sábado, 9 de enero de 2010

Mientras puede limitarse, el horror no es más que literatura. Mueve, sin duda a sentir, pero como espectador. El mundo es un gran número de espectadores y el grupo pequeño que actúa ante los demás. Mientras permanezca el grupo pequeño en el escenario, el resto se emocionará, pero no se puede aprender, sino sólo eso, emocionarse, con la experiencia ajena. Desde el escenario, cuando nos toca, descubrimos la dimensión verdadera, unas veces mayor, menor otras, de cada sentimiento. Por ejemplo, una guerra. Vista, como solemos, en la pantalla del televisor, conmueven profundamente sus hechos y consecuencias, pero nadie sabe lo que es una guerra hasta que no la ha vivido, el miedo, el dolor, las necesidades, en carne y alma propias. Asusta cada día ver que hay tanta brasa de guerra desperdigada por cada rincón del mundo. Tanta gente afanada en perseguirse e intentar exterminar a los del otro bando. Porque cada una de esas pequeñas hogueras está conservando el fuego de la guerra, que, en cualquier momento, podría salirse de los límites previstos por cada contendiente, y devorar todo lo que constituye el ámbito de nuestro bienestar habitual. Una multitud hosca, enteca, lacerada, macilenta, armada hasta los dientes y recorriendo un camino, cualquier camino, que podría llegar hasta las puertas de nuestra propia casa lo mismo que ha llegado este año el invierno por el sur, donde dicen que nunca llueve y de repente fue como si una gran masa de agua lo arrollara todo y se llevase la costumbre, la rutina y la sequía habitual, todo en el mismo paquete, dejando a cambio barro, incredulidad, frío y más lluvia. Hace tanto ruido cada uno de esos conflictos que hierven diseminados por la tierra, que tal parece que son más los que participan en ellos que los pacíficos, banales, rutinarios espectadores, pero yo creo que no. Opino que la mayor parte de los seis mil millones de habitantes que más o menos contiene el mundo en que vivimos rechazaría de buena gana el sistema de confrontación en que se angustia la sociedad humana de comienzo de siglo y agradecería un sistema de vida equilibrado, sin acaparadores y necesitados en los extremos del columpio, que nos permitiese entrar en el neorenacimiento todos a una. Dicen que hasta Francisco Pizarro, al contemplar el océano que llamó Pacífico, tomo posesión de él para el rey su señor, como si pudiera amojonarse igual que en seguida los pioneros hicieron con el lejano oeste dejando atónitos a los indios. Este insaciable afán de tener que desemboca en el desencanto de haber logrado y sin embargo necesitar más. No es fácil de entender.

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