miércoles, 16 de mayo de 2012


Muere cada día mucha gente, algunos, siempre, conocidos. Hoy trae el periódico esquelario preferente de mi tierra –el que publica siempre más esquelas- nada menos que veintiséis. Descansen todos en paz. La muerte no descansa. Inexorable y que además no entiendo de corrupciones ni mordidas. Cuando te toca, te toca y no cabe recomendación ni que pases regalos por debajo de su puerta. La puerta de la muerte no se abre más que para que pase quien y cuando tiene que pasar. No se anda con bromas ni admite regateos.

Otra de las jugosas noticias del día es la del portugués entrenador del Madrid, que dicen que dijo que “si hay justicia”, deberían darle el balón de oro del año al goleador portugués del Madrid. Apoteosis portuguesa del Madrid. El conocido entrenador tiene su concepto de justicia, como cada uno de nosotros. Es particularmente curioso y frecuente que construyamos conceptos fundamentales desde nuestras particulares perspectivas. Creo que hasta imaginamos el buen padre Dios que conviene a cada cual que se atreve a intentar imaginárselo. Entiendo que el entrenador en cuestión desee fervorosamente que premien al jugador más eficaz de su equipo. No admito que, de no premiarlo, resulte lastimada la justicia. Concepto demasiado complejo y dependiente de tantos reflejos de tantas circunstanciales talladuras, ángulos, caras y reflejos que en cada época y momento cada cual debe entender que no cabe reducirla a ninguna conveniencia particular. Por eso es lo que es. Una búsqueda permanente del esotérico meollo de la ética.

La tercera cuestión que me sugieren esas otras se suele repetir, creo, en latín, cada vez que se elige Papa, cuando se le recuerda que sic transit gloria mundi. Se advierte recorriendo el esquelario. Se acredita fijándose en cómo se exalta a algo o alguien y en seguida se relega a las páginas pares y escondidas de la decadente –dicen- prensa de papel, mientras ya otro algo u otro alguien se sube al podio, sale al proscenio y recibe el aplauso. Recuerdo un aspirante a político que, en los albores de la democracia de los setenta españoles, desde el proscenio, de vez en cuando, detenía su perorata y animaba al público a que le aplaudiese.

Vende exaltar y vende empujar a cada protagonista y cada antagonista. Nos empujan a competir y así, en constante tensión, es mucho más difícil convivir rodeados de supuestos enemigos, que, hay que tratar de hacerlo comprender, lo que quieren es sobrevivir en paz. La paz, sin embargo, como la ética, es otro rincón, asimismo al parecer inalcanzable, del paraíso perdido. 

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