domingo, 31 de enero de 2010

Me pregunto, al llegar a lodos tan espesos como que personajes públicos, se supone que exquisitamente educados, motejan a otros de hijos de mala madre lo que ocurriría si en cualquier clase de competición, como lo es al fin y al cabo la que conduce al poder sociopolítico, los jugadores adversarios se comportasen de análogo modo y se insultaran de modo parecido in aurem judicis del árbtro de la contienda. Tan vez se esté echando de menos alguien con capacidad para enseñar tarjeta roja a quienes con sus malos modales, se autodescalifiquen para participar en el gobierno y por consiguiente en la educación, de los pueblos. Por más que algo de culpa habremos casi todos cuando un tan ilustre malhablado de exquisito verbo y deslumbrante sintaxis, cual fue Camilo José Cela, ya en alguna de sus novelas enumeraba las diez características esenciales del hijoputa; tengo un amigo que distinguía a quien lo era, hijoputa, sin culpa materna, a diferencia del que, como la preposición indica, por hijo de puta, debía a su madre algún borrón genético, y yo mismo, estoy hablando aquí del malhadado bastardo, de tan mala consideración social hasta hace poco y ahora mismo consecuencia puramente casual de la liberación, llamada por otros libertinaje, de las costumbres. Otro amigo tengo que cuando califica de simpático a un tercero, dándole una palmada en la espalda y sonriente, dice: “míralo, el hijoputa, la gracia que tiene”, con lo que lo otrora insulto se convierte en cariñosa adjetivación. Ya adelantaba algo el viejo chascarrillo cuyo protagonista decía que a él no le molestaba que le llamasen hijo de puta, que lo que en realidad lo hería profundamente era el retintín con que se lo llamaban. Pensándolo bien, es posible que me esté haciendo demasiado viejo y la cosa no tenga tanta importancia, sino que hasta revele el cariño, hasta ahora inusual, con que están aprendiendo a tratarse nuestros políticos más conspicuos.
Hacía tanto que no se encarnizaba el invierno con nosotros que ahora parece como si hubieran dado suelta a unas fuerzas desconocidas, que únicamente lo son por ya insólitas, después de tantos años de bonanza. El cambio, por añadidura, nos encuentra más viejos, a muchos, que, como compensación, podemos recordar tiempos parecidos e inviernos lo mismo de largos y taraceados de toses y virus diversos, a cual más voraz y dispuesto a dar al traste con días libres y fines de semana, que por cierto, entonces, empezaban a mediodía del sábado y acababan al amanecer del lunes.

Llueve. Media España está aterida y en la otra media el viento juega con la nieve a hacer torbellinos y con el hielo a fabricar carámbanos colgantes de los bordes de los tejados, como inestables estalactitas trasparentes, que gotean agua helada en los cogotes o se desprenden con estrépito evidente peligro para cualquier transeúnte despistado.

Me pregunto si será cierto eso del cambio climático y me encuentro con el habitual enfrentamiento de criterios, en este caso el del sí y el del no, ambos enfáticos y ambos despreciativos de su respectivo contrario. El acostumbrado maniqueísmo de buenos y malos, sin más probabilidad de huída que la de refugiarse, como procuraré, en la duda.

Puede que la duda no sea un lugar cómodo, por cuanto tiene de exigencia de seguir estudiando, pero libera por lo menos de esa inquietud que hay en el fondo de cuanto parece seguro e inconmovible a la luz de la frecuente mudanza que implica cada avance –y tal vez cada retroceso- de los estudiosos más o menos aptos o acertados.

sábado, 30 de enero de 2010

¿Tienes corazón,
seguro
que tienes corazón? ¿Te hiciste
un agujero, en el pecho,
para comprobarlo,
saber a ciencia cierta,
que tienes
corazón?

Hay gente
que no lo tiene y no sabe
qué es lo que le falta.
Nota, cuando más,
un extraño vacío,
algo así como hambre,
sólo que en su caso es insaciable,
porque es hambre de amor, que no se sacia
más que entregando,
como un protectorado, una colonia,
al ser amado,
el corazón.

Que, luego, hay quien se lo lleva,
enjaulado,
como un pájaro triste y descolorido
olvidado
de cantar.
Un equilibrio provisional, eso es lo que somos, de nuestras debilidades y fortalezas humanas, que, en cuanto una prevalece, se manifiesta nuestra condición preferente, eso que llaman el carácter de cada cual, que dura lo que dura el impulso o la debilidad de cada tránsito que a lo largo de la vida vamos haciendo.

Se nota durante los períodos de estudio, en que llegas o no se tambalean tus convicciones y durante cierto tiempo caminas errático y tambaleante, o cuando, como este invierno desapacible de fines del año dos mil nueve y principios del dos mil diez, te van doblegando las gripes sucesivas y cada una te deja hecho un guiñapo de ti mismo a la puerta del desánimo.

Aprovecho el rigor del invierno una cierta sequedad de espíritu para releer versos que había ido almacenando y olvidando. Unos me gustan, otros no, pero dudo si destruirlos o dejarlos en una subcarpeta para cuando otro día el mejor humor me proporcione mayor benevolencia.

Demasiados versos. Quien más escribe o más habla se pone en mayor riesgo de decir tonterías de las que el silencio es el mejor remedio preventivo. Calla –deberíamos advertirnos muchas veces- y no correrás el riesgo de acertar. Y si acertar es un riesgo, qué será errarla y encima buscarme, como los humanos solemos, disculpas, explicaciones y demás eximentes y atenuantes.

Estoy leyendo una novela policíaca, cómo no, de una autora sueca. Se han puesto de moda los autores suecos. Pienso que será por esa manera de contar que tienen, que recuerda los modos de la literatura juvenil, solo que trasladados a un mundo de mayores, que tanto defrauda al autor como los personajes, y es evidente que el autor supone que los lectores, atrapados por otras maneras y una narración que va directa al grano y donde los personajes se tratan siempre de tú, como cada traductor se apresura a explicar a pie de página en cada obra, la gente habla poco y como consecuencia, alternativa de la multiplicación de las posibilidades de error que ocasiona el hablar mucho, se le quedan las cosas y los conceptos sin decir y se le mezclan dentro y allí se pudren, provocando insoportables tensiones que el frío conserva heladas. Otro libro que leo cuenta un prodigioso viaje y lo que sufren los esforzados amantes de las aventuras que se atreven a intentar emular, con nuestros cuerpos debilitados por un civilizado progreso, los esfuerzos de los descubridores de mundos. Claro que a cambio, los descubridores se encontraron con fieras salvajes, algunas imaginarias, que todavía bostezan en los bestiarios de la época, y éstos de hoy con lo peor que se enfrentan, y no menos peligroso por cierto, es con los mosquitos implacables y las hambrientas sanguijuelas.

Viajo yo desde mi sillón, de vez en cuando, sobre todo a la hora de la siesta, marco la página y me quedo dormido. Esta tarde soñé que volvía al colegio mayor de mi juventud y me perdí por los pasillos, buscando mi habitación, que no encontraba, ni encontraba el libro de la asignatura de que tenía que examinarme al día siguiente. Me desperté sobresaltado. Mañana, por lo menos, no será el examen, de modo que puedo reanudar la lectura.

martes, 26 de enero de 2010

Aquí y ahora, lo importante es el camino. Hay, cierto, un origen y creo que un destino, pero parece evidente que lo que más importa, mientras se está en él, es el camino que se está haciendo. Cuando se yerra, como es, pienso, inevitable, durante el camino, el hecho mismo, a veces sin dolor, otras a fuego, nos marca y tatúa de modo indeleble. Ya, en el futuro, seremos lo que somos, pero con esa marca, cuyo perdón no es suficiente para borrarla del registro de antecedentes de la memoria. No podemos tenernos el mismo respeto que nos teníamos cuando supusimos que podríamos llegar a ser los mejores. En la trayectoria que define a quien llega al final de una etapa o del camino todo, está escrita, con copia en la memoria individual, la historia de cada fracaso personal. Yo no era aquél –nos decimos para tratar de consolarnos-, pero sí lo era. Priestley lo definió de modo magistral cuando más o menos dijo que nuestra vida es como un hilo sutil, que nos mantiene uno y el mismo desde el nacimiento en adelante, en el que se van enhebrando los hechos, pero ese hilo es la esencia, lo que permite, cuando cierro los ojos, ser el mismo niño, joven o adulto de cualquier entonces de mi vida.

Leo unos mazos de folios, proyecto de libros, proyectos de novelas en realidad, que me piden que valore y juzgue. No sé juzgar, no sé valorar. Sé que no me gustan. Me cuesta trabajo seguir hasta el final, pero juzgar. ¿Quién puede juzgar? ¿quién valorar? Cualquier frase banal de cualquier libro que se pase al lector, momentáneamente distraído, puede ser el mensaje que alguien estaba esperando para entender algo. Hay una edad hasta la que se puede, a veces haciendo un ímprobo esfuerzo, ser juez o actuar como si se fuera, pero a partir de esa edad, esa época, ese tiempo, cada juicio es una duda, cada hecho tiene una disculpa, cada acto, incluso disparatado, lo mitigan las circunstancias del caso. A veces, diría, las razones de la sinrazón o las sinrazones de la razón. Una tentación desmesurada, lo mismo que un desmesurado dolor, complicada con la ocasión y las circunstancias concurrentes, pueden determinar un complicado cataclismo personal.

Aquí y ahora, lo importante es el camino, esforzarse en dar cada paso como si fuera el más importante, como en realidad cada uno lo es, al ser un eslabón indispensable del conjunto.

lunes, 25 de enero de 2010

Ponen en duda, ahora, después de los años y más años transcurridos, que el chotis Madrid, atribuido desde siempre a Agustín Lara, esté escrito por él, que si no dijo nada en tantos años el posible verdadero autor, parece que no le haya importado mucho que se lo atribuyese otro a que incluso le han hecho un monumento menor en ese caos laberíntico que se va haciendo Madrid, el del chotis, a medida que crece y crece sin orden ni sosiego, mientras las ciudades de otras épocas se contraen, encogen y despueblan hasta enseñar el esqueleto, por debajo de sus viejas piedras que miran los turistas, la mayoría sin verlas, de puro cansancio. El turista apresurado, de temporada, es como el visitante de museo que lo recorre por cumplir, con el propósito de absorberlo, verlo todo en un recorrido- Ambos acaban mareados y cansados, ambos como si no hubiesen estado ni el museo ni el la ciudad. Conocí personas que cuando llegaban a París y disponían de cuarenta y ocho horas, de programaban para “verlo todo”, que al volver a casa tendrían que contar, y de hecho contaban con aire doctoral, que hay que ver cómo son y dejan de ser estos franceses, tan peculiares ellos, y los iban describiendo con pelos y señales. Madrid, volviendo al asunto, tiene toda una colección de chotis de más o menos afortunada factura, coincidentes todos en que pueden ser bailados, y deben serlo, según los clásicos, bien agarraditos macho y hembra, sin salirse de la superficie de un ladrillo, vamos, una baldosa, entendiendo por tal una de esas que miden treinta centímetros de largo por otros treinta de ancho. Para bailar el chotar, en los tiempos, ay, de mi juventud, lo corrector era ponerse pañuelo anudado al cuello y llevar gorra de cuadros, de visera, mientras ellas, chulapona, lucía bata de percal, pañuelo a la cabeza y un ramillete de violetas donde el escote se hace indiscreto, según viene, al bies, desde los hombros señalando, como una flecha audaz y algo pícara, el arranque del otrora secreto arcano femenil, que ahora, con tanta minimización de las zonas cubiertas, ha dejado de ser secreto y se ha convertido en territorio propagandístico. Dicen, por otra parte, que cada vez escasean más las baldosas y que los chotis apenas se tocan en los bailes. Madrid es otro Madrid, mucho más alto y más grueso, desmesurado. Les suele pasar a las ciudades, como a las estrellas, hasta que, de pronto, igual que ellas, estallan en mil pedazos o en polvo de estrellas, o se contraen y convierten en un torbellino oscuro, que engulle la luz y sabe Dios en qué la convierte y dónde, que seguro que la muerte es siempre puerta de otra vida.

domingo, 24 de enero de 2010

Estamos los tres solos:
el cocker, que me mira, incrédulo,
¿seguimos? –me pregunta con ese mirar dulce,
con que desarma-, yo
miro la lavandera,
aterida aún de frío,
que se pasea por la autovía,
moviendo la cola,
coqueta.
Los tres: el pajarillo,
el perro y yo. El todavía inútil
semáforo, nos guiña a los tres su ojo de Polifemo,
ora verde,
ora rojo. Llueve la lluvia menuda,
que flota en el aire, indecisa.
Permanece el día
como en el subconsciente del buen padre Dios,
que todavía duerme
y pienso que nos sueña a los tres
protagonistas del sencillo relato, en que,
descontados la brisa
y el proyecto de rayo de sol,
que nos busca con el tacto
de una caricia apenas
insinuada,
consiste esta mañana en agraz
El cielo, esta mañana,
enero, Luarca, Asturias,
dos mil diez, siglo, aunque parezca mentira, veintiuno,
el cielo se espesa
de gaviotas y graznidos.
Me pregunto si cuando hayamos abandonado la tierra
las últimas,
indefensas,
erráticas personas, hasta hace poco tan soberbias,
quedarán,
nos sucederán
las miríadas de gaviotas
que revolotean,
graznan,
nos miran con esa terrible, amenazadora
fijeza con que nos miran,
lo siento, esta mañana,
como si me estuviesen clavando en la tierra,
sujetando
a la tierra.

viernes, 22 de enero de 2010

Este año, al primavera va a retrasarse considerablemente. No florecieron aún, como solían, las mimosas de la ladera del monte. Y acumulan ya varios días de retraso. Lo que tal vez quiere decir que en cualquier momento volverán el frío y la nieve, con la hostil brusquedad de su desapacible presencia. Hasta cuando cubre de ese silencio blanco y solemne la amanecida, es la nieve desabrida para nuestra especie, que se encoge, asusta y acatarra, salvo por lo que a los niños se refiere. Los niños disfrutan, como debe ser, de la nieve, del día y de cuanto se les ponga por delante. La conclusión inmediata es que hay que mirar la nieve con ojos de niño, olvidarse de las muchas probabilidades que hay de que saliendo a disfrutarla nos rompamos algún hueso. A partir de ese momento, el invierno recupera la mayoría de sus posibilidades, que habíamos olvidado. Hurgar en el armario de las manzanas. Dar un sorbiato al licor de guindas. Rebuscar mermelada de ciruelas en la despensa. Asar o cocer con anises un puñado de castañas. Entrar en el último rincón del desván, en busca de los libros desechados o de lo álbumes de fotografías que desde la invención de las cámaras compactas y digitales ya no mira nadie, pero ahí estamos, con la estúpida sonrisa de siempre, como éramos cuando ya no recordamos cómo éramos y estábamos ensimismados en no somos capaces ya de recordar qué, pero debía ser bueno, cuando fuimos capaces de sonreír de aquella manera y se advierte que, aunque seamos incapaces de recordarlo, era un radiante día de sol.

miércoles, 20 de enero de 2010

Se tejen los sueños, en mi opinión, en parte consciente, en parte inconscientemente, con las agujas de la conciencia y del subconsciente. Los sueños –si es verdad que es el sueño imagen de la muerte- podrían permanecer, puesto que son intangibles, como cualquier evento espiritual, parte de nuestra supervivencia, ya que , si los soñamos, son parte de nosotros. Los siempre inalcanzables, imprevisibles sueños, que son nuestros, pero van y vienen al libre albedrío o tal vez movidos por el viento de la casualidad, pero una casualidad motivada, anclada a los que estamos siendo, en parte queriendo, en parte sin querer. ¿O se mueve el subconsciente, sólo con lentitud, con lo que sobra, cuando hacemos algo deliberado, con los que sobre de la fuerza de nuestro propósito? ¿o tal vez a fuerza de repetirnos en la convicción de los principios o en la consecuencia que suele ser nuestra conducta? Hay, en todo caso, una realidad incorpórea que de alguna manera nos atañe, al reflejarnos o al ser nuestro reflejo en un lugar fuera de nuestro alcance a que llegamos y del que salimos sin querer, a pesar de los esfuerzos que sin duda hace cada cual para huir de sus pesadillas o para permanecer en esos hermosos sueños en que flotamos a veces. Anonada la estancia entre lo que es y lo que no sabemos dónde ocurre y que todo forme parte del privilegio de vivir, que sin duda nos atañe tan de cerca, puesto que mediante él somos lo único y todo lo que somos, dondequiera que lo seamos, formando parte de cuanto existe.

martes, 19 de enero de 2010

Un jardín antiguo,
nada más
necesita un niño para recrear
todos los mundos posibles. Yo
disfruté de un jardín. No hizo falta
que fuese mío. Basta
cuando eres niño
que te dejen
recorrerlo con la minuciosidad infantil
que va descubriendo
los lugares ocultos donde seres
imposibles
guardan tesoros que sólo cabe adivinar,
las secretas madrigueras
de las bestias
que jamás existieron, el rincón
del miedo más inconfesable, ese
capaz de destruirnos, empujarnos afuera
de la niñez, que se pierde solo una vez y es para siempre,
y ya nunca,
nunca más
se puede volver
porque aquel jardín era nuestra reproducción del paraíso.
Cuando llegue la primavera, y el prado
de abajo
de casa
se llene de margaritas,
salga
la vieja osa de su osera, con el esbardo, y el fresno
tenga brotes en sus ramas,
te llevaré a darte un beso
de nuevo
junto a la fuente. Necesito
recordar que habrá muchas primaveras,
aunque hayamos muerto, que la muerte
no es más que otro invierno, otro sueño
de que he de despertar
con tu mano en mi mano, como entonces,
cuando éramos
todavía
apenas atisbos
de la esperanza de la luz del día
que ahora
se va apagando, y un lucero,
como aquel,
en silencio,
nos mira.
La gente llega a ser como es, dicen los antropólogos, los etnólogos y los etólogos, no porque inicialmente se diferencie en razas diversas, que las hay sin duda, sino porque, dentro de cada raza, la diversifican las condiciones de vida a que obliga una determinada cultura. Y, siempre con el miedo a la libertad a cuestas, tiende el hombre a parecerse a sus vecinos que considera triunfantes, envidioso muchas veces de lo que no es más que otro disfraz de la desgracia o de la infelicidad. Pasa el tiempo, mudan las condiciones de vida, el comportamiento cultural y aquellos que parecían sólidos grupos étnicos de características acusadas, se diluyen entre sus en realidad iguales. Así, dice este libro que profundiza en su comportamiento, ha ocurrido con los vaqueiros de alzada, pieza colectiva de las Asturias rurales de montaña. Lo rural siempre a remolque de lo urbano, para bien y para mal, en cuanto aquí tarda más, en el ámbito rural, en llegar la mudanza de costumbres que sobresalta, conmueve y desconcierta, pero también el progreso generalizado, la necesidad de aprender para sentirse “a la altura” de quien parece saber más y así disponer de mayores recursos para afrontar los problemas que arrastra el futuro hacia nosotros. Vivir, hay quien dice que no es más que prepararse, utilizando los recursos que el pasado proporciona, la experiencia en definitiva, con todo su bagaje, para afrontar los problemas del futuro. Incluso cuando el futuro parece enloquecer y estalla en un terremoto, una guerra o un tsunami y cuesta recobrar la convicción de que todo tiene sentido, en este caos en que cualquier previsión es válida, pero ninguna segura, y por eso es tan difícil aprender, hay quien no llega nunca, a usar, con casi todas las consecuencias, de la propia libertad, con lo que tiene de haz de facultades y núcleo de responsabilidades.

lunes, 18 de enero de 2010

Me asalta la curiosidad. ¿Cobrarán, dentro de algún tiempo –poco ya, en cualquier caso, por razones evidentes- por enseñarnos a los turistas con el mismo énfasis con que se enseñan ahora las catedrales, los castillos y los palacios y las quintas de indianos a los turistas?

Uno de los posibles futuros nacionales para por ser destino de las vacaciones europeas. Aquí se come bien, se actúa con desfachatez, se aprovecha el horario nocturno, permanecen costumbres que son como leyendas de otros lugares más o menos civilizados y no hay una economía susceptible de incrementar los motivos del cambio climático y sus molestias consiguientes.

Los ancianos, como las viejas piedras, mantenemos convicciones, principios y conductas para un turista observador posiblemente pintorescas. De ahí una posible utilidad, que podrá ser aprovechada por la administración local para evitar que se considere que estamos comiendo una sopa boba social. La cicerone de turno alzará su sombrilla identificativa, convocará a sus pupilosque nos rodearán, e irá señalando nuestras peculiaridades, de gente que ya se halla en vías de extinción.

La humanidad está cambiando, de hecho cambia cada día, por más que insistamos en tratar de repetir alguno que nos resulta más agradable. Priestley hablaba de “días radiantes”. Los hay, sin duda, dejan huella y cicatriz en el alma y el recuerdo. Los recuerdos probablemente no sean más que cicatrices del alma y la memoria es su colección, que repasamos. Duele eso de que la memoria, por lo general. Selecciones escenas, como un objetivo fotográfico, pero casi nunca secuencias, por mucho que cada instantánea esté cerca de otra. Y s como cuando vemos una vieja fotografía y la memoria nos ayuda a recordar aquel mismo y preciso momento, u otro acontecimiento del mismo día, pero nada más. El resto de aquella jornada se ha perdido para siempre y ya es aire, ceniza o ¿en qué se convierten los hechos cuando ya han ocurrido y se pierden en los recovecos del tiempo pasado?

domingo, 17 de enero de 2010

Es un paisaje de algún modo seleccionado, no sé si preferido o simplemente entendido. Hubo en él dos álamos negros, que otros llaman chopos lombardos, siempre emparejados, que son árboles macho o hembra y se necesitan para reproducirse, y a uno, en este caso, lo partió un rayo, y permanece la otra, siempre un poco más baja, la hembra, se advierte que solitaria, desde que le falta la voz del viento en su vecino. Un poco más allá hay un fresno. Y desde que supe su condición de totem nórdico, me fascina por sus poderosas, invisibles raíces, que dicen que se hunden en todos los mundos, y por ese trajinar de la ardilla, comunicando desde la tortuga hasta el águila los chismes del mundo, como hacen en los pueblecitos y los villorrios los y las correveidiles, que para eso están. Es un paisaje tranquilizador, cerrado por el collado del fondo, a que se trepa por sendero en zigzag, seguramente dibujado por la paciencia de un jumento. Un collado que a diferencia del arco del horizonte de la mar, no amedrenta, cuando imagino lo que podría haber más allá. Depende de los días, no sé si os habréis dado cuenta. Los hay, días, tan sobrecogedoramente tristes, casi siempre porque los miramos desde ese fondo de melancolía que tiene el cansancio, que da miedo un horizonte abierto y se prefieren los caminos entre arbustos o arboladas orillas, que permiten acercarse con la debida cautela a lo desconocido. Otros días, de plenitud personal, se buscan territorios amplios desde que echar a volar la cometa de la imprudencia, como si fuésemos el último eslabón evolutivo, que acabo de leer no sé ya dónde que es probable que no seamos los hombres, sino otro ser, derivado de nuestra incertidumbre, pero más elaborado en capacidades e inteligencias, el que llegue a la etapa final del sol decadente y otra estrella en un paisaje, un horizonte, desconocidos, es posible que incluso más allá del torbellino de un agujero negro. En cualquier caso, entre las manos solícitas de la esperanza de que lo que existe no será definitivamente destruido, sino progresado hacia su destino sin límites, donde todo se explica y sin duda será abrumadoramente sencillo y definitivamente claro.

sábado, 16 de enero de 2010

Se me disuelve el tiempo entre las manos,
cae
goteando, como la vieja clepsidra de la abuela,
que ya no cuenta
sino polvo de tiempo, en el desván,
ya no desgrana,
mi reloj,
sueños, sino el miedo a soñar
de los más niños
y los más viejos,
que ambos somos los que más tememos a la muerte,
solícita
compañera,
cuidadora
de los que todavía o ya son
definitivamente ingenuos,
frágiles,
incapaces de mentirse
sutiles razones de consuelo

viernes, 15 de enero de 2010

La astucia del comerciante, que ahora ya no es un individuo vestido con chambrón de color indefinido, sino pajarraco con corbata y camisa impecables, sentado ante su mesa de diseño y leyendo las sesudas opiniones de psicólogos famosos, entrenados en el arte inverosímil y desde luego con algo de pecaminoso de manipularnos el cerebro a los incautos humanos, tan impresionables, a través de los anaqueles, placas de microscopio para el macroscopio de la humana naturaleza, de los grandes almacenes, donde siempre hay algo que por cualquier razón inimaginable, que el psicólogo aisló con sus pinzas y reveló por precio al desconocido vendedor.

Ya no se sabe quién nos vende. Es probable que sea una sociedad compuesta por personas que ni siquiera saben a qué se dedica el dinero que tienen invertido a través de un pequeño banco de su pueblo, que a s vez mantiene tesorería en un negocio internacional cuyos tentáculos se extienden por el mundo.

Estamos construyendo un mundo de desconocidos por el que deambulamos como si no estuviésemos. Lo “sienten”, o tal vez presienten, los filósofos, que al hurgar en el conocimiento hacia dentro de su propia naturaleza, se preguntan si existimos o somos meros sueños, artificios del lenguaje. Hay quien llega a decir que si fuésemos capaces de despiezar cada palabra, podría haber una cuya destrucción acarrearía la del universo. Mejor entonces dejar las cosas como están, y comprar con docilidad esa tarrina que no necesitamos, la quisicosa inútil o ese producto rebajado cuyo coste nos va a encarecer la crisis sin la menos utilidad práctica, agobiados como ya íbamos por la cuesta de enero.

jueves, 14 de enero de 2010

Un paso antes, uno después, y cualquiera de ellos suficiente para entrar, salir de una posibilidad o rehusar la de alcanzarla ya nunca. Esta vida es así, y no puede cambiarse, sino estar atento para entrar o salir cada vez que se entreabre la puerta de la estancia tal vez vacía, pero es la que corresponde al momento y por lo tanto la mejor para cobijarse de la tormenta o participar en la prueba y ganar o perder, que eso en definitiva son caras de la misma moneda, ya que siempre que alguien gana, otro u otros han de perder y de lo contrario se perdería el equilibrio en que consiste la supervivencia, la nuestra o la de nuestro recuerdo, más o menos duradero. Hoy estuve en la ciudad, que permanece sumida en la niebla de la incertidumbre, Vivimos un invierno velado de nieblas, frío, amenazado por olas de diferentes peligros, descentrados por la crisis de lo que era habitual y por la climatología de los modos de vida que solíamos. Dicen que viene otro frente, una ola más de ventisca. Vuelos que se suspenden o se retrasan, el fantasma del terror en el fastidio con que sufrimos que se nos pase por los aros del cacheo y el examen electrónico de nuestras vergüenzas para acreditar que no pensamos destruir el avión ni hacer descarrilar el tren. Catarros, toses, estornudos, gripes de todas las letras del abecedario, que nos sumen en la hipocondría o puede que en el riesgo real de estarnos muriendo con la duda de si llegará o no o llegaremos nosotros a la primavera y serán o no padres osos Tola y Furaco, a quienes, no sé por qué, se estuvo durante todo el celo del pasado año animando para que se cruzaran y reprodujesen y que haya uno o varios esbardos este año aprendiendo a robar miel de los cortines vaqueiros y sirviendo de modelo con cada escorzo a los peluches de osezno que prefieren los más pequeños para dormir abrazados a su blandura. De un lado y otro de la máquina de viajar a través y a lo largo del tiempo, este cuidado de cada oso conocido de la cordillera y las aventuras de temerarios cazadores de osos que llegaron a estar a punto de exterminarlos. Osos, dijo Rubén Darío que misteriosos y que él, Rubén, les iba a decir la canción de su misteriosa evocación, osos encadenados de las ferias, bailando, polvorientos, con la tristeza cansada llorándoles en los ojos. Rebullen, los que quedan, hibernados, cuando revienta la mimosa y anuncia esa que algún conocido mío llamaría cursilería de los campos, de llenarse de margaritas. Y es que lo cursi, aunque algún erudito a la violeta finja ignorarlo, también tiene su estética y es poesía también.

miércoles, 13 de enero de 2010

Nos empeñamos en buscar una perspectiva, el punto de vista ideal: desde aquí, y señalamos un determinado solar, podríamos ver el mar, sus cambios, la línea del horizonte, los dibujos que trazan las barcas que van y vienen cada día, o: veremos la montaña, y, con unos buenos prismáticos, imaginarnos las trochas y los senderos, las vías de trepada, los secretos cobijos de las rapaces. Los indianos, cuando volvían de América y habían hecho fortuna, construían palacetes para dar cobijo a sus familias numerosas. Cada triunfador rebusca un lugar privado, selecto, aislado a poder ser, y defendido de la agresiva curiosidad del resto del mundo. Un refugio donde enamorarse de la felicidad y convivir con ella en exclusiva. Y siempre hay un momento en la vida en que se descubre, con singular perplejidad, que no es posible, que no hay modo ni de aislarse ni de ser definitivamente nada, ni siquiera de ser feliz de modo diferente de cada uno de esos destellos de felicidad que se corresponden con otros de profundo dolor o incalculable desaliento. El ser humano es poderoso y vulnerable, en la misma medida y al mismo tiempo. Un complejo amasijo de luz y de oscuridad, amalgamadas, simultáneas. Debemos tener al mismo tiempo al pájaro cautivo y la inconmensurable alegría de acabar de soltarlo y que vuele, como un grito, hacia lo más profundo del cielo. Y sin embargo resulta inevitable la concurrencia de la ilusión con el miedo, a la vez que ese aferrarse a cada cosa que tenemos anhelo de entregar a otra persona. Dudo entre si seremos contradictorios o paradójicos, o tal vez ambas cosas a la vez.

martes, 12 de enero de 2010

Descubro una vez más la dificultad que entraña escribir como se piensa, no en cuanto al fondo, sino en cuanto a la forma y el ritmo. Cuesta, cuando se escribe, mantenerlos. El fondo, más o menos, a trompicones a veces, de tartamudo, se logra mantener, pero se pierde expresividad cuando la forma y el ritmo, es decir el estilo, se desbaratan con las prisas o con el entusiasmo que produce haberse topado con la palabra justa, deslumbrante, que descolo las demás de la frase y al final el conjunto, que lo releo y me he comido los enlaces, las referencias, los verbos o los complementos. Es posible hasta que cuanto estaba claro se haya hecho ininteligible y parezca esotérico, cuando no es más que un retazo de poema intercalado como una exclamación, un anacoluto, en medio de un texto. Lo más aburrido imaginable es la corrección de las pruebas de algo escrito por uno mismo. Implica una revisión y casi siempre corrección, el cuento de nunca acabar, de lo escrito a vuela pluma. Es algo así como ordenar ensayos o poemas, que a mí me agobia al tener que modificar siempre alguna palabra insuficiente, o que contiene un concepto excesivo para el contexto. Si fuese pintor, creo que no acabaría nunca un cuadro, pincelada aquí o allá siempre que fuese a firmarlo, siempre inacabado. Una sinfonía no se acabaría nunca si el compositor, airado, no rasgara de pronto la melodía con una serie de enérgicos acordes mediante que la interrumpe trazando en el aire un signo cabalístico con su varita mágica.

lunes, 11 de enero de 2010

Año de nieves. Hacía mucho que no había tanta y tan repartida. Los más viejos del lugar, de cada lugar, cuentan y no acaban de cuando eran niños y había nevadas, como ésta, nevadas de las de “antes de le guerra”. “Antes de la guerra” todo era diferente y más abundante y tal vez mejor, si fuese cierto todo lo que cuentan, que “después de la guerra”. Toda una generación que la vivió, la dichosa, tremenda, inolvidable guerra, unos como niños, otros como enzarzados, otros como ancianos amedrentados, llevará para siempre, hasta que muera el último, como un estigma indeleble, algún recuerdo de la guerra. Bueno, pues este año han vuelto las nieves. Puede que como símbolo de que ya nos hemos hecho viejos los niños de la guerra y está a punto de producirse la trascendental circunstancia de que cualquier día de estos, morirá el último niño de la guerra y ya no habrá quien recuerde esa tremenda división, esa fractura que separa el antes y el después de la guerra. Tal vez ahora volverá a hacer el calor y volverá a llover como lo hacía “antes de la guerra”. La nieve ha vuelto en cantidades desmesuradas, y, tras ella, el hielo, los carámbanos que cuelgan de los tejados, las guerras incruentas de bolas de nieve, los muñecos de nieve. Los más viejos aprovechan la ocasión para quebrantarse los huesos e irritarse los bronquios y toser de modo incesante, con esas toses profundas, cavernosas, con que tosemos los viejos (el abuelito ya no está para mucho, dicen los nietos, meneando la cabeza, o la abuelita, o el tío tal o cual, todos ellos enfrascados en el difícil arte de toser e intentar arrancarse del pecho el invierno, que es como un gato montuno, empecinado). Antes te enterabas menos. Ahora la televisión te retrata la angustia de toda la multitud de hermosa gente a que la nieve, el agua y el viento han desalojado de sus casas y echado a la calle con lo puesto, y miran las ruinas, desolados. Razón tenía Mafalda cuando le ponía a la bola del mundo un pañuelo atado por encima, como los que las abuelinas de mi tiempo nos ponían para el dolor de muelas y las paperas, que alguien corrió la voz, cuando en el cole hubo epidemia de paperas, de que te podían dejar estéril y nos mirábamos unos a otros, aterrorizados y sin saber muy bien en qué podría consistir aquello de la esterilidad.

domingo, 10 de enero de 2010

Una fotografía hacia la mar abierta me resulta ahora, sin saber por qué ni desde cuándo, inquietante. Es como si necesitara conocer el lindero más alejado, el frontón donde rebotarían mis pensamientos, que, en otro caso, dispersos mar afuera, ¿a dónde podrían llegar? Un pensamiento, un acto de la imaginación, disperso y sin límites, en constante e imprevisible crecimiento, como dicen ahora los científicos, atónitos, que le ocurre al universo. Supongo que es otro síntoma de ancianidad. Cuando joven no te asusta lo que pueda ocurrir, es más, se suele pensar que lo que viene nuevo podrá servir para modelar la obra de arte de que nos sentimos capaces, el argumento que podría modificar la trayectoria humana. A medida que se envejece, en cambio, resulta cada vez menos imaginable que podamos utilizar el ingente caudal de futuro que cada día nos arrolla y manosearlo, acariciarlo, manipularlo para darle cualquiera de las formas, ética o estética, susceptible de trascendencia. Del lado de allá de cada esquina, y qué decir de la anchurosa amplitud del horizonte de la mar abierta, puede estar el inicio de la decadencia, la desmemoria, el desmoronamiento arenoso de la razonabilidad. Y sin embargo, nada más absurdo que morir antes de morir, cada día, desarropado, por el miedo, que enfría el corazón y es todo como si ya hubiese ocurrido antes de ocurrir, con lo que se reproducen en cada criatura humana, supongo, mitos como el de Sísifo, de donde cabe deducir que hemos cambiado demasiado poco, en lo esencial, los humanos, a pesar de haber cambiado tanto en lo circunstancial.

sábado, 9 de enero de 2010

Estoy, sin estar, vagando.
imaginación
arriba y abajo, desde el hondón del recuerdo
hasta el sueño. Soy
esta tarde
la peripecia lineal del arco
del puente.
Voy en busca del futuro
incorpóreo,
vengo
de la niebla,
tal vez de la nada. ¿Sabéis
-pregunto a los peregrinos,
que pasan,
a los árboles que están,
a los pájaros y al viento-
quién soy yo?
Eres –me dicen- nosotros.
Mientras puede limitarse, el horror no es más que literatura. Mueve, sin duda a sentir, pero como espectador. El mundo es un gran número de espectadores y el grupo pequeño que actúa ante los demás. Mientras permanezca el grupo pequeño en el escenario, el resto se emocionará, pero no se puede aprender, sino sólo eso, emocionarse, con la experiencia ajena. Desde el escenario, cuando nos toca, descubrimos la dimensión verdadera, unas veces mayor, menor otras, de cada sentimiento. Por ejemplo, una guerra. Vista, como solemos, en la pantalla del televisor, conmueven profundamente sus hechos y consecuencias, pero nadie sabe lo que es una guerra hasta que no la ha vivido, el miedo, el dolor, las necesidades, en carne y alma propias. Asusta cada día ver que hay tanta brasa de guerra desperdigada por cada rincón del mundo. Tanta gente afanada en perseguirse e intentar exterminar a los del otro bando. Porque cada una de esas pequeñas hogueras está conservando el fuego de la guerra, que, en cualquier momento, podría salirse de los límites previstos por cada contendiente, y devorar todo lo que constituye el ámbito de nuestro bienestar habitual. Una multitud hosca, enteca, lacerada, macilenta, armada hasta los dientes y recorriendo un camino, cualquier camino, que podría llegar hasta las puertas de nuestra propia casa lo mismo que ha llegado este año el invierno por el sur, donde dicen que nunca llueve y de repente fue como si una gran masa de agua lo arrollara todo y se llevase la costumbre, la rutina y la sequía habitual, todo en el mismo paquete, dejando a cambio barro, incredulidad, frío y más lluvia. Hace tanto ruido cada uno de esos conflictos que hierven diseminados por la tierra, que tal parece que son más los que participan en ellos que los pacíficos, banales, rutinarios espectadores, pero yo creo que no. Opino que la mayor parte de los seis mil millones de habitantes que más o menos contiene el mundo en que vivimos rechazaría de buena gana el sistema de confrontación en que se angustia la sociedad humana de comienzo de siglo y agradecería un sistema de vida equilibrado, sin acaparadores y necesitados en los extremos del columpio, que nos permitiese entrar en el neorenacimiento todos a una. Dicen que hasta Francisco Pizarro, al contemplar el océano que llamó Pacífico, tomo posesión de él para el rey su señor, como si pudiera amojonarse igual que en seguida los pioneros hicieron con el lejano oeste dejando atónitos a los indios. Este insaciable afán de tener que desemboca en el desencanto de haber logrado y sin embargo necesitar más. No es fácil de entender.
España, la tierra del Véspero, coincidiendo con la presidencia de una Europa que todavía no existe, compartida entre triunviros sin clara función ni atribuciones concretas, se ha vestido, investido de blanco nupcial. Ha venido la nieve, taraceada de aullidos de lobo, una nevada de las de “antes de la guerra”, que te hundes hasta la rodilla y el país se paraliza, con los niños en casa, o griposos del abecedario o disfrutando de los juguetes nuevos, de Reyes, por decreto ley del tiempo, que ha decidido cerrar las carreteras, prohibir el paso. Y deberían encenderse lumbres y chimeneas para todos, pero una parte importante de esos todos ni tiene lumbre ni chimenea ni llar, ni techo siquiera, ni cucharada de sopa caliente, y entonces la nieve deja de ser un bonito motivo de inspiración, se embarra, se hiela y nos hiela el corazón a todos. Una periodista no sé si naïf en realidad o fingida, le propuso al presidente español, justo cuando degustaba las mieles del traspaso de virtuales poderes de la Europa soñada, una pregunta de las que suelen hacer, en la ingenua crueldad de su sinceridad, los niños. El presidente se revolvió, sacudiendo la melena virtual y dijo que era insólito que se dudara de su capacidad taumatúrgica. Ni él ni nadie pueden hacer el milagro de que la crisis desparezca y su ulterior convalecencia dure menos de lo que ha de durar en este desmantelado país donde no quedan más que la capacidad y la esperanza sobre la tierra llana de una paramera económica. Sobre la respuesta airada, durante toda la noche, ha seguido cayendo la nieve, y sobre la nieve el frío, que la endurece y petrifica. Es tiempo de soñar, hibernados, desde lo más profundo y oscuro de la osera, con la luz que viene. Siempre hay una luz que viene, o hacia que vamos, inexorablemente esperanzados.

viernes, 8 de enero de 2010

En mi tierra, si quieres, la tierra a que de algún modo pertenezco … Acabo de escribir esta frase y lo hago dudando (digresión primera) respecto de si ésta es mi tierra, puesto que en ella nací, vivo y es probable que entierren mis cenizas, o si lo que pasa es que yo le pertenezco a la tierra. El hecho, volviendo al tema central de mi ocurrencia, es que en esta tierra nada es lo que parece o todo es lo que parece, pero de otra manera peculiar, que no coincide con las definiciones de diccionarios y manuales. Lo dijeron, en sus épocas respectivas, tan sesudos varones como Ortega y Unamuno, lo aseguró Azaña, habló de ello Franco y hay todo un menudeo abundante de escribidores, tal vez escribientes, menores, que, arrimando cada ascua a su respectiva sardina, aseguran y reiteran que las cosas son como son, y, así, son como no son. Me devano los sesos tratando de dar una salida al hecho de que cada concepto sea un desajuste de la palabra con el significado, porque, si además de ser como queda dicho, cada concepto diferente de su definición y delimitación habituales, y, encima, ocurre con frecuencia que se asegura con solemne publicidad oratoria, tan pronto algo como su contrario, en un futuro próximo, nos resultará muy difícil entendernos, a los desorientados componentes de este grupo. En el camino hacia ese futuro deberemos aprender a traducir un idioma a otro que con las mismas palabras trate de expresar conceptos distintos, incluso puede que contrapuestos. No me extraña que el instinto de conservación conduzca a los más jóvenes a los mensajes, SMS, que con fugas de vocales o de consonantes, dificultan la ambigüedad cada vez perseguida con mayor tenacidad por los profesionales de la permanencia. Cuando hayan reducido el idioma a sus monosílabos iniciales, será hermoso que lo contribuyan a resucitar reinventando poco a poco las florituras, los juegos de palabras, las figuras de dicción y la sintaxis de la expresividad que desmesuran las figuras retóricas de nombres esotéricos.

jueves, 7 de enero de 2010

Lo bueno de dejar atrás un período de fiestas es que se regresa a la habitualidad. Mar tranquila, la de la habitualidad. Como si el agua hubiera dejado, engañosa, de respirar o contuviese la respiración para confiarnos y que nos acerquemos a la orilla. Al agua, casi estoy seguro, le encanta que se la acaricie. Chapotea, en respuesta y huele a mar. Una horda de niños, bien pertrechados de juguetes nuevos, muchos ya destripados, descuajaringados o maltrechos, se arremolinan en el parque, delante del edificio del ayuntamiento, que los contempla indiferente. No hay indiferencia más completa que la del edificio del ayuntamiento, piel de sucesivos idearios alternos y hasta contradictorios, se limita a albergar las arcas municipales en que cocinan sucesivos cocineros de las más variopintas tendencias político sociales y político económicas sucesivas, mezclando el sudor vecinal con tasas, impuestos, alcabalas, tarifas y demás gravámenes, para mantener dentro de ciertos límites la supervivencia del hervoroso común donde, todos contra todos, cada cual intenta llevarse la mejor tajada posible. Divierte echar cuentas de cómo hay unos hombres que se desviven, trasnochan, imaginan, inventan modos y maneras de hacer más habitable su convivencia y en seguida los más avispados de la tribu descubren otros modos y otras maneras de aprovechar e organigrama para restablecer la jerarquía de los más poderosos como excluyentes de posibles confrontaciones. Hoy, sin embargo, todo eso cede ante la contemplación de tanto niño como corretea casi feliz por entre unos juguetes que ominosamente llevan tatuada la advertencia de que están “made in Taiwan”, o “in China”, o … ¿Para qué seguir? Es evidente que el futuro resulta cada vez más imprevisible, perdidos como andamos los europeos en una espesura triste de palabras vacías.

miércoles, 6 de enero de 2010

El ruido del viento, que suena hoy como si un gigante arrastrase los pies sobre grandes hojas secas de algún árbol exótico -¿os habíais dado cuenta de que la palabra árbol, como la palabra arrebol, tienen algo de mágico, es como si formasen parte del vocabulario élfico, y que es posible que fuera por eso por lo que los druidas oficiaban bajo ellos y sus misteriosas oraciones son hoy esos copos de muérdago que están posados en las ramas, como sueños de pájaros dormidos?-, el rumor del agua que pasa, y, al doblar bajo el puente, se roza contra las piedras del fondo, ese crepitar de lluvia. Un cúmulo de ruidos que se concita para difuminar el piafar cansado de las cabalgaduras de los Reyes Magos. Ya les falta menos para volver a casa. Debe estar en lo íntimo del meollo de la naturaleza esencial del humano, la razón de la nostalgia que me va invadiendo, nada más salir de viaje, la llamada del hogar. Serán, digo yo, los diosecillos antepasados, los “lares”, quienes nos convocan y advierten de que jamás vayamos demasiado lejos o por demasiado tiempo. Durante la mañana de Reyes, nos escrutan las miradas de los más pequeños de casa, abrazados cada cual a lo que parece que la ha gustado más, su muñeca enjoyada, la primera cámara. Tenía yo cinco años cuando el abuelo me regaló mi primera cámara –durante muchos años la única que tuve- y conservo copia de mi primera fotografía. Niños y mayores, disfrutan de la sorpresa generalizada de la alborada de Reyes. Ya lo he dicho: la mañana de Reyes no es una mañana, una hora del alba, normal sino que viene con ruidos acompañantes y así una diana floreada, tocada con trompetas y tambores, pero, además, con atabales y clarines, gaitas y flautas traveseras y dulces. Me han puesto, entre otras cosas, un minúsculo reloj de arena, en el extremo de un marcapáginas. Dura quince segundos. Para los más ancianos, como siempre paradójico, el tiempo parece a ratos largo, cuando nos quedamos indecisos, algunos hasta olvidados del próximo paso o el gesto que viene, pero es ya un bien escaso, por lo cortos que andamos de sus existencias. El buen comercio –decía su padre a un viejo compañero, hijo de comerciante-, se hace en el almacén. Hay que tener –le decía- un almacén muy grande o muchos pequeños, repletos de existencias, cuando se tiene abundante género a buen recaudo, se compensan los tiempos buenos y los malos y se estabiliza. Mi almacén de tiempo está lleno, pero de telarañas –las arañas, que son los recuerdos, acechan desde los rincones oscuros y cundo las moscas de la ilusión entran revoloteando, se relamen con deleitosa calma paciente.

martes, 5 de enero de 2010

Noche de Reyes. De soldaditos de plomo, soldados de madera y de hojalata, un jazz band, que, nada más dejarlo los Reyes ya andaba el padre de uno buscando una excusa para guardarlo bajo el mismo número de llaves que el sepulcro del Cid, por el aquel del ruido desmesurado y entusiasta que sus majestades no habían tenido en cuenta, ensordecidos como vienen, de bramidos de camello y gritos de arrieros y espoliques, leguas y leguas, desde el lejano Oriente de las fantasías y los misteriosos saberes. Noche gloriosa, en que los Reyes lo mismo podían dejarnos un cesto de peligrosas herramientas, inmediatamente confiscadas en vista de los quebrantos del mobiliario, herido por los martillazos, horadado por las barrenas, mordido por unas implacables tenazas, como un triciclo disfrazado de avión amarillo, cuando apenas había aviones en el cielo y todavía no se habían inventado ni el terrorismo ni la piratería aérea. El avión, recuerdo, como yo era muy largo de pierna, me hacía daños con un ala en la rodilla al girar, y tenía una bocina de coche pequeño, de cuando casi no había más coches que los de algún ricacho que otro, que los llevaban a misa de doce, para que la gente supiera quién era cada cual, y los dejaban en la puerta, de guardia un chauffeur –todavía no chófer-, de gorra de plato y polainas, presumido, y las mocitas núbiles , al pasar bien agarradas a sus mantillas de blonda, sus rosarios de plata y sus misales del padre Lefevre, admiraban de reojo a aquellos superhombres del siglo tal vez próximo, a pesar de que sabían que no eran partido que mereciese otra atención que la puramente admirativa. Esta noche nochera que viene, será la noche de Reyes. Y habrá niños mayores, con la mosca detrás de la oreja, deseando dormirse para no salir de dudas hasta el año que viene, que Dios dirá, pero éste, todavía es cierto lo que dicen papá y mamá, todavía no padre y madre, todavía no enemigos de esa primera enemistad provisional y desde luego transitoria, que hay entre el adolescente en flor y el aprendiz de padre o de madre al borde de la desesperación que produce no poder darle a cada hijo todo lo bueno y apartarlo de todo lo malo, porque cada hijo ya se está desgajando del tronco, constituyéndose en árbol distinto, vulnerable por otros vientos que ya no son los nuestros. Y niños para que esta noche es la primera, tras de haber comido la fruta amarga del conocimiento y ya nada volverá a ser como fue cuando, clopetí clop, oíste pasar golpeando las piedras y el asfalto, las herraduras de sus caballos y de sus camellos, y hasta puede que las de algún elefante, éste sin herraduras, y estuviste, estuve a punto de verlos, que yo creo que acababan de doblar la esquina y aún permaneció por un momento el rastro fugaz de la capa de luz del último de ellos, como una ráfaga nada más entrevista.

lunes, 4 de enero de 2010

Apacible, soñoliento, soleado, el invierno se deja querer por la sugestiva palidez de las ramas de las mimosas, a punto de florecer el primer aviso de la primavera que viene. Tiene algo de Lolita adolescente, la primavera, que la hace deseable el rigor del invierno, tan desapacible casi siempre, delimitado por las diferentes clases y categorías de tosas, estornudos, escalofríos y vulnerabilidad humana. Uno, de algún modo Gulliver, se siente impotente cuando los virus de catarros, gripes y su cohorte de complicaciones y residuos lo reducen a un gigante atado de noche por los lilliputienses. Queda, sin embargo, como consuelo previo al brote de las mimosas, la noche de Reyes, con el oro, el incienso y la mirra trasmutados en juguetería- Ahora, por cierto, la tradicional se ha complicado con la electrónica y difícil será que alguno o que todos los pequeños de cada casa dejen de encargar a los sorprendidos magos por supuesto orientales –al perecer ya hace más de dos mil años, la juguetería y la electrónica venían made in China o Taiwan, como ahora mismo-, consolas o discos duros, PCs o cámaras compactas o videojuegos de rompe y rasga, quebranta y destruye, que algo queda. Tal vez el personaje nuevo del neorenacimiento que se gesta en el meollo de esta crisis, sea producto del nuevo parto de los montes en que consiste el conjunto de guerras crudelísimas, por más que virtuales, que la mañana del cinco de enero, ya ahí mismo, empezarán a librarse sin cuartel. Los abuelitos, desconcertados, enfrascados en los recuerdos de las batallitas que no se nos permite contar, nos limitamos a poner en el teléfono ese electrónico que a dura s penas estamos aprendiendo a soportar, un modelo moderno del antiguo juego de los barcos: a-7, ¡agua!, c-6, ¡¡tocado!!, en el que poco a poco voy ascendiendo y ya soy capitán de fragata de una armada inexistente, de un país desarticulado, en una mar plomiza de desencantos a que ni siquiera pone inquietud el hervor de la espuma.

domingo, 3 de enero de 2010

No me siento gran cosa, arrebatado por el furioso catarro bronquial que suele atravesarme cada año en una de sus dos épocas, de entre el otoño y el invierno o entre invierno y primavera, cuando el clima enloquece desconcertado y tampoco sabe lo que le pasa Me percato entonces de la poca cosa que somos y la risa que da ese sacar el pecho inflado y presumir de cuando el tiempo es bueno y nos parece que si nos diesen el famoso punto de apoyo que para lograrlo pedía Arquímedes, también nosotros podríamos mover el mundo. Es probable que ahora, como entonces, no convenga poner fulcro tal al alcance de nadie, que hasta el más sensato de los hombres puede en indeterminadas circunstancias chiflar y, si pudiese, hasta podría caber que se le ocurriera sacar “sólo un poquitín, sólo por probar, al cansado planeta de su órbita o de su eje y vete a ver lo que podría ocurrir. Algo como lo que pronosticaba la abuelina que pasaría si desarmásemos el reloj del comedor, para ver como funcionaba, que un día lo había intentado en su casa un conocido suyo y nunca más supo ninguno de los miembros de su familia la hora en que realmente vivían, y contaba la conseja popular que se acabaron por olvidar de comer y dormir y como al viejo hidalgo cervantino, vino en secárseles el cerebro. Ese amasijo de tan mal ver que llevamos en el estuche de la cabeza y de tal nos trae, incluso a los más eruditos, que algunos persisten en serlo de la violeta y se desviven y olvidan de vivir, ocupados, preocupados y hasta obsesionados por si no serán ellos, cuando se miran en el espejo mágico de su ego y le preguntan, los más inteligentes por lo menos del lugar donde pasean, se pavonean, disimulan y se van requemando para íntima y jamás reconocida satisfacción de sus semejantes, unos porque se saben más listos y otros porque se saben más tontos que ellos. Yo mismo, que soy de este segundo grupo, me consuelo, contemplándolos y viendo cómo sufren, del sufrimiento que yo padezco por ser menos avispado, listo, sagaz, y, ¿por qué no decirlo?, probablemente menos sabio y menos inteligente. Una vez dicho, lo dicho es una auténtica vergüenza. Para ser más tonto que otro, debe procurarse por lo menos la dignidad de conformarse cuando uno ve que lo que tiene, por poco, confuso, dubitativo y escéptico que sea, es tan realmente maravilloso, un real, verdadero, auténtico milagro

sábado, 2 de enero de 2010

Castillos en el aire, que los ingleses, siempre asimismo differents, llaman castillos en España, donde la tierra, según el señor presidente del gobierno de la nación, que no sé si es correcto no seguir o no llamando así, pertenece al viento. Los señores presidentes de los distintos órganos de gobierno de este país recaen con frecuencia en pintorescas proclamaciones que nos atañen, y, sin embargo, ni solemos entender ni compartimos como criterios definitorios. Recuerdo aquel otro, primero admirado, denostado luego, ahora idealizado, que dicen que dijo que España había dejado de ser católica. Ahora, que, como criterio estadístico, es más cierto, no lo dice nadie, pero mandan quitar los crucifijos que era costumbre colgar de las paredes de despachos y escuelas y que lo cierto creo que es que nadie se daba cuenta de que seguían allí, desde luego injustamente olvidados. Y como al hilo de la globalidad le quitaron a Santiago uno de sus títulos, el de Matamoros, al saberlo apeado de su caballo blanco, a un señor de ultramar se la ha ocurrido que ya que no acertamos a ponerle nombre y textura los españoles a España, por qué no reintegrarle, con todas las tremendas consecuencias, el de Al Andalus –salvo, por cierto, bendito sea el buen padre Dios, una franja del norte, por donde los astures, es decir, nosotros, aguerridos, brutos y hostiles-. Es lo que pasa cuando empiezas a jugar con las cosas y los conceptos y dejas de llamar, o lo que es peor, dejas de considerar que a las cosas, las personas, las naciones, las sociedades y los conceptos, hay que llamarles por sus respectivos nombres. Esta misma tierra, supuestamente del viento, ya fue del Véspero, tal vez empecinada siempre en no reconocerse. Y hubo un moro audaz que verificó una razzia hasta Santiago y se llevó al sur las campanas de la catedral, a hombros de esclavos prisioneros. Conviene no olvidar que otros esclavos prisioneros las reintegraron más tarde al norte, a su lugar de origen. Suele ocurrir que todo tenga su antítesis complementaria y equilibrante. La monotonía no es durable, porque una sola cuerda, tocada en una sola nota, no hace melodía y se convierte en el ominoso zumbido con que el moscardón se dirige ciego a un fatal destino. La vida es un cendón. Está hecha de retales de otras vidas. Entra un año al que advierto dubitativo, indeciso. Lo vi pasar –cierto que no sé si era un sueño- encogido y envuelto en su toga, mirando de través y pegado al lienzo de muralla que la memoria aporta, de Lugo o de Avila …, no, más modesta, ¿de Pedraza? ¿de Urueña?-, se ve en seguida que trae bajo los pliegues de su vestimenta novedades que a él mismo le produce desasosiego pensar en sacar de su escondite. Llueve sin ilusión.