sábado, 23 de octubre de 2010

Cae la que cae, sobre la vieja España, estremecida y cuanto se ocurre a los árbitros de conducta que deberían ser los representantes, depositarios de la soberanía democrática, es debatir, entre el amor y el odio, entre el humor y la tristeza, si insultaron o no y sobre si deben o no ser insultados, los señores y las señoras ministros, tan varios y variados como son ahora, de aspecto, capacidad y condición.

Diga cada cual lo que le parezca y qué le parecemos, que al fin y al cabo “las palabras son aire y van al aire”. Por mucho que unos hieran y otros apliquen lo del ojo por ojo con ellas, las heridas de las palabras son mucho más fáciles de curar que las de la bala, la espada, la bomba, el cohete y el obús. Desahóguense en buena hora sus señorías ilustrísimas y sus excelencias mediante la caricatura y la crítica, pero, por favor, háganlo en horario que no sea de labor, que cada vez hay más gente atribulada a quien malamente podrá consolar este aguerrido combate, palabra, frase aguda en ristre, que se han puesto de moda en la política y en el fútbol, donde es en cierto modo reciente esto de que los entrenadores jueguen desde las ruedas de prenda a golear por desequilibrio al competidor que en cada caso y momento le parece más peligroso.

Mucho tajo hay para quienquiera que se sienta con fuerza y a quien le tiente el brío del enfrentamiento. Amin Maalouf ponía ayer en Oviedo, durante la entrega de los premios Príncipe de Asturias, que hay que inventar una nueva sociedad: la de la convivencia; que es urgente descubrir el modo de imbricar las culturas cada vez más entremezcladas en los barrios de la ciudad nueva de la tierra prometida, por donde ahora mismo vagan la desconfianza y el miedo mirándonos a los ojos.

Es fácil y puede ser un buen entretenimiento descubrir a lo que se parece una nube, lo que dibuja el perfil de una montaña o a qué animal, planta o vasija se parece cada uno de nuestros amigos, nuestros conocidos, nuestros indiferentes, nuestros contradictores, nuestros jefes, nuestros subordinados, nuestros iguales y toda la demás hermosa gente que viene con nosotros, y si acaso decirlo con desparpajo y humor, que mejor si se lo decimos a un igual o superior, ya que los subordinados o los amigos siempre tendrán más dificultades, por lo que nos temen o nos aprecian, para reaccionar o defenderse y a su vez pintarnos y definirnos como es probable que no nos guste nada y hasta nos ofenda, pero eso será siempre un juego de salón, una delicadeza hiriente, un chorro de mala leche.

Mal asunto que perdamos demasiado tiempo en los dimes y los diretes. Un jurista sabe a ciencia bien cierta que no hay escrito sin respuesta ni argumento sin réplica adecuada. Juristas y economistas, que, en la segunda línea de unos perspicaces filósofos, buena falta le hacen a esta sociedad incipiente, saben que, sin embargo, donde más porción de verdad hay es en la ejecución de una sentencia firme y en la sincera cuenta de resultados que cierra el ejercicio.

Lo demás es tratar de domiciliarse en Utopía, en la República de las Aves o en el Mundo Feliz de Huxley, es decir, sobre una nube, en que, por favor, pediremos, dejadme hacer un agujerito para ver mi lugar, donde nací y estuvieron mi niñez y el Paraíso.

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