domingo, 31 de octubre de 2010

Me agobia el pesimismo de la tarde de otoño, incansable, al parecer, de lluvia. La mar, a lo lejos, se encierra en una fortaleza gris, sin consistencia, ni forma. La humanidad se ha enrocado en el propósito de no evolucionar, ¡como si fuera posible! y esconde la curiosidad en el rincón de los escepticismos. ¿Y si no quedara tiempo de pensar? Cuando era estudiante, por estas fechas se representaba la fábula de don Juan en cuya mejor versión doña Inés le alcanza a fuerza de amor el final feliz de la salvación eterna. Aún recuerdo el onírico, surrealista, decorado de Dalí, poniéndole marco diferente al viejo asunto en que Marañón subrayó la condición dudosa de la enamoradicidad sólo supuestamente del todo masculina. Me atrevo a discutirle que es posible que un acento en cualquiera de las condiciones, masculina o femenina, del atractivo recíproco, también podría ser causa de la promiscua conducta de cualquiera de los mitos, masculino o femenino, furiosa, tercamente complementarios, ambos necesitados del otro para satisfacer la voracidad, en nombre de la supervivencia, de la especie. Nadie sabrá a ciencia cierta, supongo, si Tenorio es la figura de un blandengue, un canalla, un amoral, un enfermo o un hombre con sus esencias de algún modo acentuadas por aplicación de una caótica ley del instinto, que, de algún modo, como Segismundo en otra situación límite, clama también al cielo y pregunta. Vuelta a las preguntas. Creo que en épocas como ésta que la humanidad se apresta a afrontar, de invento de fórmulas y búsquedas de caminos por terrenos desconocidos, es importante acordarse de formular las preguntas. Hacérmelas a mí mismo. ¡Pero si eres un anciano! No hay vejez que exima de preguntarse constantemente e irse respondiendo con esta menguada luz.

sábado, 30 de octubre de 2010

Tú no sabes cuántas veces
paseamos el bulevar de la inmensa ciudad,
cuando no había nadie,
descontando todos aquellos millones de desconocidos,
más que tú y yo.

Que nunca me atrevía
a decir tus palabras, cuando más
a encender tu sonrisa
cuando yo te decía mis más expresivas
palabras
de un amor eterno, como todos.

No sabes que me mirabas
cuando yo te miraba en silencio.
Sabe Dios dónde estabas
en el prodigioso, inexistente, dicen los filósofos,
mundo de la realidad.

Tú no sabes,
cualquiera que sea tu mundo
que yo te traje, en mis sueños a éste.

¿O sí lo sabes
y eres tú, durante tus horas de soledad
la que me llevas a tu mundo
y yo el que yerro
cuando pienso que no existes, no puedes
ser
más que una ilusión, una ficción
que imaginé esta tarde?
Lo bueno de ser es que puedes estar siempre en otra parte. Por eso, lo bueno de ser es ser persona racional, cosa que para mí supone disponer de imaginación. Si únicamente fuésemos, como alguno dice, seres racionales, la gente nos equivocaríamos mucho más a menudo y seríamos pesados y aburridos. La imaginación nos salva. Creo que es la única manifestación real de la libertad humana. Embarcados en sus creaciones podemos ser incluso diferentes de nosotros mismos. Y podemos incluso protagonizar cualquier capítulo de la historia, que, ¿por qué no?, gracias a la imaginación, hasta puede ser diferente de la historia real.

La imaginación, está además a nuestra disposición en cualquier momento y circunstancia. Lo que puede pasar es que la pasión desatada por una situación real nos arranque de tal modo, paradójicamente, de la realidad que nos quedemos en un momento dado incapaces de reaccionar y poder incluso salvarnos de nuestra propia estupidez, que es la que cuando estamos cegados por una sensación demasiado intensa, nos empuja a hacer estupideces.

Una sensación demasiado intensa nos aplana y despoja de la figura poliédrica en que consiste la humanidad personal. Puede llegar a parecernos que en la encrucijada de cualquier momento de la vida, donde se cruzan infinitos caminos, no hay más que uno.

Por eso a mí me asustan las policromías, los ruidos y sobre todo la prisa. Porque resolver suele ser urgente y, para ello, sintetizar, importante, pero sin perder la conciencia de que hay siempre infinitas soluciones para cada problema. Otra cuestión es acertar cuál podría ser en cada caso la más adecuada.
¿Dónde estuviste –te preguntan-
alguna vez
de veras enamorado?

Lo piensas.
En esta esquina,
Toda la eternidad de una tarde de primavera.
Tú no sabes,
no puedes siquiera imaginar
una tarde
de primavera de la gran ciudad,
cuando tú, es decir, yo,
gente de campo,
hueles, mezclado con el tráfago incansable,
la tierra húmeda
de lluvia y de rocío, los prados cuajados de margaritas,
todo lo cursis que quieras, pero margaritas
de versos
de Rubén, ya para siempre.
Ella con su mano en mi mano trémula,
palabras
recién inventadas formándose para nosotros
entre las hojas inmóviles
de las acacias prisioneras en cada alcorque.

-Te querré siempre.
-¿Cuánto es siempre?
-¡Qué más da!. ¿No ves, no adivinas
que ahora mismo es siempre para siempre?

viernes, 29 de octubre de 2010

Quisiera
ser el poeta capaz
de hablar, escribir, decir
sus versos,
que no son míos nunca, son
tuyos,
puesto que los inspiras,
decirlos
sin pronunciar palabra, ¿te imaginas
versos más puros,
hermosos,
expresivos,
que ni siquiera necesitasen la envoltura
de la palabra,
para decirte, sin decir, en pura esencia,
todo lo que te quiero?
Media España abajo, media arriba. Está el otoño distraído, pintando ocres y se ha olvidado de enganchar el frío, de las nubes que pasan. Un amigo ha escrito un libro sobre el mundo onírico que se entrelaza con el real, éste que niegan que exista, algunos filósofos, dispuestos a rizar el rizo de su ingenio y llegan a la conclusión de no hay realidad diferente de la que nosotros imaginamos. Se escribe acerca de los sueños y de los monstruos cuando se tuvieron miedos infantiles. Este amigo mío ya había escrito de los vampiros. Los miedos infantiles quedan impresos en cada recuerdo que se va convirtiendo en imaginación de otra realidad diferente, en que no duelan las muelas ni te aceche la artritis. Recorro, en la librería de siempre, el índice de una antología. Es siempre curioso hacerlo y tratar de adivinar por qué prefiere el antólogo a este autor y por qué esta obra. El del caso justifica ausencias por la extensión de las obras y selecciona algunas de otros autores más por su extensión que por criterios ni críticos ni estéticos. Bueno, pues es otro modo de hacer.

Paso por la esquina de siempre y descubro que ahora es una ruina abandonada, cosa inexplicable porque se trata de lugar céntrico, de esos que llaman “comerciales”. Tal vez sea para recordarnos que sic transit … Porque me olvidaba de explicar que tocaba ir al Madrid otoñal de principios de curso. Para los estudiantes, el año nuevo no es en enero, sino que, ahora no sé, pero en mis tiempos de estudiante empezaba justo este mes de octubre y terminaba más o menos en junio, cuando los exámenes y los campamentos militares de la Milicia Universitaria, que tenían noches de cristal, Alfonso Albalá inventó la “tristeza hermana” y el campamento estaba rodeado de jaras en que se ocultaba, como un ejercito que nos asediara, una multitud de incansables cigarras.

Alfonso era extremeño y poeta. Hace poco conseguí, gracias a otro amigo, un ejemplar de sus obras poéticas completas y me enteré de que había muerto todavía muy joven, tal vez con menos de cincuenta años. Descubrí en la obra la madurez admirable de lo que cuando lo conocí no era más que mezcla de sueño y proyecto.. Nos habían proporcionado fusiles, uno para cada uno, de aquellos “mauser” que habían hecho varias guerras, parecían decrépitos, pero había que mantener sobre todo los cerrojos brillantes y los pavonados en estado de revista. Ten cuidado, le dijo un día su abuela a un compañero de carrera de la tienda vecina, no vayas a hacerte daño o a hacérselo a alguien con esa “escopeta”. Y recuerdo a otro de una aldea que pidió a su inocente padre fondos para “comprar el caballo y el fusil” imprescindibles para ir a la “mili”. Tiempos. No puedo ni venir a Castilla, ni recorrer mis barrios de Madrid sin que me tiren de las orejas los recuerdos niños de entonces, cuando íbamos a mejorar el mundo y todavía ignorábamos que el mundo es un territorio donde, al ir abriéndonos camino, vamos cambiando nosotros.

martes, 26 de octubre de 2010

Mar azul,
de zafiro y espuma,
dime, madre,
¿cómo es posible
que no me trajeras, me enseñaras
a mirar cada día la mar?
¿por qué no veníamos
a mirarla,
cuando tú eras madre
reciente
y yo niño
que no sabía hablar?

Casi lo entiendo,
temías
que me enamorase de las olas
que vienen
y van.
Gominolas en un vaso de cristal, gominolas
de colores,
dame una gominola, le digo,
a la bellísima italiana,
veneciana,
una gominola, quiero,
de Murano,
como tu aliento veneciano,
que huele a nardos.

¿Cómo huelen los nardos?
-me preguntas-,
a tu cuerpo, tu pelo, tus manos
cuando revolotean a mi alrededor
y me explicas
el éxodo veneciano.

Tráeme,
llévame contigo –me insistes-,
lejos del agua.

Tú no serías tú,
ni yo un turista
deslumbrado. Seríamos
un hombre y una mujer,
desterrados
de Shangry-la.

lunes, 25 de octubre de 2010

Aquella voracidad de leer a trompicones, sin tregua ni trampa, cuanto llegara. Como escaseaba el dinero, había que aprovechar hasta lo que no gustase. No nos aconsejaron. Había que leer los clásicos pero uno no tiene tiempo, cuando es joven, para leer trabajosamente los clásicos, que, sin embargo, puntuaban más. Míralo –decían- nada menos que está leyendo a Calderón de la Barca. Y era cierto, a Calderón, mezclado con Tolstoi y las aventuras de Sherlock Holmes, Guillermo Brown –siempre Guillermo Brown, amigo y proscrito con Jumble y con todos los niños del mundo que pudiesen conseguir uno de los libros de Richmal Crompton, que todos creíamos que era un hombre, pero no-, y aprendías la canción del pirata y a la vez te enterabas de las aventuras del Caballero de Olmedo, que de noche lo habían matado, la gala de Medina, la flor de Olmedo y de que en un lugar llamado Fueteovejuna, el señor alcalde se las había tenido tiesas al rey, su señor, porque el honor era patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios.

Ahora, cuando me hago viejo a marchas forzadas, corriendo como una compañía, un tercio de la legión, tengo libros, pero no atrapan como aquéllos, salvo raras excepciones, y en cambio se me ha despertado la prisa por comprobar datos tomados a medias, deprisa y corriendo, sobre el arte, la historia, lo que pensó y dijo en realidad cada filósofo, y me tientan, por lo que tienen de humanas, las biografías, menos cuando se ve a la legua que el autor se miente a sí mismo y se cuenta, y a la vez nos cuenta, que era como evidentemente no fue, salvo que hubiera sido un fenómeno de feria.

Descubro el tiempo perdido, razón tenía Proust, merece la pena irse encontrando con lo que había abandonado al pasar con aquella prisa desbocada, saltando por ejemplo de genio en genio de la pintura y sin haberse detenido suficientemente en cada singular acierto personal de los otros pintores, que pintaban cuando aquéllos, pero aquéllos los oscurecieron con su insólita genialidad, y puede uno regresar, pararse ante ellos, despreciar lo inmenso y recrearse en la segunda fila, llena de belleza, trémula de sentimiento, embriagadora con los semitonos, los destellos repentinos, la delicadeza de un perfil, el escorzo inimitable.

Es como releer lo que habías devorado como un tragabolas e ir hallando los detalles que descubren por fin, nunca sabes si la humanidad del autor o la de algún personaje de los que se escapan al autor y adquieren personalidad propia hasta darme la posibilidad de contemplarlos vivos hasta parecer que se habla con ellos y de algún modo te miran, comprenden y responden a veces, con la tristeza o la alegría de los seres vivos.
Supongo que me gustan los bichos grandes porque yo lo soy también: desde elefante, el que más, hasta el hipopótamo, pasando por el rinoceronte. Creo que en el agua los hay mayores, pero esos no cuentan, para mis preferencias, por mucho que me haya atraído siempre, como ya tengo dicho, la mar. La mar es otra cosa, otro mundo, tiene la profundidad de lo misterioso y da ese miedo, trufado de atracción, de lo desconocido.

Los bichos grandes serían estupendas mascotas, si pudieran domesticarse hasta la obediencia. Ni un perro, y mucho menos un gato, son, sin embargo, susceptibles de domesticación tal. Guardan siempre una reserva desconfiada, y hacen bien, que no hay nada menos fiable y más inestable que un ser humano, uno de los nuestros, capaz de irse con una sonrisa y volver airado y desafiante. Puede imaginarse, a pesar de todo, un paseo por la playa, acompañado de un hipopótamo, un rinoceronte y un elefante que nos obedecieran y no se peleasen entre ellos. Y el alboroto circulatorio de semejantes moles por entre los miserables cochecitos de colores, siempre aparcados donde no deben.

Le hablo a Laila del asunto mientras vemos una vez más una de esas películas que tiene la tele en conserva cuando no tiene otra cosa con que martirizarnos y prepara otra carga de telebasura pletórica de preñeces nuevas, amores y desamores, coscorrones sucesorios y achares múltiples. Ella tiene el singular acierto, la increíble delicadeza de ignorar la vida y milagros de nuestros héroes, se estira, me mira escéptica, cuando le digo eso de elefantes y demás bichos grandes, y curva la comisura de su boca, diría que sonríe. Luego se me acurruca en el regazo, y, vigilándome, lo adivino, finge quedarse plácidamente dormida.

El otro día, ladró un perro en la película de la tele y se despertó airada. Entabló un intercambio de ladridos con el chucho del otro lado de la pantalla, pero, como es lista, en seguida se dio cuenta del engaño, ladró por dos últimas veces con desprecio y volvió a lo suyo, de despedazar una botella de plástico vacía.

domingo, 24 de octubre de 2010

Es la hora de … –dicen- y se empeñan en que algo tan inmutable como el pasado o tan imprevisible como el futuro, se adapte y configure de acuerdo con sus intolerancias. Cada día, incansables, sin embargo, dicen de viva voz o escriben ara que otros se entusiasmen con lo que les gustaría que hubiese ocurrido o estuviera a punto de ocurrir. Las cosas, gustaba de decir una muy querida persona, son como son, y vivir consiste en irse adaptando a lo que ya tenemos y procurar influir el lo que viene, darle forma, ajustarlo a la necesidad que en ese punto y hora tengamos.

El futuro, insisto, está hecho de polvo del pasado y esperanza, con gotas de ilusión.

Descuelgan los fantasmas del pasado, que son su recuerdo, y les intentan cambiar hechos y dichos. Mal asunto. Si aquello no te gustó, no trates de arreglarlo. Usalo como ejemplo de lo que por éstas o aquellas razone son te gustaría que el futuro se pareciese. Todo fue como fue y darle vueltas no sirve más que para convertirnos, si acaso, en derviches, puesto que aquello no se moverá y seremos nosotros los que giraremos sobre nosotros mismos con la estupidez ronroneante de la peonza o la baldía persecución de cada vehículo del tiovivo al que lo precederá eternamente.

Ha venido, esta mañana, un ramalazo de viento del desierto, que, paradójicamente, nos trae llovizna, a la vez que ese calor sofocante del ventarrón de las castañas. Octubre se ha hecho viejo. Le queda una semana para acabar de pintar de ocre y siena las hojas, otras las dorará o cubrirá de rojo, como las del haya. Por primera vez en celo, Laila no sabe lo que le pasa y me cuentan que ayer por la tarde quiso aprovecharse un perro vestido con chaleco. Ni hablar. Mi pobre perrilla blanca, que aún no cumplió un año, no hay derecho que traten de complicarle la vida. ¿O sí? ¡Quién sabe! La llamo y viene con los candorosos ojos verdes muy abiertos, se adivina que tratando de entender, como si nunca hubiese robado un filete ni roto un plato, y decido que es demasiado joven. Me obsequia con un par de ladridos y se va, pasillo adelante, con ese andar que tienen los animales a veces, que parece que no pisan.

sábado, 23 de octubre de 2010

La muerte es vieja como una tía abuela
del siglo XIX. Cuando te haces mayor, viejo,
anciano
cada vez más decrépito,
se viste de niña faldicorta (para que la mires)
y te propone
jugar a los juegos de las niñas de entonces:
el escondite,
la gallina ciega
la oca.

Ella juega con ventaja –tú eres viejo y miope,
te mueves con torpeza,
vacilas.
Ella deja
que te cojas, pienso que le gusta,
a su cintura grácil.

Cada vez que te equivocas,
hace un quiebro,
se ríe,
como loca
y te finge otro modo de morir.

La muerte es juguetona,
Lolita,
más golfa todavía que la de Nabokov.

Viejo verde,
me dice,
anda, bésame en la boca.
No caigas, como yo, en la tentación.
Te besa
con la de Yorick y te propone
enloquecer con ella
de amor.
Cae la que cae, sobre la vieja España, estremecida y cuanto se ocurre a los árbitros de conducta que deberían ser los representantes, depositarios de la soberanía democrática, es debatir, entre el amor y el odio, entre el humor y la tristeza, si insultaron o no y sobre si deben o no ser insultados, los señores y las señoras ministros, tan varios y variados como son ahora, de aspecto, capacidad y condición.

Diga cada cual lo que le parezca y qué le parecemos, que al fin y al cabo “las palabras son aire y van al aire”. Por mucho que unos hieran y otros apliquen lo del ojo por ojo con ellas, las heridas de las palabras son mucho más fáciles de curar que las de la bala, la espada, la bomba, el cohete y el obús. Desahóguense en buena hora sus señorías ilustrísimas y sus excelencias mediante la caricatura y la crítica, pero, por favor, háganlo en horario que no sea de labor, que cada vez hay más gente atribulada a quien malamente podrá consolar este aguerrido combate, palabra, frase aguda en ristre, que se han puesto de moda en la política y en el fútbol, donde es en cierto modo reciente esto de que los entrenadores jueguen desde las ruedas de prenda a golear por desequilibrio al competidor que en cada caso y momento le parece más peligroso.

Mucho tajo hay para quienquiera que se sienta con fuerza y a quien le tiente el brío del enfrentamiento. Amin Maalouf ponía ayer en Oviedo, durante la entrega de los premios Príncipe de Asturias, que hay que inventar una nueva sociedad: la de la convivencia; que es urgente descubrir el modo de imbricar las culturas cada vez más entremezcladas en los barrios de la ciudad nueva de la tierra prometida, por donde ahora mismo vagan la desconfianza y el miedo mirándonos a los ojos.

Es fácil y puede ser un buen entretenimiento descubrir a lo que se parece una nube, lo que dibuja el perfil de una montaña o a qué animal, planta o vasija se parece cada uno de nuestros amigos, nuestros conocidos, nuestros indiferentes, nuestros contradictores, nuestros jefes, nuestros subordinados, nuestros iguales y toda la demás hermosa gente que viene con nosotros, y si acaso decirlo con desparpajo y humor, que mejor si se lo decimos a un igual o superior, ya que los subordinados o los amigos siempre tendrán más dificultades, por lo que nos temen o nos aprecian, para reaccionar o defenderse y a su vez pintarnos y definirnos como es probable que no nos guste nada y hasta nos ofenda, pero eso será siempre un juego de salón, una delicadeza hiriente, un chorro de mala leche.

Mal asunto que perdamos demasiado tiempo en los dimes y los diretes. Un jurista sabe a ciencia bien cierta que no hay escrito sin respuesta ni argumento sin réplica adecuada. Juristas y economistas, que, en la segunda línea de unos perspicaces filósofos, buena falta le hacen a esta sociedad incipiente, saben que, sin embargo, donde más porción de verdad hay es en la ejecución de una sentencia firme y en la sincera cuenta de resultados que cierra el ejercicio.

Lo demás es tratar de domiciliarse en Utopía, en la República de las Aves o en el Mundo Feliz de Huxley, es decir, sobre una nube, en que, por favor, pediremos, dejadme hacer un agujerito para ver mi lugar, donde nací y estuvieron mi niñez y el Paraíso.

viernes, 22 de octubre de 2010

Nada, nadie … ¿qué somos, entre seis mil millones de otros como nosotros? Me vuelvo airado contra el otro de mis yos que ha hecho, quejumbroso, la pregunta y le contesto que el único yo que ha habido en la historia de la humanidad. No hace falta ser alguien importante para ser único e inimitable, por más que muchos se nos parezcan. Y estoy seguro de que ninguno de los demás habrá visto nunca precisamente este paisaje que ahora miro y lo habrá visto como yo lo veo, cosa que hace que sean innumerables los paisajes que caben en uno solo.

En seguida, añado que ser diferente –a la vez que miembro del conjunto que somos-, no supone estimaciones comparativas. No se es mejor ni peor, sino ocasionalmente. En condiciones distintas, nuestra conducta habría sido otra. Somos, en parte, como los líquidos, que se ajustan a la vasija que los contiene sin dejar de ser ellos mismos.

El periódico es un cesto de palabras, el libro contiene una cantidad mayor, pero están más ordenadas. Este libro que ahora mismo tengo ahí al lado, dispuesto para una inmediata lectura, está pensado y hecho para que dure, lo pongamos en la biblioteca y esté allí, ofreciéndose para volver a una página conocida, donde la palabra y la frase afortunadas, las que después el lector recuerda, esperan para ser vueltas a examinar, tal vez aprender y poner en el disco duro de la memoria o en la pletina de la curiosidad. El periódico se improvisa y se olvida cada día. Por eso, cada día nos machaca con las mismas noticias o con otras parecidas, que incluso pueden llegar a hacernos creer que un incompetente ha dejado de serlo de la noche a la mañana, en un abrir y cerrar de ojos. Poco probable.

miércoles, 20 de octubre de 2010

No hay arte –recuerdo que dice Gombrich-, sino artistas. Se han escrito, sin embargo, páginas y páginas sobre la historia del Arte. ¿En qué quedamos? Por casualidad me entero de que mi inolvidable amigo Luis Borobio escribió, y hurgaré mañana mismo, Dios mediante, en la vieja librería, para tratar de encontrar su obra, una “breve historia” del Arte. Gombrich, con la ayuda de multitud de ilustraciones, explica su afirmación y me convence, una vez más, de que nada es definitivamente como se define por quien desde su punto de vista lo contempla. Es arte todo cuanto trata de expresar un sentimiento –digo yo-, mientras que es artesanía lo que se realiza para utilidad propia o de otro. Lo demás es azar, producto de la aplicación, subsidiaria al ejercicio de la libertad, de las leyes del caos. Imprevisibles para nuestra falible razón, tan reiterada, compleja y eficazmente engañada por instintos y sentidos.

La fealdad puede ser arte exquisito y en cambio algo banal lo decorativo. Pero lo decorativo es lo que satisface, tranquiliza mi ánimo. Por eso tengo ese naïf en el vestíbulo. Me sosiega, nada más mirarlo de reojo al pasar.. El arte, si logro entablar un diálogo visual, me inquieta. Para colmo, el diálogo con un artista suele sostenerse con alguien que no está presente. Las palabras no sirven para debatir una contradicción, sino para jugar con aseveraciones o negativas tajan del autor, puesto que la firma de la obra la he hecho todo lo definitiva que le fue posible, por entre que se mueven mis consideraciones. Por eso procuro no ir nunca solo a un museo de pintura. Discuto con la persona a que acompaño o que me acompaña. Ante un cuadro de El Greco, me dijo Luis Borobio un día que en su entusiasmo, el autor, se había entregado tanto, que se había olvidado de completar el brazo de una figura. Es cierto. No lo habría advertido sin la ayuda de mi compañero.

Es curioso que Richmal Crompton, la genial autora de Guillermo Brown, haya escrito una de sus únicas novelas que conozco distintas de la serie del simpático bribón, entre otras cosas, para dejar dicho que la belleza puede estar impregnada de maldad, y, en cambio, de bondad la fealdad.

martes, 19 de octubre de 2010

El mundo, ahora más pequeño, sin duda, con esos velocísimos aviones y la posibilidad de saber en cada instante lo que está ocurriendo en cualquier otra parte, sigue siendo enorme para nuestra pequeñez personal.

Aquí, en este rincón, bajo el cono de luz, escribiendo, no soy nada ni nadie para miles de millones de personas, que, ahora mismo, igual que yo, se consideran sin darse siquiera cuenta, sendos ombligos del mundo.

Cuanto ocurre tiene su entidad propia, pero para cada espectador es algo sólo visible desde su punto de vista y su perspectiva.

Recíprocamente, somos actores secundarios de la vida de cada protagonista, que, según desde dónde se mire, somos nosotros o son ellos.

La vida es una descomunal novela entrecruzada con otras muchas, que, así, forman tal vez una sola para una mirada desde el exterior. Todos somos a la vez protagonistas y actores secundarios. Es posible que todos seamos actores secundarios. O que el protagonista único seamos el conjunto y la vida una sola, el escenario de este ámbito en que la humanidad se viene moviendo desde que el primer ser humano tuvo conciencia de serlo, o tal vez desde antes todavía.

Porque si no, ¿cómo medir la vida? ¿la de quién?, si cada día mueren tantos y tantos otros nacen, unos han hecho y dicho su papel y salen, como de un escenario, mientras otros se incorporan y la vida sin embargo es posible que sea una sólo una y la misma.

Cuando alguien dice, cita, comenta que en este preciso momento, en el mundo hay alrededor de seis mil millones de habitantes, yo no soy más que uno de ellos, que, según desde dónde empecemos a contar puedo ser cualquiera, el uno el seis mil millones o el cuatro millones trescientos seis mil dos.

Os habéis dado cuenta, supongo de que con seis mil millones de personas actuando a la vez, en cada instante de cada día pueden estar pasando todas y cada una de las cosas que pueden ocurrirle a una persona. Es decir que con diferentes actores, toda la vida podría ocurrir a la vez y en un solo instante, en todos y cada uno de los instantes del día.

Y eso ¿es maravilloso? ¿desconcertante? ¿intrascendente? Yo diría que forma parte del misterio de la existencia, que entre todos integramos un intrigante misterio a través del que hay quien pasa sin darse cuenta, como si estar vivo, existir y poder darse cuenta de ello fuese algo sin importancia, un trámite administrativo.
Ciudadanos medios de mi comunidad son auténticos genios y se advierte cuando te hablan cada cual de sus cosas y te avergüenzas, a mí por lo menos me pasa, de tu, en este caso mi, incapacidad de parir nunca ideas como la de alguno de dichos prodigios.

Saben tanto de cualquier cosa que cuando lo ponen de manifiesto es siempre con un tremolante ribete de sorna, que no pueden evitar, un sutil desprecio del resto de los mortales, perdidos en sus respectivos laberintos, mientras ellos disfrutan de sus caramelos de sabiduría.

La sabiduría.

Saber cosas, irlas apilando en el memoria, no es sabiduría, sino conocimiento. La sabiduría hace referencia a profundización en el misterio, paradójicamente, el sabio no sabe, sino que investiga en lo que todavía no sabe nadie, se equivoca, rectifica, insiste.

domingo, 17 de octubre de 2010

No podríais ya sujetar esta fragilidad en que consisto,
tejida de tantos recuerdos
que ya ni sé, yo mismo, en qué consisten,
cuáles son ciertos y cuáles son fingidos,
leídos
en páginas escritas por todos esos
que se apretujan a mi alrededor, me persiguen,
pese a ser desconocidos
autores
de libros
amigos.
No podríais, ni siquiera yo puedo
poner trabas ni freno
al desafuero
de la imaginación que se me escapa,
buscando otra ilusión o
perdida
por los caminos del miedo.
Miedo a morir, a veces,
pero otras
miedo a seguir viviendo.
Un friso de personas. Gente de verdad, y, sin embargo, un friso carnal, de personas alineadas, sentadas muy tiesas, en incómodas, bellísimas, sillas de respaldo recto, forradas de raso o de seda, no entiendo mucho, amarillo decadente de oro bajo. Sillas talladas con se adivina que amoroso cuidado en madera de caobo. Gente alrededor de un quinteto de personas vestidas de etiqueta, que interpretan, dos violines, un chelo, una viola y un piano de cola, a Beethoven. Suelo encerado, espejos, inútiles candelabros en las paredes, una gran lámpara de cristal, exuberante de bombillas, derrochadora de luz. La luz, multiplicada por los espejos, redoblada, se derrama por entre la música de Beethoven y se desliza por las mejillas de las más jóvenes de las mujeres presentes, un poco aburridas, distraídas, salvo cuando el violín restalla, como un latigazo, convocando el rumor saltarín de los agudos de piano. Hay quien cierra los ojos y se deja mecer apenas, casi imperceptiblemente, quien autohipnotizado, al parecer, mira fijamente los reflejos de la tapa brillante del piano. Los músicos se esfuerzan, empastan, comunican, embarcados todos en su magia colectiva. Sólo a veces hay uno que destaca, mientras los otros languidecen, suspirando notas apenas perceptibles, esperan su regreso y, juntos de nuevo, se advierte que comparten la urdimbre del sueño que están confeccionando. Casi se logran entrever no sé si figuras, reflejos, paisajes apenas esbozados, que la música compone con los entresijos y silencios del aire, sus recuerdos y partículas luminosas de polvo antiguo.

sábado, 16 de octubre de 2010

Hay, dicen, en el fondo de la mar, países, y continentes. La Atlántida, de haber existido, cosa cada vez menos probable, aunque todavía posible, sería hoy unos restos allá abajo, semienterrados, es decir, ¿asomando?. Hace una vida, durante un reconocimiento judicial sobre el terreno, partes, letrados, funcionarios y autoridad judicial se afanaron durante horas, intentando hallar vestigios de un supuesto hito o mojón delimitador de una finca. Llovía a más y mejor. Por fin, a última hora de la tarde y la luz de aquel día, la comitiva decidió abandonar la búsqueda. O no existió nunca o ya no está, opino su Señoría, que, mal pertrechado para el caso, había destrozado un par de zapatos de estupendo aspecto. Fue entonces cuando uno de los procuradores, que había permanecido quieto sobre terreno más aparentemente seco, anduvo y se descubrió que precisamente allí, sólo a flor de tierra, estaba el mojón. No hubo mala fé, puesto que era a la parte representada por aquel procurador a la que interesaba el hallazgo.

Así, bajo un caparazón abandonado al mudar, podría hallarse la punta de la torre más alta, orocalcio y piedras preciosas, del continente perdido. Los poetas y los soñadores se aferran a la última posibilidad. Los científicos echan cuentas, miden placas, consideran vestigios del lento desperezarse del Planeta y aseguran que las probabilidades, sin las hay, son infinitesimales.

Hablando del Planeta. Dieron anoche ese premio literario a Eduardo Mendoza. Todavía recuerdo el deleite que en su día me proporcionó “La Ciudad de los Prodigios”. La Barcelona se advierte en seguida que amada por este autor. Aunque no hubiera escrito otro, el premio lo habría merecido hace mucho, por ese libro inolvidable. Uno de los que tienen sitio fijo y preferente en mi modesta biblioteca, tan heterogénea como desordenada, pero no tanto como parece, y, en tramos, hasta cuidadosamente ordenada. La novela que recibe el premio creo que se llama “Riña de gatos en Madrid 1936”. Según el autor, no tiene que ver con la guerra civil. Difícil empeño, sustraer algo en el Madrid de 1936 de tener algo que ver con la guerra civil. Si Dios quiere, prometo leer y comprobar.

viernes, 15 de octubre de 2010

Soy un hombre con un perro junto al río. Ni siquiera eso, porque, muertos todos mis perros, ésta de ahora es una perra de agua. Dicen que las perras son más cariñosas que los perros. No lo sé porque ésta no es todavía más que un cachorro de ocho meses, pero dudo que haya perra o perro más cariñoso que alguno de mis perros anteriores, mis perros muertos. Tengo sus fotografías y sus epitafios. Tal vez por eso, he logrado ser esta tarde un hombre con una perra junto al río. En el río se reflejan muchos de los barrios de mi pueblo, por su cara que mira al río. El río los refleja, sin más, y pasa. No desgasta cada barrio, y así, el reflejo, que parece cosa volandera que el río podría llevarse en cualquier momento en todo o en parte a la mar ya cercana, que sin duda presiente, permanece, y en cambio el río, dándole la razón al viejo Heráclito, es otro a cada momento que pasa. La perra no sé lo que mira cuando mira el agua, yo miro el río, el reflejo y la espumilla que forma el agua al rozarse con unas piedras más altas del cauce, una piedras cuyo lomo queda a flor de agua. El agua del río las usa para rozarse y así cantar, ir diciendo su murmullo, que, si escuchas, descubres que no es una monótona salmodia, sino que sutilmente cambia, hace tonos y semitonos. No es un ruido, sino una canción, o tal vez, si acaso, su eco, que yo escucho, un hombre con una perra junto al río. Pasa gente, unos callados, otros alborotando, una mujer agobiada con sus bolsas de compra. Al hombre que esta tarde soy, solo con una perra junto al río algunos le desean buenas tardes. No digo que sea “mi” perra, sino que es una perra. Los animales son provisionalmente compañeros, acompañantes, mascotas, hay veces y animales que hasta casi amigos, pero no me pertenecen. Hay un último resorte de independencia que salta cuando menos se espera y en ese momento, el perro más obediente se niega a hacer lo que se le manda. Finge que se distrae o sencillamente se aleja. Esta perra, además, todavía no obedece casi nunca. Es demasiado joven. Todavía la asusta lo inesperado o que se le grite. He tenido muchos perros y a alguno le grité alguna vez. No debe hacerse. Ningún perro entiende que su compañero se ofenda de esa manera. Ellos, aunque haya ocasiones en que no obedecen, siempre, cuando los alcanzas o cuando vuelven, están del mismo humor, salvo que los asustes, los amenaces o les invadas su terreno o les quitas la comida o intentas hacerlo o, craso error, les pegues y te tomen miedo. Hoy, ambos, la perra que está a mi lado y yo, junto al río, echamos a andar. Casi todas las tardes, llueva o haga sol, nuestro paseo habitual va siguiendo el río por un lado, cruzamos el puente y volvemos por el otro. Hay días que quieren bajar al llerón y a ésta en concreto, cuando bajo, le encanta bañarse. El llerón, de cantos rodados, huele a río. Entre los cantos nacen hierba, plantas y flores silvestres, que, cada vez que pasa, se lleva airada la riada sin el menor miramiento. La perra, cuando le parece, alza el hocico y huele otro olor, que hay momentos en que se detiene a degustarlos. No sé si lo que la hace pararse es el olor o el momento o una conjunción de ambos, pero se ve que descubre, archiva y disfruta. Yo, que llevo la cabeza metida en un ramillete de pensamientos, la saco, miro y compartimos por lo menos mirada. No sé lo que me dice, pero advierto con toda claridad que si pudiera, en este preciso momento, me estaría sonriendo como yo a ella.
Han concedido el Nobel a Vargas Llosa, y me pregunta, el primer contertulio habitual con que me encuentro lo que me parece y he de confesarle, lector adicto que soy, que no puedo opinar porque entre mis carencias está la de no haber leído a Vargas Llosa.

Inexplicable carencia, cuando suelo leer con frecuencia y voracidad, que si son las de cuando era más joven, todavía autocalificaría de notables por lo menos. Me pasa con algunos autores, tan sobresalientes como éste, de quienes, sin embargo, nunca leí nada. Y eso me trae a la conclusión evidente de que soy un mal lector. Hay algún defecto en mi afición, que me priva del conocimiento de unos, en muchas veces injustificado provecho de otros autores digamos menores cuyas publicaciones acecho en cambio para que en estos tiempos de librerías sin “fondo” y devolución de lo que no se vende, que acto seguido se “descataloga” y suele ser después un calvario rebuscar.

Me prometo a mí mismo explícitamente y de modo implícito a Vargas Llosa, una lectura de varios de sus escritos, que me permitirá sin duda adherirme con entusiasmo a quienes por lo que he leído unánimemente, aprueban el acierto este año de la concesión de este Premio. Opiniones que me perecen confianza, llenan El Cultural de hoy con esa unanimidad.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Hoy es un estupendo día de sol para treinta y tres mineros atrapados en el fondo de su mina en Chile. Porque están saliendo. Ya han salido, en su mayoría. Han vuelto entre la gente: familia, autoridades, comunicadores, curiosos y demás gente.

Todo lo demás cede hoy, por su banalidad y por mucho que empeñen los políticos en sacar de quicio el abucheo contra el presidente del gobierno, ayer, con motivo de la celebración de la fiesta de las Fuerzas Armadas.

No quiero opinar.

Hoy, lo importante son esos mineros.

Bienvenidos a casa. Nada ha mejorado sensiblemente aquí arriba, fuera, pero se respira, hay luz, cabe seguir esperando y podéis sentir los cuerpos de vuestra gente, y, sin conocerlos, los nuestros. De algún modo, al convivir sobre este maltratado planeta, estamos compartiendo muchas cosas.

martes, 12 de octubre de 2010

Para resolver problemas y salir de situaciones no suele hacerse lo razonable, sino lo conveniente. Ya no recuerdo cuántas veces razoné lo que debería hacerse y a mi alrededor escuchaba cómo se maravillaban: “¡cuánta razón tiene!”. Suele pasar después el emisario de éste o del otro: “tiene razón, en efecto, pero lo realmente conveniente …”

¿A quién convienen las cosas “convenientes”? ¿de dónde vienen esas consignas que nadie aclara, pero la mayoría suele acatar sin discusión?

Porque lo curioso del caso es que el mensajero no suele razonar. Lo que conviene no necesita más razón que intuir que viene de alguien a que conviene obedecer o por alguna razón agradar. El tipo de mensajero habitual no necesita de argumentos. En realidad no suele ser persona capaz de defender el criterio que trae y siembra con profusión. Ni siquiera es preciso que mencione el origen de unas instrucciones que en supuestos, escasos, pero alguno hay, en que fracasa su dispersión o cuando, que eso ya ocurre con mator frecuencia, producen consecuencias nefastas, nadie sabe de dónde procedieron. El mensajero susurra un nombre, un cargo, además del mensaje, y los destinatarios no preguntan. Se tranquilizan unos a otros con el díjolo Blas de “bueno, no es lo razonable, pero es lo “conveniente””.

lunes, 11 de octubre de 2010

Quieren traernos sus cosas habituales, el modo de comportarse, su cultura. Lo hicimos nosotros con muchos pueblos. Pensábamos, de buena fe supongo, que como lo nuestro era lo bueno, había que proporcionárselo. E inconscientemente, por añadidura, les llevamos también nuestros microscópicos y más o menos peligrosos enemigos, microbios que ni ellos ni sus microbios conocían.

Ahora vienen otros y nos traen, de buena fe supongo, lo suyo. Y sus puñeteros microbios. Y nos enteramos, amedrentados, de que surgen brotes de enfermedades tropicales desde nuestras aguas encharcadas, vía mosquitos y sus huéspedes que no podemos calificar de malévolos porque ellos se mueven por instintos, se reproducen, pican, chupan, transmiten y a pesar de todo son inocentes de la muerte, los temblores y la miseria que producen a su alrededor, que ahora es el nuestro, tan protegidos como nos sentíamos de estas cosas por años y años de civilización y una lejanía que ya no hay, desde que se puede ir en un plisplás desde cualquiera hasta cualquier otra parte del mundo, llevándonos y trayendo toda la corte y la cohorte de invisibles guerreros, que no distinguen y hasta puede que nos prefieran por el aquel de la ausencia de inmunidades de que otros, sus habituales huéspedes, habrán generado a lo largo de años y contagios.

Quien iba a suponer que en pleno siglo XXI apareciese un caso de malaria en una provincia aragonesa, como leo en un periódico que ha ocurrido, mientras los mosquitos tigre parece que vienen zumbando a aposentarse en el paraíso, para ellos, de nuestra charcas olvidadas.

Son hechos que constituyen mensajes que el conjunto biológico de que formamos parte proclama, pero nos tratamos de semiocultar para que nadie tema la llegada de estos simpapeles microscópicos que ni venden en mantas ni piden ni compran nada. Sólo necesitan chuparnos una cantidad infinitesimal, aparentemente sin valor, de sangre, que ni a una gota llega y que es probable que, si supieran hacerlo, hasta nos agradecerían, pero que tampoco están enterados del inesperado peligro que constituyen.
“Puente”, llaman al abandono colectivo del trabajo durante las jornadas entre dos fiestas. No es como el de huelga, un derecho, sino el sinderecho de la oportunidad de mandar al patrono a hacer puñetas, dejar de mano, irse a imaginar al rincón preferido la llegada de las vacaciones que vienen, que ahora serán las de Navidad, villancicos, luces, sonidos, regalos brillantes, relucientes anuncias llenos de lo inalcanzable para millones de personas que no llegan más allá del lindero que marca la “paga”.

Sacar el coche, la carretera, desesperación, caravanas, inundaciones. Con suerte, volver, como la mayoría a Dios gracias, y con más suerte, que en el entretanto no haya venido el caco, que dice un cierto amigo mío que nunca duerme ni descansa, ni deja de probar a quedarse con lo ajeno.

Asombra escuchar que, será verdad, digo yo, que siete millones de personas se han echado a la carretera durante el “puente del Pilar”, que pasa por Zaragoza, aunque no vayamos, porque allí está la Virgen del Pilar, que dice la jota que quiere ser capitana de la tropa aragonesa.

En la Oficina de Correos, hoy “no reparten”, no hay clase en el colegio de los niños, que “la Virgen del Pilar dice, que no quiere ser francesa”, previene la jota.

Leo en el periódico que hay un señor no sé donde que asegura que la Europa del futuro volverá a estar alrededor de la Liga Hanseática, y que os de abajo, del sur, portugueses, italianos, griegos, españoles y demás aceituneros y pisauvas, volveremos a ser ciudadanos de segunda o tercera cuando Europa se rehaga y construya. Nosotros, mientras, enfrascados en la trascendental discusión de si podremos celebrar o no ferias y festejos taurinos, corridas, encierros, toros embolados, ancordados, de cornamenta ardiendo o del anuncio del viejo coñac.

No sé por qué ese afán de defender al toro y no dejar que celebre quien le pluga y vaya a los toros, con merienda, charanga y bota, quien le de la gana. Al fin y al cabo, centenares de toros disfrutan en cada dehesa, para que seis mueran de vez en cuando en la alegre intimidad redonda, heroica, mínima, del redondel de la plaza, cum laude la mayoría, que los hay cojos, cobardes y cuernirrotos que se salvan, indulto en pezuña.
Hay días, que, al atardecer, se despierta, en verano, el lucero ése de la tarde. Sorprende, allá a media ladera de la cúpula azul pálido del cielo de verano. ¿Qué mira? Será como nosotros, cuando esperamos que ocurra algo, desde la antesala de la víspera de lo que sea, que despertamos una y otra vez, estamos inquietos, entrecortamos el silencio de la noche con una mirada asustada, que se pierde en la semipenumbra de la habitación y se va disolviendo en la recuperación del sueño. ¿Será una especie de inquietud por si durante su ausencia pudiésemos habernos ido? ¿Tendrá noticia, o habrá, como Buzzati a veces, haber imaginado una improbable catástrofe?

Ahora no. El otoño no se anda con chiquitas. Es un tipo, cuando se enfada, malencarado y vestido de harapos grises, entre desgarrados y polvorientos. Muy lejos de esas maneras de hidalgo tronado, ataviado de sienas, morados y ocres, que huele no se sabe si a fumador de pipa o a las ¡castañas asadas calientes! que pregonaba a la puerta del cine de cuando no había palomitas y había cines de barrio y pueblo, el castañero del bombo de asar.

Hacía cucuruchos de papel de periódico y te los llenaba, por una peseta, de castañas asadas calientes, que te llevabas a comer con la novia en un lateral de la fila once. Ponían Casablanca. Estreno. Sam acariciaba el piano, Ingrid Bergman el amor, Bogart la nostalgia. De pronto, tocaban La Marsellesa, el más hermoso himno del mundo y nos acordábamos de cómo contaba Stefan Zweig que se escribió en una noche.

Las castañas, a medida que te metías la película entre pecho y espalda, se iban quedando más frías, con la piel tiesa y crujiente
Tenía el nombre verdemar,
no lo recuerdo, es cierto, pero veo
su color,
estoy,
de pronto, hoy, otra vez,
ahogado de amor en su fondo,
¿amor?,
¿un deseo irrefrenable de respirarlo,
de hundirme
en lo más insondable de su misterio?

Un nombre verdemar oscuro,
¿o era, al respirar,
su efluvio,
la pura esencia de su olor a belleza?

¿Era un nombre?
¿un olor?,
¿era ella
algo
más que mi imaginación desbordada,
riada incontenible,
sin destino,
de amor?

domingo, 10 de octubre de 2010

Lo malo de advertirse inmerso en la parte oscura, por ejemplo cuando de descubre que unos mismo es ignorante, estúpido o imbécil, es que no podemos desprendernos de ella como quien se quita la boina o una capa, es pegajosa, cuesta denodados esfuerzos de imaginación y raciocinio, memoria y concentración. Y lo peor es que a veces el trabajo resulta tan difícil que nos conformamos. Tendrá que ser así, nos decimos, o: se podrá cambiar, pero no está a mi alcance.

Hay quien dice que todo se puede lograr, si se pone suficiente empeño. Yo digo que no, que, desde luego, con el empeño no basta, si su energía no se usa para los muchos ejercicios indispensables para salir de una carencia. El empeño está hecho de palabras e imaginación. Una vez concebido y querido, ha de realizarse. Y tener suerte.

Hay quien se sube a un puesto trabajo como a un tiovivo. Se sienta y espera a que las cosas ocurran a su alrededor. Es como cuando el inolvidable Noel Clarasó dice en las Máximas de Blas aquello de que hay a quién gusta tanto el trabajo que no puede vivir sin ver trabajar. Y se suma luego con entusiasmo a la imperiosa reivindicación de que los puestos de trabajo deben ser vitalicios.
Pasaba por tu calle,
cuando niños, que ya te quería,
dejando una mirada
prendida en el alféizar
de tu ventana.

Te dejaba palabras al azar,
las que aprendía
y mejor me sonaban, del viejo diccionario,
al borde de la acera
enfrente mismo del portal
por el que tú saldrías.

No tenía yo entonces
dinero para flores,
no sabia
siquiera hacer caricias. Simplemente
pasaba por tu calle y te quería.

sábado, 9 de octubre de 2010

-Debería ser obligatorio enseñar a todos los niños del mundo el mismo idioma.

-Se alzarían los nacionalistas. Saldrían a la calle con enormes pancartas. Ofrecerían sus vidas por el idioma, cada idioma, perdido.

-Nada existe, dirían los estructuralistas, más que el vehículo del concepto, que es la palabra, desprendida de la imaginación. ¿Sabe alguien si lo que ve coincide con lo que está viendo su vecino?

-Aún así, debería ser …

-¿Quién eres tú, necio, para decirnos a los demás lo que debería ser? ¿Quién puede asegurar que la humanidad del siglo, el milenio, el momento que viene, no será una yuxtaposición de personas libres, independientes, disociadas?

-¿Sociedad disociada dices? Un concepto excluye al otro.

-¿Puede sobrevivir sobre el planeta una persona sola?

-¿Cabe imaginar una sociedad más allá del hombre, o la mujer, con su complementario, respectivamente la mujer, o el hombre y sus hijos?

-¿Hasta cuándo son hijos un hijo o una hija? ¿Cuándo se convierten en hombre o mujer? ¿Cuándo se independizan? ¿Cuándo se licencian o se doctoran en la universidad, la profesión o el oficio? ¿Cuándo se completan con sus respectivos complementarios?

-Vuelvo a lo primera. Todos los niños …

-Desaparecerían los idiomas, su riqueza expresiva.

-A cambio y transcurrido cierto tiempo, todos podrían captar hasta el último semitono la más leve de las sutilezas de la comunicación interhumana.

Era una tarde de principios de otoño, érase una tertulia alrededor de platos y tazas vacíos. Voces amigas flotando entre ideas inacabadas, proposiciones absurdas, sinsentidos ingeniosos. El camarero había leído a Proust –es como perderse en una pesadilla de ideas, decía-, pero había dos libros en la biblioteca de su barrio con los que no había podido, según él: El Capital, de Marx y El Paraíso perdido, de Milton. Hace mucho, Era un camarero ya muy mayor para nuestra mirada casi adolescente. Recuerdo que cuando cayó en mis manos la primera traducción del Ulises de Joyce me pregunté si viviría aún y si habría “podido” con él.

Hace poco, el miércoles, pasé por delante del viejo café de una calle madrileña. Resistí la tentación de entrar y correr el riesgo de encontrarme por algún rincón mal barrido alguna palabra de entonces, como una hoja seca tal vez pisoteada sin el menor miramiento.

viernes, 8 de octubre de 2010

Me refugio, algunas tardes,
en un libro de versos siempre inédito
todavía.
Es como irse al cenador del jardín
que no tendré nunca,
pero ¿quién no ha visto alguna película
donde había un cenador, en lo más profundo
del jardín descuidado como una nostalgia?
Desde entonces
-¿quién podía estar
a tu lado o al mío
durante aquella película, aquella comedia,
aquella tarde, el amor
imposible, fingidamente eterno
de unos protagonistas,
que,
provisionalmente,
somos siempre los espectadores?-,
desde entonces,
tengo ese cenador y ese jardín,
a donde voy con mi moleskine y un lápiz,
mi goma de borrar y mis sueños.
Me refugio,
saco,
del laberinto de internet ruido de pájaros,
pirateo la música elemental
de una caja de música
y puedo escribir, si tú te empeñas,
los versos más cursis y acaramelados,
con lágrimas en los ojos
por el aquél tal vez de la arterioesclerosis.
Qué más da,
estoy aquí,
en la sola soledad, la más egoísta
soledad del blog, digo el cenador,
la música
tintinea como una cascada de flores
enganchada en los hierros,
colgante de la lámpara que no funciona,
inútil como un río desbordado,
como la fuerza de una hermosa,
estruendosa
cascada de colores.
Renuncio a la peregrina idea que no sé cuándo pude tener y casi no recuerdo de hacer como el viejo bebedor del chascarrillo, que amenazó a su cocodrilo imaginario con dejar de beber para que desapareciese. No quiero que mis queridos monstruos se desvanezcan en la triste realidad y que cuando se haga de noche me resulte para siempre imposible presentir la viscosa piel de su presencia en las sombras que me arropan y en que se disuelve la mía, como si nunca hubiera existido.

No quiero dejar de ser aquel horrorizado niño que hablaba consigo mismo, tranquilizador, escaleras arriba del desván.

Me insisten, sin embargo, los mentirosos de siempre, empecinados en que no hay más cera que la que arde, ni otra realidad que lo tangible, demostrable, aburrido, rutinariamente puntual. Si serán que hasta se buscan, ya apenas te enseñaron a medir con el reloj el capricho paradójico del tiempo, a alguien de cada familia para regalar a cada niño uno, un reloj, que le ponen en seguida, con la satisfacción de cerrarle el grillete en torno a la muñeca, donde el pulso que antes cogían los médicos para empezarte el diagnóstico, antes de mandarte sacar la lengua y decir treinta y tres con su estetoscopio apoyado en el tabique de nuestro pecho.

Y luego te quitan tus manoseados, releídos ejemplares de La isla del tesoro, Tarzán, Guillermo Brown y los piratas de Mompracem y te dejan en un rincón, que te perviertas con Dostoyevsky, Kafka, Faulkner, el agrimensor, Snopes, descubres al lazarillo y a don Quijote, te despiertas en la playa de Itaca y te preguntas qué habrá sido del Pedrito de Andía que ya no volverás a ser nunca, ¿o tal vez …?
Anda jugando el otoño, calor en Madrid chubascos en Asturias, la mar azorrada, gris plomo, quiere hacernos creer que torpe de reflejos. Sorprende, observo, en cualquier comedor, que se den las gracias, le hables a quien te está sirviendo la comida: nos estamos acostumbrando a mirar al otro como si fuese un robot. Hala, come, paga, fuera. Nada de degustar, paladear, disfrutar del regusto de la compañía amiga. Nada de sobremesas deleitosas, intercambiando banalidades o sorprendente ingenio. Todo eso es incompatible con la prisa, y con comentar que lo de la crisis va a peor, y que si son así o asao los políticos, los periodistas y el nuevo grupo genérico que nos ha brotado del ombligo social, que es de donde vienen ahora desde los bárbaros hasta los niños prodigio: los que llaman “famosos”, y sí que lo son, pero por los más curiosos y pintorescos motivos. Claro que la crisis, mejor dicho, las crisis, van a peor. Y a peor que todavía irán, porque estamos cambiando de época. Algo parecido a esto que nos está de ahora, ya pasó cuando aquello del Renacimiento. Nos queda recuerdo en las artes plásticas de lo que pasó entonces, la evolución de Boticelli, la tremenda sorpresa, al final, de El Greco. Aquel diluvio de luz y de color de la salida del túnel medieval. Como ahora, que venimos de un mundo convencido de que las únicas alternativas, ambas en ruinas hoy, eran, el comunismo o el capitalismo, cada uno por sí sólo, con exclusión y a ser posible exterminio del otro y previo despojo de la médula del espíritu, que otros decían la capa, de lo espiritual, para hallar el camino secreto de retorno al Edén. Me atrevo a augurar, aunque no sé para cuándo, una época en que renacer consistirá en la reconstrucción del ser humano completo y dispuesto a adoptar otro punto de vista, tomar otra perspectiva, buscar a fuerza de imaginación sendas para afrontar su destino y reanudar, a partir de esta nueva fractura, la historia, con una idea más clara y abierta de lo que somos. Da pena ser ya viejos y saber que cuando esto llegue no estaremos. Lo maravilloso está en que podamos imaginar su esbozo.

martes, 5 de octubre de 2010

No hay palabras mágicas, en economía, como no sean esas, por otra parte triviales, que saben los timadores para engatusar a sus víctimas y despojarlas de lo que tengan. Lo malo es que hay timadores de muchas clases y condiciones varias, que, cuando vas a ver, algunos hasta manejando con habilidad los malos instintos de uno, nos dejan a la luna de Valencia. Tiene siniestra gracia que ahora, cuando algo sale mal, haya quien piensa que lo arregla inundando al personal inerme de palabras y así manipulándole, manipulándonos el cerebro. Y así una y otra vez, que el hombre, ya sabéis, el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y hasta tres y más.

lunes, 4 de octubre de 2010

Ambos cocodrilos quieren comerse la goma de borrar, vigilados por el hipopótamo, que está al quite. Si por un momento se descuidasen, el hipopótamo se quedaría el santo y la limosna, es decir, la apetitosa goma de borrar, que nada más me prestan a mí, por un momento cada vez, cuando me equivoco al tratar de resolver el crucigrama de La Vanguardia. Cada noche, a eso de las doce, a punto de cambiar de día, hago un crucigrama, otros días dos y hay otros más que ninguno. Los día que ninguno, entrevero un damero maldito de aquellos que decían que había inventado Conchita Montes y los ponían en La Codorniz, cuando yo era estudiante de Derecho y vivía en el mismo barrio que Conchita Montes. Compraba La Codorniz, hacía el damero, admiraba a Conchita Montes en el teatro. Ahora, muerta Conchita, La Codorniz es un vago recuerdo. La prodigiosa inventiva de Tono y de Mihura fue de capital importancia para crear un sentido del humor diferente de todos los conocidos hasta su tiempo. Empezaron con la Ametralladora, siguieron con La Codorniz y luego se aburrieron y lo dejaron, pero lo dejaron inventado, implantado, como una de las pocas salidas posibles para la estúpida crueldad del siglo XX, consecuencia de llevar dos antes empecinados en aquella desmesurada seriedad de la ilustración continuadora de la revolución, barro hecho de sangre, sudor y tristeza.

Pongo sobre la mesa las figuritas y les cuento –me miran con los ojos muy abiertos, ya algo escépticas, pero dudando todavía- que en el anaquel está el reino de las hadas, hacia que suben dos, trepando por una cuerda al final de que las espera el flautista, mientras las demás se mueren de risa, y más abajo están el burro, la foca que juega con la pelota y el pingüino, esperando al león para emprender una peregrinación al país de lo inesperado, que está más allá de los siete ríos, un poco antes del de nunca jamás.

Es lunes y me entero de que el Barcelona, ay, ha perdido su fusil de disparar balones. Ahora se enreda en su laberinto, se recrea, tal vez no le importe ganar. Lo decía el barón de los olímpicos: “lo importante es participar” y hacerlo con grácil soltura … No sé si la gente, los forofos, los fans, podrán entenderlo. Al fin y al cabo, ¿a quién no le gusta ganar siempre?

domingo, 3 de octubre de 2010

Bajar la calle, subir. En misa mayor, son monaguillos dos niñas. ¿llegará a decirse “monaguillas” o “acólitas”? El idioma, o la costumbre, inventan cacofonías como “jueza” o “testiga”, que es posible que dejen de serlo si se generaliza su uso como han generalizado las mocitas núbiles llamarse “tías” entre sí. Repasar por la calle y repasarla de una ojeada. Ninguna calle, ningún río, tal vez nada, pasado cierto tiempo, es igual a sí mismo. Cuando más, se parece. Ni el cura está pendiente de sus ayudantes, ni éstas de él. Cada uno a lo suyo, que, en el caso de las niñas, es mirarse los pies, sonreír a una persona conocida y escondida entre el público. Cada vez menos público, por cierto en misa. Antes, hace relativamente poco, todo el mundo iba a misa y todo el mundo fumaba. Ahora, pocos van a misa y nadie fuma, o casi nadie, Sólo esas chicas que mueven las manos como lánguidos pájaros, como pensamientos desdeñosos y algún obstinado señor mediano o mayor, cada vez más avergonzado, que baja de su despecho al portal y te saludan ceñudos, que nada de bromas, eh, con esto del fumeque, que no sois vosotros más que pecadores arrepentidos. El celebrante, en misa, se concentra con admirable unción en su misterio, las niñas se distraen con un murciélago, salido de no se sabe dónde, que revuela y revolotea horrorizado por las alturas de las bóvedas. Todavía queda calor, que se empapa de la humedad de la vieja, enorme iglesia en cuyos ventanales se entremezclan cristales emplomados, cristales polícromos y latines.
Primera lluvia, perezosa, desganada, cae rala sobre la exigüidad del río, que pienso que se encoge como escalofriado por las cosquillas que le hacen las gotas. Andan las truchas tan sorprendidas que se abalanzan sobre cada punto de impacto de las gotas, pensando que es comida. Pasa la nutria más pequeña, sacando el hocico nada más y allá arriba protestan con sus gañidos las gaviotas, que son como anarquistas, protestan siempre, cualquiera que sea el tiempo que haga. Enciendo esta máquina, copio el crucigrama de La Vanguardia, para hacerlo esta tarde, a la hora de las confidencias y las nostalgias, esa hora mala, enferma, durante que cada hombre es más débil que durante las otras. Después vengo al blog. Ya estuve en el periódico digital, donde siguen preocupando muchos de los asuntos de ayer, tan trascendentales como si estará o no preñada la señora o señorita de marras, si será o no cierto lo del dopaje, otro punto de vista respecto de los dicharachos de ese mozo, incansable como una antología de citas de sí mismo.

El periódico dice que hoy hay elecciones en Madrid, primarias, para seleccionar candidato socialista. Este año, los partidos mayores se parten por gala en dos o en más en muchas zonas, comarcas, autonomías y pueblos. Los jóvenes inquietos de derecha y de izquierda por un lado, las mujeres por otro, cada vez más militantes o afines se sacuden la uniformidad y la consigna y presentan sus candidaturas. Esta nuestra española es tierra donde o se es rabiosamente individualista o se forma parte de esa sempiterna manía de partir el censo por la mitad y reñir apasionadamente con la otra. Yo me permito seguir creyendo que hay que guardar de lo viejo y de lo nuevo y echar mano de lo oportuno sin perder de vista lo recién inventado.

Sigue lloviendo. Todavía con la mansedumbre desconfiada del otoño recién nacido. Tal vez la música apropiada para esta mañana de domingo sean unas sonatas de Beethoven para piano solo.

sábado, 2 de octubre de 2010

Disfrutamos, es un decir, de una sociedad en que poco a poco todo se deconstruye y a cambio edificamos antesalas del desierto.

Me consuela hasta cierto punto haber vista hace poco un documental en que se descubría que hay vida en el desierto. Extrañas, pero todavía hermosas criaturas, han ido evolucionando hasta convertirse en habitantes de la más seca soledad conocida.

Entiendo que eso quiere decir que más allá de todas las dificultades llega la versatilidad humana. Sobrevivirá alguien. La historia seguirá adelante, mucho después de nuestras extravagantes disparates.

Es posible que lo peor sea esto que hemos inventado de que nuestra relación con los demás considere al otro objeto personalizado de usar y tirar y que vayamos, como los coches de choque de las ferias, amándonos en cada efímero contacto y abandonándonos, acto seguido, para topar con otro y seguir hasta que la máquina toca la sirena, se detiene y vuelta, al poco rato, a empezar. Podríamos llegar incluso a olvidar el lenguaje y dejarlo en dos gruñidos, que uno expresara: allá voy, y el otro: adiós, y todo lo demás, ruidos onomatopéyicos como los de esa música ultramoderna, expresados en la pintura con inesperadas mezclas, sin forma, de colores arbitrarios.

Lo peor, creo, no es el cambio climático, sino la urgencia. Hay que ir en seguida a ninguna parte. No tenemos tiempo que perder en el detalle, la caricia, los semitonos ni la vida real. Maduramos sin niñez y agonizamos sin madurez.
La cocina de la abuela,
piñas y carbón,
guiso cocinado a dulces,
planchas,
almidón
y ventana a la calleja.

María
o Leonor,
las viejas cocineras
de mandil y moño,
contaban a los niños cuentos
de un miedo
atroz.

La cocina de la abuela,
cobre para mermeladas,
sin cardenillo,
anís de guindas,
castañas
y manzanas en las baldas
de los armarios
de la ropa blanca.

Ahora, en otoño,
la cocina de la abuela,
a partir de las ocho en punto de la tarde,
se llenaba de ánimas
del purgatorio.

¡Niño, cuántas veces y cómo
te he de decir
que a partir de las ocho, no barras,
que por el suelo se arrastran
las ánimas!

La cocina de la abuela,
donde la vieja María
quemaba el arroz con leche
con una plancha.
Amagüestus, olor a humo,
le vendimia,
la matanza,
es el otoño encantador, pero también
el horrible carraspear,
toser,
desesperarse, de los viejos,
heridos, de súbito, por el frío, el primer catarro, la gripe.

Ocre, siena, morado del brezo,
que se esconde, como un lobato primerizo
entre los carbayos,
enganchado en las cádavas, que miran fijamente
con esas flores amarillointenso.

Ya no hay misa primera,
la del alba a que acudían,
bisbiseando ya,
las beatas
-mantilla y saya negra, gris
en la mirada turbia, de las cataratas-,
ya no hay
casi
misa,
cierran a cal y canto las iglesias de los pueblos
para que no roben
las cabezas rubias de los ángeles,
las monedas sueltas de los cepillos,
el silencio solitario,
que se pasea como un viejo sacristán irascible
por la girola,
el olor a al incienso
del microbotafumeiro inerte
del rincón
del altar mayor, en que guiña,
temblorosa,
insistente, como una llamada en morse,
la lamparilla
del sagrario.

Es, sin duda, el otoño.

viernes, 1 de octubre de 2010

Lo peor de una mentira, o de varias en serie, es repetirlas porque pueden llegar a encerrarte como en una jaula. Y lo mejor, desde luego, saltar de una a otra de tal modo que nadie sea capaz de seguirte y cada día te sea posible emprender una aventura diferente, aunque no hayas vivido jamás ninguna de las que se te ocurran.

La manera más segura y confortable de sobrevivir a una peligrosa aventura es que sea imaginaria, Puedo imaginarlas o aprovecharme de la imaginación de otro, que a su vez sobrevive gracias a la afición de muchos a correr aventuras entre las páginas de un libro.

Me parece muy probable que, falta de mentiras, de las que nos contamos o contamos a otro o ese otro nos cuenta, la humanidad no habría llegado hasta estas alturas de su historia. Lo que pasa, que no todo puede ser mentira. Nos perderíamos en lo más profundo de su bosque. Ha de haber un adecuado equilibrio y entre cierto número de sinceridades –lo de la verdad ya es más problemático- y la cantidad de mentiras que corresponda. Ni muchas ni pocas. No importa su credibilidad. Al fin y al cabo, nos movemos los humanos, cuando más, entre probabilidades, y sólo a fuerza de voluntad, establecemos certezas, en realidad, verdades provisionales, que la investigación incansable de las curiosidades individuales y su resultante colectiva, se van haciendo cada vez más probables.

Alguien dice mal de nosotros, o es verdad o en algo hemos ofendido a quien lo relata o lo miente. En cambio, si dice bien, lo más probable es que nos necesite o quera pedirnos lo que por alguna razón supone que podríamos alcanzarle. Sólo con unos pocos amigos nos podemos permitir la lúdica satisfacción de hablar por hablar, por ese delicioso placer que consiste en estar en compañía y jugar con las palabras y los silencios.
-¿Y si no se tiene amigos o no están cerca?
-Siempre se tiene la posibilidad de imaginarlos. Montar la escena. Completar el grupo con recuerdos de personas por alguna razón inolvidables. Alrededor se cierra un circulo como un bisbiseo, que hace el silencio cuando se está solo y se escucha. Ese silencio que está hecho de polvo de ceniza de palabras calladas y palabras perdidas.
-Te voy a contar –me dijo-
una historia.

-Espero que sea una hermosa historia.

-Todas lo son –me respondió riéndose- En todas
hay un hombre y una mujer, por lo menos,
que se quieren y desquieren,
se odian y se olvidan. Pero imagínate
que este hombre y esta mujer de mi historia,
tuviesen una segunda oportunidad de conocerse,
quererse y desquererse,
etcétera.

-Sabes que volvería todo a ser igual.

-Claro.

-¿Entonces?

-Porque volvería a ser, una y otra vez, una hermosa historia
y volvería a emocionarte, sonreirías,
tal vez llorases …

-¿Y?

-No acabarás de entender que en eso
puede también consistir
el privilegio de la vida
y fuera, alrededor,
la inmensidad del universo seguirá estando equilibrada
y nadie sabrá cómo ni por qué,
tal vez un juego,
un enigma,
o Alguien que cuenta, incansable,
una historia de amor.
Lo mejor de cualquier sistema democrático, por desfigurado que lo dejen sus inevitables parásitos de la demagogia y la carcoma de los totalitarios disfrazados que inevitablemente alberga, es que cada cual pueda libremente decir lo que piensa.

A partir de unos mínimos de participación cultural y de la asunción de sus funciones por los colegios legislativos del grupo social.

Defino para cuando lo cito al grupo social como asociación coherente de personas unidas por su relación espaciotemporal a través de un origen histórico y un destino común. La familia, la aldea, la villa, la ciudad, la comarca, la provincia, la región y la nación son grupos sociales de progresiva extensión, cuanto más reducidos, me parecen más cohesionados e identificables, cuanto más amplios, menos.

Una comunidad cultural existe cuando muchas personas comparten sus principios de actuación y sus creencia, convicciones y sus comportamientos habituales.

Cuanto más activa es la participación en la vida común, mayor es la integración en ella y el sentimiento de integración en el grupo.

Lo verdaderamente democrático no es pensar lo mismo e intentar imponerlo, ya sea por una pacífica vía de más o menos supuesto diálogo o por la fuerza de la coacción o de la violencia, sino escuchar a cualquier adversario, respetar su opinión, aunque no se comparta, e idear modos de aprovecharla, de integrarla o en último término de equilibrarla con las propias.

La mayoría no contiene ni defiende ni define las verdades que están por encima de las opiniones de la mayoría. Las estaciones se suceden más allá de las opiniones mayoritarias. Dios existe o no, por encima de las opiniones de la mayoría. Una ley es o no legítima por su respeto o su falta de él a los principios culturales del grupo social, pero no porque así lo creo o lo promulgue o lo publique la mayoría. Los principios culturales de un grupo social están por encima de las decisiones de la mayoría.

Nadie está preparado para vivir en un Estado de Derecho si no acepta como una de sus reglas fundamentales que la libertad no es nunca omnímoda sino que está delimitada por las libertades de los demás, y otra que nada debe imponerse o vetarse a los demás que no se esté dispuesto a imponerse o vetarse a sí mismo.

Una de las peores enfermedades de un estado democrático es la convicción generalizada de que todas las personas que forman parte de él son iguales y en todo y para todo deben ser tratadas de idéntico modo. Pero si bien es cierto que todas esas personas tienen en principio los mismos derechos y obligaciones y derecho, además a que en la medida de su capacidad de prestación de servicios, la comunidad les proporcione igualdad de oportunidades, a partir de ahí, sin embargo, todas las personas de una comunidad son diferentes y sus capacidades y circunstancias les proporcionarán oportunidades distintas, como consecuencia de lo cual, cuando deba aplicárseles la ley, en principio igual para todos, o se les deba someter a proceso judicial, como consecuencia de su comportamiento o de alguno de sus actos, su negligencia o sus omisiones, en principio asimismo previsto para todos, ley y proceso judicial habrán de tener en cuenta las circunstancias del caso concreto, y ésa es una de las fundamentales obligaciones del poder judicial.

Encabécese cada párrafo con la frase: “En mi opinión”, para que no constituya dicho párrafo, como en otro caso afirmación dogmática, una contradicción en sus propios términos.