domingo, 31 de enero de 2010

Me pregunto, al llegar a lodos tan espesos como que personajes públicos, se supone que exquisitamente educados, motejan a otros de hijos de mala madre lo que ocurriría si en cualquier clase de competición, como lo es al fin y al cabo la que conduce al poder sociopolítico, los jugadores adversarios se comportasen de análogo modo y se insultaran de modo parecido in aurem judicis del árbtro de la contienda. Tan vez se esté echando de menos alguien con capacidad para enseñar tarjeta roja a quienes con sus malos modales, se autodescalifiquen para participar en el gobierno y por consiguiente en la educación, de los pueblos. Por más que algo de culpa habremos casi todos cuando un tan ilustre malhablado de exquisito verbo y deslumbrante sintaxis, cual fue Camilo José Cela, ya en alguna de sus novelas enumeraba las diez características esenciales del hijoputa; tengo un amigo que distinguía a quien lo era, hijoputa, sin culpa materna, a diferencia del que, como la preposición indica, por hijo de puta, debía a su madre algún borrón genético, y yo mismo, estoy hablando aquí del malhadado bastardo, de tan mala consideración social hasta hace poco y ahora mismo consecuencia puramente casual de la liberación, llamada por otros libertinaje, de las costumbres. Otro amigo tengo que cuando califica de simpático a un tercero, dándole una palmada en la espalda y sonriente, dice: “míralo, el hijoputa, la gracia que tiene”, con lo que lo otrora insulto se convierte en cariñosa adjetivación. Ya adelantaba algo el viejo chascarrillo cuyo protagonista decía que a él no le molestaba que le llamasen hijo de puta, que lo que en realidad lo hería profundamente era el retintín con que se lo llamaban. Pensándolo bien, es posible que me esté haciendo demasiado viejo y la cosa no tenga tanta importancia, sino que hasta revele el cariño, hasta ahora inusual, con que están aprendiendo a tratarse nuestros políticos más conspicuos.

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