrados lo harán, digo yo, en chino mandarín. Otro idioma que tal vez deberíamos ir aprendiendo.

martes, 29 de mayo de 2012


Se interrumpe el periódico digital, todavía incipientes los mecanismos de comunicación, se retuercen, los comunicantes, cuando se les estrechan los canales, muere, entre violentos estertores, un mundo que en su día se había puesto a adorar al becerro de oro del progreso.

El becerro de oro tenía los pies de barro.

No hay más que evolución. Todo va en un puñado hacia su destino y nadie volverá hasta que recorra todo el inmenso arco de la supervivencia de la galaxia, y todavía es posible que entonces hayamos resuelto la incógnita correspondiente y hayamos superado otra andana de misterios y lleguemos, convertidos en el buen padre Dios sabe qué, a los mundos de más allá de los agujeros negros, donde universos enteros se entrecruzan como inconmensurables canicas.

Desde una perspectiva como esa, me parece menos importante todavía el esfuerzo de esa media docena de cuitadiños que se retratan en las escalinatas de los palacios y se disponen a cambiar el rumbo inexorable del final de nuestra época.

Ayer descubrí, lee de aquí, busca de allá, ahora que casi todo cuanto la humanidad conoce está al alcance de la red, la crucifixión de Mathias Grünewald y se me erizaron las ignorancias pendientes bajo la piel del conocimiento superficial que nos recubre a la gente de este tiempo de encrucijada.

Supongo que la sensación de vacío que acompaña a la vejez, errante por entre tantas ruinas de posibilidades de haber aprovechado más el tiempo, aprendido más, afinado la comprensión y el sentido estético, cuando se abre al final de trayecto un paisaje abierto a los más sugestivos y apasionantes horizontes que lindan con lo que casi inmediatamente se irá haciendo cognoscible, será una sensación que estoy compartiendo con una ingente multitud de personas que me precedieron y me han de seguir en la historia de la gente sobre la tierra.

Una sensación de voracidad insaciable, con que la Sabiduría nos atrae y de que nos son más que señuelos los atractivos que se suceden de este lado del espejo, donde es la ansiedad de saber que nos conmueve la que mueve el tiempo de aprendizaje. 

Recorro mi mundo.

A medida que envejezco, el mundo se hace más pequeño.

Un mundo pequeño, supongo que, un poco más allá, cosa de años, tal vez meses, puede que días, se reduce unos metros, luego al hogar, por fin a una estancia, en seguida a la escasa medida del tarro de cenizas. Procurad que sea de plástico o de un metal que no se oxide, entreabra, permita que se desparramen las cenizas. Polvo, ceniza, nada, dicen que mandó escribir el cardenal Portocarrero en su epitafio.

Envidio a los numerosos peregrinos del Camino, que pasan y pasan, incansables, atezados, con esa determinación, que traen esculpida por el viento, la lluvia y los cansancios, en unos rostros afilados por la prisa. Yo no fui a Compostela sino en coche. Envidia de peregrino, y más ahora, que no llegaría. Nostalgia rizada, de no poder recordar el esfuerzo. Ni siquiera acudí a Chartres, donde dicen que en el suelo de la catedral hay un laberinto que equivale al Camino.

El camino, dicen los incrédulos que no lleva a ninguna parte, que allí no llegó nunca Santiago, Sant Jacob, el Mayor, hermano de Juan, que allí, a todo más, Prisciliano. No importa. Las huellas y los restos de los santos, de los apóstoles, de los mártires, están donde las pone la fe de quien busca. Si vas a Santiago, allí estarán, están siempre, los restos del Apóstol. Estarían incluso si no estuviesen. Los pone tu fe. La fe, dice el Libro, mueve montañas. Imagina lo que puede hacer con unos restos, ya nada más que polvo, que, como las palabras, pueden ser movidos por el viento.

Recorro, digo, mi mundo, añorante de horizontes.

Mientras puedes ir, cabe que desprecies los caminos del horizonte. Lo malo es cuando sabes que ya no llegarías ni aunque lo intentases.

Justo ahora, que ya sabes que el mundo se ha hecho más pequeño y lo de darle la vuelta en ochenta días, de la mano de Julio Verne y de Picaporte y su amo y señor, perseguidos por la fantasía y el tiempo, ya es un derroche de horas y no te digo aquello de Magallanes y Elcano, primun circundedisti me, aprendíamos en el cole, donde el Imperio se había ahogado de gloria.

Don Felipe, el rey más riguroso, administrativo y triste, lo encerró, en su tiempo, en el cuadrilátero de El Escorial, donde dicen que no quiso dejar entrar, tal vez asustado, las fantasías de El Bosco, recordado en la cabecera de este blog y todavía hoy incomprensible.

lunes, 28 de mayo de 2012


Organizar, estructurar una derecha en Asturias. Ahí es nada. Arriesgar el prestigio personal en la doma y conducción de ese disperso ejército de mínimos, hechos mediocres por aplicación del principio puro y duro de Peter mutado a la política por evidente analogía.

Nadie en Asturias, donde somos tan pocos que da tiempo a conocer a casi todos en un par de legislaturas, completas o no, según el azaroso vaivén de los desencantos y las ilusiones, nadie da un paso adelante, sabiendo como sabemos que se apresurarán a disuadirte a la vez que te adulan.

No te das cuenta, pero ¿quién eres tú para mandar o representar a los asturianos de cabeza clara?

No sabía Ortega, cuando, tal vez sin pararse a pensar, nos obsequió con ese genérico y desde luego supuesto privilegio de la cabeza clara. Podía habernos llamado braquicéfalos o dolicocéfalos, pero no, cabezas claras. Y cuesta poco convencerse cuando te halagan de que por algo será.

Nos acechamos. El “vecín” es cuando menos objeto inmediato de emulación, tal vez envidia, en cuanto que dispone de algo, aunque sea banal, que nosotros no tenemos, vaca, tractor, pitas o mastín, cualquier cosa, por poco apetecible que sea.

Y, tenga lo que tenga, debe conseguirse en seguida reducirlo a nuestro tamaño.

Subirse al podio, atrae el odio.

No, si acaso, un odio mortal y cruento, sino el que baste para bajarte a ti y a tus humos al nivel de la hierba, que, insisto, ¿quién eres tú para pretender, no ya ser árbol, sino llegar a arbusto siquiera, por encima del nivel de los maíces?

Quítate, chacho, que el único capacitado para estar ahí soy yo. Demasiados “yos”, “egos sublimes”, en una sola corte de milagros. Y así nos luce el pelo.

Para colmo, muchos de nosotros somos, más allá de Pajares, brillantes en otro ámbito, porque la emigración, el comercio marítimo antiguo, el Camino, la industrialización y una rabiosa independencia, nos hacen diferentes de los demás. Ojo que no hablé de mejores ni de peores, sino de diferentes. Y tampoco nos lo perdonan. Desconfían de una capacidad que en algunos casos los deslumbra o los desconcierta.

Somos una gente extraña, para ellos, extravagante y montaraz. Desconfían.

Lo tenemos, ya lo sabíais, lo sabemos todos, muy difícil. Una paradoja más, de la consecuencia sociopolítica y socioeconómica de estar vivos, ser pocos y andar buscando a ciegas quien nos convenza de que al final o nos organizamos y planificamos o nos convertiremos en aquellas tribus extravagantes del norte, que mejor dejarlos ahí, que se controlen unos a otros y se entretengan con sus utopías, sus cantares melancólicos y la ilusión renovada de que por el mero hecho de ser diferentes, tienen la cabeza envidiablemente clara. Son los mejores. Grandones.

Auqella inolvidable película se titulaba “De ilusión también se vive”.

Es cierto.