Supongo que me gustan los bichos grandes porque yo lo soy también: desde elefante, el que más, hasta el hipopótamo, pasando por el rinoceronte. Creo que en el agua los hay mayores, pero esos no cuentan, para mis preferencias, por mucho que me haya atraído siempre, como ya tengo dicho, la mar. La mar es otra cosa, otro mundo, tiene la profundidad de lo misterioso y da ese miedo, trufado de atracción, de lo desconocido.
Los bichos grandes serían estupendas mascotas, si pudieran domesticarse hasta la obediencia. Ni un perro, y mucho menos un gato, son, sin embargo, susceptibles de domesticación tal. Guardan siempre una reserva desconfiada, y hacen bien, que no hay nada menos fiable y más inestable que un ser humano, uno de los nuestros, capaz de irse con una sonrisa y volver airado y desafiante. Puede imaginarse, a pesar de todo, un paseo por la playa, acompañado de un hipopótamo, un rinoceronte y un elefante que nos obedecieran y no se peleasen entre ellos. Y el alboroto circulatorio de semejantes moles por entre los miserables cochecitos de colores, siempre aparcados donde no deben.
Le hablo a Laila del asunto mientras vemos una vez más una de esas películas que tiene la tele en conserva cuando no tiene otra cosa con que martirizarnos y prepara otra carga de telebasura pletórica de preñeces nuevas, amores y desamores, coscorrones sucesorios y achares múltiples. Ella tiene el singular acierto, la increíble delicadeza de ignorar la vida y milagros de nuestros héroes, se estira, me mira escéptica, cuando le digo eso de elefantes y demás bichos grandes, y curva la comisura de su boca, diría que sonríe. Luego se me acurruca en el regazo, y, vigilándome, lo adivino, finge quedarse plácidamente dormida.
El otro día, ladró un perro en la película de la tele y se despertó airada. Entabló un intercambio de ladridos con el chucho del otro lado de la pantalla, pero, como es lista, en seguida se dio cuenta del engaño, ladró por dos últimas veces con desprecio y volvió a lo suyo, de despedazar una botella de plástico vacía.
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