jueves, 10 de mayo de 2012


Leo de un nostálgico, ignoro si masculino o femenina, que enumera que se fueron acabando en caleyas y quintanas, primero, los mulos en que bajaban, altaneros y despreciados a la vez, los vaqueiros, a las romerías de los xaldos; después los bois, que araban, pero echáronlos de las senras los tractores, junto con el arado, que había sobrevivido desde los romanos; más tarde, los asnos, ora pacientes, otrora necios y encabritados o mejor encabronados, clavados de las patas de adelante en medio de la encrucijada; los siguieron los caballos, entremezclados con les pites, desahuciadas del picoteo de la carretera por la velocidad de esos frankensteines de cuatro ruedas que nos van echando a tos de los caminos del mundo, y, poco a poco, hasta de arcenes, aceras y jardines. Ahora, dice mi desconocido avisador, tócais a le vaques y acábase tó.

Que lo mismo dice el mío amigo Fernando, del otru lau de les Asturies, que esto del campu no tien porvenir, que nadie lu quier, que la juventú tira por otru llau y fai bien –acaba por añadir, tristemente filosófico-. Y tiene razón. Marcharon muches vaques pintes y agora val les amareles, amarelas del occidente, donde la reserva mayor de aldeanos, de que por cierto formo parte.

Y a mucha honra. Me gustaría tener fuerzas y humos para trabajar esa hectárea de que habla “el agricultor autosuficiente”. Y saber. Leo en un sesudo ensayo en que se detalla tiempos, modos y épocas de plantar, cada cuidado y la recolección y parece cosa apasionante. Lo malo, sin embargo, debe ser la parte oscura, que el ensayista no detalla, pero es significativo que todos mis bisabuelos paisanos hayan huido, en su día de la madre tierra. La madre tierra, con eso de las idas y venidas de los fenómenos meteorológicos, debe convertirse a veces en madrastra de los cuentos de Blancanieves y la Cenicienta.

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