Aquella voracidad de leer a trompicones, sin tregua ni trampa, cuanto llegara. Como escaseaba el dinero, había que aprovechar hasta lo que no gustase. No nos aconsejaron. Había que leer los clásicos pero uno no tiene tiempo, cuando es joven, para leer trabajosamente los clásicos, que, sin embargo, puntuaban más. Míralo –decían- nada menos que está leyendo a Calderón de la Barca. Y era cierto, a Calderón, mezclado con Tolstoi y las aventuras de Sherlock Holmes, Guillermo Brown –siempre Guillermo Brown, amigo y proscrito con Jumble y con todos los niños del mundo que pudiesen conseguir uno de los libros de Richmal Crompton, que todos creíamos que era un hombre, pero no-, y aprendías la canción del pirata y a la vez te enterabas de las aventuras del Caballero de Olmedo, que de noche lo habían matado, la gala de Medina, la flor de Olmedo y de que en un lugar llamado Fueteovejuna, el señor alcalde se las había tenido tiesas al rey, su señor, porque el honor era patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios.
Ahora, cuando me hago viejo a marchas forzadas, corriendo como una compañía, un tercio de la legión, tengo libros, pero no atrapan como aquéllos, salvo raras excepciones, y en cambio se me ha despertado la prisa por comprobar datos tomados a medias, deprisa y corriendo, sobre el arte, la historia, lo que pensó y dijo en realidad cada filósofo, y me tientan, por lo que tienen de humanas, las biografías, menos cuando se ve a la legua que el autor se miente a sí mismo y se cuenta, y a la vez nos cuenta, que era como evidentemente no fue, salvo que hubiera sido un fenómeno de feria.
Descubro el tiempo perdido, razón tenía Proust, merece la pena irse encontrando con lo que había abandonado al pasar con aquella prisa desbocada, saltando por ejemplo de genio en genio de la pintura y sin haberse detenido suficientemente en cada singular acierto personal de los otros pintores, que pintaban cuando aquéllos, pero aquéllos los oscurecieron con su insólita genialidad, y puede uno regresar, pararse ante ellos, despreciar lo inmenso y recrearse en la segunda fila, llena de belleza, trémula de sentimiento, embriagadora con los semitonos, los destellos repentinos, la delicadeza de un perfil, el escorzo inimitable.
Es como releer lo que habías devorado como un tragabolas e ir hallando los detalles que descubren por fin, nunca sabes si la humanidad del autor o la de algún personaje de los que se escapan al autor y adquieren personalidad propia hasta darme la posibilidad de contemplarlos vivos hasta parecer que se habla con ellos y de algún modo te miran, comprenden y responden a veces, con la tristeza o la alegría de los seres vivos.
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