Amagüestus, olor a humo,
le vendimia,
la matanza,
es el otoño encantador, pero también
el horrible carraspear,
toser,
desesperarse, de los viejos,
heridos, de súbito, por el frío, el primer catarro, la gripe.
Ocre, siena, morado del brezo,
que se esconde, como un lobato primerizo
entre los carbayos,
enganchado en las cádavas, que miran fijamente
con esas flores amarillointenso.
Ya no hay misa primera,
la del alba a que acudían,
bisbiseando ya,
las beatas
-mantilla y saya negra, gris
en la mirada turbia, de las cataratas-,
ya no hay
casi
misa,
cierran a cal y canto las iglesias de los pueblos
para que no roben
las cabezas rubias de los ángeles,
las monedas sueltas de los cepillos,
el silencio solitario,
que se pasea como un viejo sacristán irascible
por la girola,
el olor a al incienso
del microbotafumeiro inerte
del rincón
del altar mayor, en que guiña,
temblorosa,
insistente, como una llamada en morse,
la lamparilla
del sagrario.
Es, sin duda, el otoño.
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