Dicen que la historia no es, cuando más, sino la mitad de
una historia que jamás contará nadie.
Dicen que cada cual cuenta siempre una visión de la romería
según le fue en ella, y que la misma, puede ser un día radiante o el rosario de
la aurora.
De vez en cuando, ahora, en vez de recontarte lo del
monstruo del lago escocés, se le ocurre a algún sagaz periodista levantar la
esquina de una alfombra o mirar debajo del aparador en los intersticios mágicos
esos que tienen los sillones a los lados, entre los brazos y los cojines, por
donde se mete la más abigarrada colección de misterios imaginable, y
descubrimos que en su día, no menos astutos individuos de la más variada
catadura, nos tomaron el pelo, que así hemos ido quedando algunos de calvos.
Secretos de estado, con el tiempo, se van encogiendo,
amarillean como daguerrotipos y se quedan en argumentos de opereta, algunos de
sainete triste, de los que empezaban haciéndote reír como un loco y acababas
llorando.
Ahora, de viejos, dicen que cosa de la arterioesclerosis,
las películas más enternecedoramente cursis, nos llenan con vergonzosa
facilidad los ojos de lágrimas.
Bueno, también los cocodrilos lloran y las hienas se ríen,
según las viejas noveluchas de aventuras que nos encandilaron el acné.
Va y viene el foco de la curiosidad, émulo de las argucias
del diablo cojuelo, alzando esquinas de tejados para mirar y se sorprende, el
espectador, como me pasó a mí la primera vez que tuve la mala ocurrencia de
pasar a la trasera del escenario de un teatro y descubrí el entramado mendaz de
entre bambalinas, donde el traspunte persigue a los noveles apuntándoles la
entrada del latiguillo.
Un reducido grupo, nos condiciona, nos infunde supuestas
querencias y desquerencias, rencores disparatados, absurdos anhelos. Como
cuando, de jóvenes, apenas sabíamos bailar un pasodoble y la orquesta se volvía
loca con ritmos para nosotros imposibles, pero que nos esforzábamos por
traducir. La orquesta improvisa, en estos tiempos como en aquellos, y nos deja
en mitad de la pista haciendo piruetas para tratar infructuosamente de
recuperar el equilibrio.
No nos queda el remedio de refugiarnos en la barra con una
copa y un suspiro. No hay barra, en este confuso mechinal, ni luces de emergencia,
indicadoras de la salida.
El peligro, cuando te sientes atrapado, como un metrónomo
ominoso, va del peligro de conformarse al de caer en el escepticismo.
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