Muere cada día mucha gente, algunos, siempre, conocidos. Hoy
trae el periódico esquelario preferente de mi tierra –el que publica siempre
más esquelas- nada menos que veintiséis. Descansen todos en paz. La muerte no
descansa. Inexorable y que además no entiendo de corrupciones ni mordidas.
Cuando te toca, te toca y no cabe recomendación ni que pases regalos por debajo
de su puerta. La puerta de la muerte no se abre más que para que pase quien y
cuando tiene que pasar. No se anda con bromas ni admite regateos.
Otra de las jugosas noticias del día es la del portugués
entrenador del Madrid, que dicen que dijo que “si hay justicia”, deberían darle
el balón de oro del año al goleador portugués del Madrid. Apoteosis portuguesa
del Madrid. El conocido entrenador tiene su concepto de justicia, como cada uno
de nosotros. Es particularmente curioso y frecuente que construyamos conceptos
fundamentales desde nuestras particulares perspectivas. Creo que hasta
imaginamos el buen padre Dios que conviene a cada cual que se atreve a intentar
imaginárselo. Entiendo que el entrenador en cuestión desee fervorosamente que
premien al jugador más eficaz de su equipo. No admito que, de no premiarlo,
resulte lastimada la justicia. Concepto demasiado complejo y dependiente de
tantos reflejos de tantas circunstanciales talladuras, ángulos, caras y
reflejos que en cada época y momento cada cual debe entender que no cabe
reducirla a ninguna conveniencia particular. Por eso es lo que es. Una búsqueda
permanente del esotérico meollo de la ética.
La tercera cuestión que me sugieren esas otras se suele
repetir, creo, en latín, cada vez que se elige Papa, cuando se le recuerda que
sic transit gloria mundi. Se advierte recorriendo el esquelario. Se acredita
fijándose en cómo se exalta a algo o alguien y en seguida se relega a las
páginas pares y escondidas de la decadente –dicen- prensa de papel, mientras ya
otro algo u otro alguien se sube al podio, sale al proscenio y recibe el
aplauso. Recuerdo un aspirante a político que, en los albores de la democracia
de los setenta españoles, desde el proscenio, de vez en cuando, detenía su perorata
y animaba al público a que le aplaudiese.
Vende exaltar y vende empujar a cada protagonista y cada
antagonista. Nos empujan a competir y así, en constante tensión, es mucho más
difícil convivir rodeados de supuestos enemigos, que, hay que tratar de hacerlo
comprender, lo que quieren es sobrevivir en paz. La paz, sin embargo, como la
ética, es otro rincón, asimismo al parecer inalcanzable, del paraíso perdido.
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