martes, 8 de mayo de 2012


Dicen que la historia no es, cuando más, sino la mitad de una historia que jamás contará nadie.

Dicen que cada cual cuenta siempre una visión de la romería según le fue en ella, y que la misma, puede ser un día radiante o el rosario de la aurora.

De vez en cuando, ahora, en vez de recontarte lo del monstruo del lago escocés, se le ocurre a algún sagaz periodista levantar la esquina de una alfombra o mirar debajo del aparador en los intersticios mágicos esos que tienen los sillones a los lados, entre los brazos y los cojines, por donde se mete la más abigarrada colección de misterios imaginable, y descubrimos que en su día, no menos astutos individuos de la más variada catadura, nos tomaron el pelo, que así hemos ido quedando algunos de calvos.

Secretos de estado, con el tiempo, se van encogiendo, amarillean como daguerrotipos y se quedan en argumentos de opereta, algunos de sainete triste, de los que empezaban haciéndote reír como un loco y acababas llorando.

Ahora, de viejos, dicen que cosa de la arterioesclerosis, las películas más enternecedoramente cursis, nos llenan con vergonzosa facilidad los ojos de lágrimas.

Bueno, también los cocodrilos lloran y las hienas se ríen, según las viejas noveluchas de aventuras que nos encandilaron el acné.

Va y viene el foco de la curiosidad, émulo de las argucias del diablo cojuelo, alzando esquinas de tejados para mirar y se sorprende, el espectador, como me pasó a mí la primera vez que tuve la mala ocurrencia de pasar a la trasera del escenario de un teatro y descubrí el entramado mendaz de entre bambalinas, donde el traspunte persigue a los noveles apuntándoles la entrada del latiguillo.

Un reducido grupo, nos condiciona, nos infunde supuestas querencias y desquerencias, rencores disparatados, absurdos anhelos. Como cuando, de jóvenes, apenas sabíamos bailar un pasodoble y la orquesta se volvía loca con ritmos para nosotros imposibles, pero que nos esforzábamos por traducir. La orquesta improvisa, en estos tiempos como en aquellos, y nos deja en mitad de la pista haciendo piruetas para tratar infructuosamente de recuperar el equilibrio.

No nos queda el remedio de refugiarnos en la barra con una copa y un suspiro. No hay barra, en este confuso mechinal, ni luces de emergencia, indicadoras de la salida.

El peligro, cuando te sientes atrapado, como un metrónomo ominoso, va del peligro de conformarse al de caer en el escepticismo.

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