jueves, 7 de enero de 2010

Lo bueno de dejar atrás un período de fiestas es que se regresa a la habitualidad. Mar tranquila, la de la habitualidad. Como si el agua hubiera dejado, engañosa, de respirar o contuviese la respiración para confiarnos y que nos acerquemos a la orilla. Al agua, casi estoy seguro, le encanta que se la acaricie. Chapotea, en respuesta y huele a mar. Una horda de niños, bien pertrechados de juguetes nuevos, muchos ya destripados, descuajaringados o maltrechos, se arremolinan en el parque, delante del edificio del ayuntamiento, que los contempla indiferente. No hay indiferencia más completa que la del edificio del ayuntamiento, piel de sucesivos idearios alternos y hasta contradictorios, se limita a albergar las arcas municipales en que cocinan sucesivos cocineros de las más variopintas tendencias político sociales y político económicas sucesivas, mezclando el sudor vecinal con tasas, impuestos, alcabalas, tarifas y demás gravámenes, para mantener dentro de ciertos límites la supervivencia del hervoroso común donde, todos contra todos, cada cual intenta llevarse la mejor tajada posible. Divierte echar cuentas de cómo hay unos hombres que se desviven, trasnochan, imaginan, inventan modos y maneras de hacer más habitable su convivencia y en seguida los más avispados de la tribu descubren otros modos y otras maneras de aprovechar e organigrama para restablecer la jerarquía de los más poderosos como excluyentes de posibles confrontaciones. Hoy, sin embargo, todo eso cede ante la contemplación de tanto niño como corretea casi feliz por entre unos juguetes que ominosamente llevan tatuada la advertencia de que están “made in Taiwan”, o “in China”, o … ¿Para qué seguir? Es evidente que el futuro resulta cada vez más imprevisible, perdidos como andamos los europeos en una espesura triste de palabras vacías.

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