Hay días, que, al atardecer, se despierta, en verano, el lucero ése de la tarde. Sorprende, allá a media ladera de la cúpula azul pálido del cielo de verano. ¿Qué mira? Será como nosotros, cuando esperamos que ocurra algo, desde la antesala de la víspera de lo que sea, que despertamos una y otra vez, estamos inquietos, entrecortamos el silencio de la noche con una mirada asustada, que se pierde en la semipenumbra de la habitación y se va disolviendo en la recuperación del sueño. ¿Será una especie de inquietud por si durante su ausencia pudiésemos habernos ido? ¿Tendrá noticia, o habrá, como Buzzati a veces, haber imaginado una improbable catástrofe?
Ahora no. El otoño no se anda con chiquitas. Es un tipo, cuando se enfada, malencarado y vestido de harapos grises, entre desgarrados y polvorientos. Muy lejos de esas maneras de hidalgo tronado, ataviado de sienas, morados y ocres, que huele no se sabe si a fumador de pipa o a las ¡castañas asadas calientes! que pregonaba a la puerta del cine de cuando no había palomitas y había cines de barrio y pueblo, el castañero del bombo de asar.
Hacía cucuruchos de papel de periódico y te los llenaba, por una peseta, de castañas asadas calientes, que te llevabas a comer con la novia en un lateral de la fila once. Ponían Casablanca. Estreno. Sam acariciaba el piano, Ingrid Bergman el amor, Bogart la nostalgia. De pronto, tocaban La Marsellesa, el más hermoso himno del mundo y nos acordábamos de cómo contaba Stefan Zweig que se escribió en una noche.
Las castañas, a medida que te metías la película entre pecho y espalda, se iban quedando más frías, con la piel tiesa y crujiente
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