martes, 12 de enero de 2010

Descubro una vez más la dificultad que entraña escribir como se piensa, no en cuanto al fondo, sino en cuanto a la forma y el ritmo. Cuesta, cuando se escribe, mantenerlos. El fondo, más o menos, a trompicones a veces, de tartamudo, se logra mantener, pero se pierde expresividad cuando la forma y el ritmo, es decir el estilo, se desbaratan con las prisas o con el entusiasmo que produce haberse topado con la palabra justa, deslumbrante, que descolo las demás de la frase y al final el conjunto, que lo releo y me he comido los enlaces, las referencias, los verbos o los complementos. Es posible hasta que cuanto estaba claro se haya hecho ininteligible y parezca esotérico, cuando no es más que un retazo de poema intercalado como una exclamación, un anacoluto, en medio de un texto. Lo más aburrido imaginable es la corrección de las pruebas de algo escrito por uno mismo. Implica una revisión y casi siempre corrección, el cuento de nunca acabar, de lo escrito a vuela pluma. Es algo así como ordenar ensayos o poemas, que a mí me agobia al tener que modificar siempre alguna palabra insuficiente, o que contiene un concepto excesivo para el contexto. Si fuese pintor, creo que no acabaría nunca un cuadro, pincelada aquí o allá siempre que fuese a firmarlo, siempre inacabado. Una sinfonía no se acabaría nunca si el compositor, airado, no rasgara de pronto la melodía con una serie de enérgicos acordes mediante que la interrumpe trazando en el aire un signo cabalístico con su varita mágica.

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