Leo de un nostálgico, ignoro si masculino o femenina, que
enumera que se fueron acabando en caleyas y quintanas, primero, los mulos en
que bajaban, altaneros y despreciados a la vez, los vaqueiros, a las romerías
de los xaldos; después los bois, que araban, pero echáronlos de las senras los
tractores, junto con el arado, que había sobrevivido desde los romanos; más
tarde, los asnos, ora pacientes, otrora necios y encabritados o mejor
encabronados, clavados de las patas de adelante en medio de la encrucijada; los
siguieron los caballos, entremezclados con les pites, desahuciadas del picoteo
de la carretera por la velocidad de esos frankensteines de cuatro ruedas que
nos van echando a tos de los caminos del mundo, y, poco a poco, hasta de
arcenes, aceras y jardines. Ahora, dice mi desconocido avisador, tócais a le
vaques y acábase tó.
Que lo mismo dice el mío amigo Fernando, del otru lau de les
Asturies, que esto del campu no tien porvenir, que nadie lu quier, que la
juventú tira por otru llau y fai bien –acaba por añadir, tristemente
filosófico-. Y tiene razón. Marcharon muches vaques pintes y agora val les
amareles, amarelas del occidente, donde la reserva mayor de aldeanos, de que por
cierto formo parte.
Y a mucha honra. Me gustaría tener fuerzas y humos para
trabajar esa hectárea de que habla “el agricultor autosuficiente”. Y saber. Leo
en un sesudo ensayo en que se detalla tiempos, modos y épocas de plantar, cada
cuidado y la recolección y parece cosa apasionante. Lo malo, sin embargo, debe
ser la parte oscura, que el ensayista no detalla, pero es significativo que
todos mis bisabuelos paisanos hayan huido, en su día de la madre tierra. La
madre tierra, con eso de las idas y venidas de los fenómenos meteorológicos,
debe convertirse a veces en madrastra de los cuentos de Blancanieves y la
Cenicienta.
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