domingo, 17 de octubre de 2010

Un friso de personas. Gente de verdad, y, sin embargo, un friso carnal, de personas alineadas, sentadas muy tiesas, en incómodas, bellísimas, sillas de respaldo recto, forradas de raso o de seda, no entiendo mucho, amarillo decadente de oro bajo. Sillas talladas con se adivina que amoroso cuidado en madera de caobo. Gente alrededor de un quinteto de personas vestidas de etiqueta, que interpretan, dos violines, un chelo, una viola y un piano de cola, a Beethoven. Suelo encerado, espejos, inútiles candelabros en las paredes, una gran lámpara de cristal, exuberante de bombillas, derrochadora de luz. La luz, multiplicada por los espejos, redoblada, se derrama por entre la música de Beethoven y se desliza por las mejillas de las más jóvenes de las mujeres presentes, un poco aburridas, distraídas, salvo cuando el violín restalla, como un latigazo, convocando el rumor saltarín de los agudos de piano. Hay quien cierra los ojos y se deja mecer apenas, casi imperceptiblemente, quien autohipnotizado, al parecer, mira fijamente los reflejos de la tapa brillante del piano. Los músicos se esfuerzan, empastan, comunican, embarcados todos en su magia colectiva. Sólo a veces hay uno que destaca, mientras los otros languidecen, suspirando notas apenas perceptibles, esperan su regreso y, juntos de nuevo, se advierte que comparten la urdimbre del sueño que están confeccionando. Casi se logran entrever no sé si figuras, reflejos, paisajes apenas esbozados, que la música compone con los entresijos y silencios del aire, sus recuerdos y partículas luminosas de polvo antiguo.

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