Disfrutamos, es un decir, de una sociedad en que poco a poco todo se deconstruye y a cambio edificamos antesalas del desierto.
Me consuela hasta cierto punto haber vista hace poco un documental en que se descubría que hay vida en el desierto. Extrañas, pero todavía hermosas criaturas, han ido evolucionando hasta convertirse en habitantes de la más seca soledad conocida.
Entiendo que eso quiere decir que más allá de todas las dificultades llega la versatilidad humana. Sobrevivirá alguien. La historia seguirá adelante, mucho después de nuestras extravagantes disparates.
Es posible que lo peor sea esto que hemos inventado de que nuestra relación con los demás considere al otro objeto personalizado de usar y tirar y que vayamos, como los coches de choque de las ferias, amándonos en cada efímero contacto y abandonándonos, acto seguido, para topar con otro y seguir hasta que la máquina toca la sirena, se detiene y vuelta, al poco rato, a empezar. Podríamos llegar incluso a olvidar el lenguaje y dejarlo en dos gruñidos, que uno expresara: allá voy, y el otro: adiós, y todo lo demás, ruidos onomatopéyicos como los de esa música ultramoderna, expresados en la pintura con inesperadas mezclas, sin forma, de colores arbitrarios.
Lo peor, creo, no es el cambio climático, sino la urgencia. Hay que ir en seguida a ninguna parte. No tenemos tiempo que perder en el detalle, la caricia, los semitonos ni la vida real. Maduramos sin niñez y agonizamos sin madurez.
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