Si me habláis de un caso concreto, no sabré quién tiene razón, ni me importará, siquiera, demasiado, salvo por las desgracias que puedan afectar a esta sociedad,
esta tierra y estas gentes, que son por cierto las mías.
Lo que me llena de inquietud es que la justicia vaya como un
buque desarbolado, de Scila a Caribdis, prefiriendo alternativamente el blanco
o el negro, y ahora son unos los malos, o, si prefieres, los negligentes y
mañana son otros, en ambos casos con páginas y páginas de buenas razones. Se me
ocurre temer que nos hayamos cargado o estemos corriendo un serio riesgo de
acabar con la Justicia como concepto y con su seguridad como algo en que
confiar. Porque pienso que, cada vez con frecuencia mayor, tal parece que
cualquier última sentencia, estudiada por otro tribunal, podría volver a ser
diferente y de nuevo contradictoria con su anterior.
Ya digo, no hago referencia a ningún caso concreto. Lo
realmente preocupante, cuando cada supuesto es una anécdota ocurrida en un
mundo diferente de sus similares, lo en realidad malo es que se repita con
tanta frecuencia lo de que cada resolución, agitada como en una coctelera, se
base, en cada instancia de un mismo caso y proceso, en distintos razonamientos
contrapuestos, y, al final, resulta firme algo de que se me ocurre que los
autores no están seguros, cuando todos, ante los mismos hechos, aplicando las
mismas leyes, en el mismo tiempo y en igual espacio, dicen que sí o que no, lo
razonan y se impone la última decisión porque en algún momento se rompe una
cadena que concluye en la inseguridad improbable del infinito de la duda.
Corren buenos tiempos para los juristas malos y malos para
los buenos. Llegará momento en que los abogados no sepan qué decir cuando el
cliente reclame por lo menos porcentaje de probabilidades de tener y que le den
una razón que siempre llega a los despachos convencido de que la tiene por
entero. Un ámbito en que cualquier irresponsable asegurará que está en posesión
de la certeza en el fallo, que, cuando le resulte adverso, habrá sido cosa de
la mala suerte o la venalidad de alguien, mientras que para un profesional de
bien, al no haber nada siquiera probable, lo agobiará el sentido de la
responsabilidad arriesgado en cada consejo sin la agarradera de ese mínimo de
seguridad jurídica que antes proporcionaba la jurisprudencia incluso conteste,
y mayoritariamente confirmatoria.
Nunca, como ahora ocurre, había habido tantas sospechas de
parcialidad subjetiva o de contaminación política, económica o social en cada
resolución que durante las diferentes instancias va y viene de ser a no ser,
como en un diálogo hamletiano, con finales a veces que dejan una por lo menos
vaga sospecha pendiente de si conculcan o no algunos de los principios que
durante siglos inspiraron un profundo respeto a generaciones de juristas, sin
que nadie los haya demostrado inservibles ya o se hayan sustituido
culturalmente por otros, indispensables para la convivencia civilizada.
Da la impresión de que,
contaminados por la angustia provocada las diversas crisis de los tiempos que
corren, los jueces se recargan de una subjetividad progresivamente apasionada y
corren el grave riesgo de presentirse iluminados por lo que no son más que
espejismos provocados por el estado social de necesidad en que estamos
evidentemente atrapados.
Algo tremendo, ser juez en estos convulsos tiempos. Y nada
envidiable. Es ocasión de que los buenos jueces y los buenos juristas, que los
hay y muchos, se embarquen en la objetividad que acabará por sacarnos de este
barrizal.
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