Una gaviota, un perro pequeño,
la multitud habitual de las palomas, y otra
inesperada
de gorriones desperdigados entre las margaritas de la plaza
del ayuntamiento.
Sale el señor alcalde a su balcón principal:
escuchadme
-dice a las margaritas, las palomas y
los gorriones vagabundos-
(ninguno le hace el menor caso,
el alcalde
entra en su despacho, cierra el balcón monumental,
se sienta ante su mesa
y rompe
a llorar).
Cada vez me parecen, los señores alcaldes, más
sentimentales
y conmovedores, en el fondo.
Tal vez si hubiera salido
-como los de antes de todas las guerras-
al balcón
de levita y chistera, y empuñando su elegante bastón
de mando, de puño de plata labrada,
por lo menos los gorriones
y las margaritas,
que son tan educadas,
primorosas,
aseadas,
le habrían hecho por lo menos el menor caso
durante el tiempo indispensable para que les dijese
algo
de lo que estaba pensando decirles con tantísimo empaque.
Con las palomas y con las gaviotas
-siempre enfrascadas en sus respectivas cosas-
y con el perro pequeño
-ocupado en olisquear los rastros de sus semejantes-
nunca se sabe.
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