lunes, 4 de enero de 2010

Apacible, soñoliento, soleado, el invierno se deja querer por la sugestiva palidez de las ramas de las mimosas, a punto de florecer el primer aviso de la primavera que viene. Tiene algo de Lolita adolescente, la primavera, que la hace deseable el rigor del invierno, tan desapacible casi siempre, delimitado por las diferentes clases y categorías de tosas, estornudos, escalofríos y vulnerabilidad humana. Uno, de algún modo Gulliver, se siente impotente cuando los virus de catarros, gripes y su cohorte de complicaciones y residuos lo reducen a un gigante atado de noche por los lilliputienses. Queda, sin embargo, como consuelo previo al brote de las mimosas, la noche de Reyes, con el oro, el incienso y la mirra trasmutados en juguetería- Ahora, por cierto, la tradicional se ha complicado con la electrónica y difícil será que alguno o que todos los pequeños de cada casa dejen de encargar a los sorprendidos magos por supuesto orientales –al perecer ya hace más de dos mil años, la juguetería y la electrónica venían made in China o Taiwan, como ahora mismo-, consolas o discos duros, PCs o cámaras compactas o videojuegos de rompe y rasga, quebranta y destruye, que algo queda. Tal vez el personaje nuevo del neorenacimiento que se gesta en el meollo de esta crisis, sea producto del nuevo parto de los montes en que consiste el conjunto de guerras crudelísimas, por más que virtuales, que la mañana del cinco de enero, ya ahí mismo, empezarán a librarse sin cuartel. Los abuelitos, desconcertados, enfrascados en los recuerdos de las batallitas que no se nos permite contar, nos limitamos a poner en el teléfono ese electrónico que a dura s penas estamos aprendiendo a soportar, un modelo moderno del antiguo juego de los barcos: a-7, ¡agua!, c-6, ¡¡tocado!!, en el que poco a poco voy ascendiendo y ya soy capitán de fragata de una armada inexistente, de un país desarticulado, en una mar plomiza de desencantos a que ni siquiera pone inquietud el hervor de la espuma.

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