miércoles, 23 de mayo de 2012


Los mismos años que te acercan a donde te acercan, te alejan de otras cosas que antes parecían al alcance de la mano. Y se te ocurren verdades como puños, como parece, por ejemplo, pensar que cuando alguien muere, una de las cosas que aquí deja, de este lado, es su caudal de palabras.

Las palabras, aquí tan útiles, también, digo yo, se disuelven allá del otro lado, donde la luz.

Se lo comento a Laila, que se sienta, mueve el muñón del rabo, tuerce un poco la cabeza –ese gesto peculiar de los perros cuando no comprenden- y pienso que me pregunta si le estoy proponiendo un juego nuevo y que me invita e incita. A ver -parece insinuarme-, tú empieza y veremos si me parece interesante. Al final nos vamos a dar el paseo vespertino. Unos dos kilómetros de olfateo, señalización y, si hay suerte y se tercia, hasta podremos engatusar a otro perro con que nos crucemos, ahuyentar un par de palomas y tironear para tratar de enfrentarnos con ese gato erizado que se hincha, arquea, bufa y se ampara bajo cualquier coche.

Hay otra perra abajo, en el llerón del río. Se miran sin comentarios. Las perras, entre sí, pocas bromas, y menos si hay perro macho cerca y todavía menos si es un macho alfa, que se les nota en seguida, en la altivez desafiante. Rocco era un macho alfa, Bond un soñador con ribetes de poeta, Yogui aullaba canciones a coro con mis divertidos hijos, que se morían de risa con él. Caco, en cambio, era misógino, solitario y gruñón. En el fondo, un infeliz, de esos que suelen caer a la gente antipáticos, pero es la misma necesidad que tienen de cariño.

Se me olvidaba contar que dentro de unos días, Dios mediante, presento otro libro de versos. Otro cesto, un maniego de versos. Lo titulé Lendel. El lendel es la huella circular que deja el burro de la noria cuando gira. Es una profesión sincera de humildad, o por lo menos, quiere serlo. Puede interpretarse como un modo de soberbia, pero es inevitable que cada gesto tenga su interpretación paradójica. Algunos de los poemas que contiene, a mí me gustan, en cuanto creo que reflejan el sentimiento con que los recibí de dondequiera que vengan los versos que se nos ocurren.

Los libros no me han dado nunca dinero, pero si, en cambio, la satisfacción íntima de haber dejado en ellos, como en cajas, puñados de palabras dichas por mí para expresar cosas que de algún modo podrán recibir nietos, biznietos, personas que no conoceré nunca de este lado. Fue como escribirles cartas de esas que se meten en botellas y se echan a la mar sin saber quién va a recibirlas, leerlas, compartir algo intangible, nada menos que decirle lo que yo sentí o imaginé un día y entablaremos un diálogo, entenderá o no, y, si entiende, se conmoverá o despreciará. O se echará reír, que lo perdono de antemano, que desde luego comprendo que habrá a quien no conmueva lo que a mí me conmueve, o que no lo habré explicado bien o adecuadamente. De algún modo, habremos tenido algo en común: un manojo de palabras dichas con la mejor intención.

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