En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
viernes, 22 de enero de 2010
Este año, al primavera va a retrasarse considerablemente. No florecieron aún, como solían, las mimosas de la ladera del monte. Y acumulan ya varios días de retraso. Lo que tal vez quiere decir que en cualquier momento volverán el frío y la nieve, con la hostil brusquedad de su desapacible presencia. Hasta cuando cubre de ese silencio blanco y solemne la amanecida, es la nieve desabrida para nuestra especie, que se encoge, asusta y acatarra, salvo por lo que a los niños se refiere. Los niños disfrutan, como debe ser, de la nieve, del día y de cuanto se les ponga por delante. La conclusión inmediata es que hay que mirar la nieve con ojos de niño, olvidarse de las muchas probabilidades que hay de que saliendo a disfrutarla nos rompamos algún hueso. A partir de ese momento, el invierno recupera la mayoría de sus posibilidades, que habíamos olvidado. Hurgar en el armario de las manzanas. Dar un sorbiato al licor de guindas. Rebuscar mermelada de ciruelas en la despensa. Asar o cocer con anises un puñado de castañas. Entrar en el último rincón del desván, en busca de los libros desechados o de lo álbumes de fotografías que desde la invención de las cámaras compactas y digitales ya no mira nadie, pero ahí estamos, con la estúpida sonrisa de siempre, como éramos cuando ya no recordamos cómo éramos y estábamos ensimismados en no somos capaces ya de recordar qué, pero debía ser bueno, cuando fuimos capaces de sonreír de aquella manera y se advierte que, aunque seamos incapaces de recordarlo, era un radiante día de sol.
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