viernes, 31 de agosto de 2012


Agosto, vaya por Dios –dicen unos-, por fin –dicen los otros-, anda hoy atareado recogiendo sus bártulos de arena y sol. Deja sequía, incendios crudelísimos, calores insólitos. Y ahora la caravana interminable de los coches que quieren llegar a casa, ponerse al día en las rutinas, comprobar que no entraron los cacos e hicieron de las suyas con nuestras cosas.

Reinciden, como ayer, como anteayer, como cuando venían los romanos a hostigarlos por los cuatro costados rn busca del oro que ahora nadie quiere y ¡minas no! –grita una multitud-, reinciden, -digo yo- las tribus de los astures en enfrentarse, como si en enemigo, el contradictor, el bárbaro estuviese dentro.

Debería, el que menos, comprender que cuantos buscan las cosquillas del otro astur, por no ser de la familia, de la tribu, de la fala o del bable, son gente de buena fe y mejor intención. ¿A dónde podríamos llegar, aunando esfuerzos?

Pero no. Erre que erre en buscar los fallos, los defectos, con craso olvido de que ellos es muy probable que descubran los nuestros y nos perdamos en la demagogia de derribar al otro, que a su vez nos derribará, y seremos dos campeones menos para defendernos a todos de la competencia de los romanos, que vienen por los cuatro costados, dispuestos a aprovecharse de esta manía de cortarnos recíprocamente el resuello por ser de otra familia, otra tribu, otro partido.

Hay cosas, las del común, que están por encima de nuestra mezquindad personal, de las de la familia, la tribu, el partido o la asociación a que nos apuntamos o bajo cuyas sin duda buenas intenciones cobijamos nuestro miedo a la libertad.

Que en realidad podría ser miedo a la responsabilidad de ejercer la libertad. ¿Habrá cosa más vergonzosa que renunciar a la libertad por miedo a la responsabilidad que entraña? Tal vez sí. Siempre hay algo un poco mejor o peor, en todos los órdenes de cosas. Por eso la necesidad de colaborar en vez de enfrascarnos, obsesionarnos en nuestra estupidez de acabar con ése, o con ésa, que a mí me las paga.
¿Paga qué? ¿La buena voluntad, que ha de presumirse, de hacer bien las cosas?

Un día –me atrevo a soñar-, los astures de todas las tribus, familias y falas, se atreverán a mirarse como amigos, colaboradores. Y no sé si serán invencibles –es probable que nadie lo sea-, pero va a ser difícil que no sean capaces de reconstruir esta hermosa tierra feraz, de hombres fuertes, ocurrentes, libres.

miércoles, 29 de agosto de 2012


-¿Cómo te llamas? –dice Homero que preguntó Polifemo al astuto Ulises, que otros llamaban Odiseo, el de los pies ligeros-

-Nadie –contestó Ulises- Me llamo Nadie.

En un momento, cualquiera de nosotros, como Ulises, dejamos de ser alguien, abandonamos nombre y apellidos en la parcelita de esa nota que ponemos, tratando a veces, con ingenua soberbia, vanidad habitual, para informar al mundo que acabamos de irnos y ya está.

Con la singular diferencia de que Ulises, lo que pretendía, y logró, el muy gran truhán, era sobrevivir y llegar a Itaca, donde Penélope y Telémaco se iban arreglando con sus trucos, artimañas y martingalas.



martes, 28 de agosto de 2012


Corre que se las pela el tiempo, o se remansa, caprichoso como un río, jugando con el sentimiento de aquél que atraviesa. No existe, dicen, el tiempo, invención humana para tratar de comprender el orden universal y la cadencia de la creación, pero a la vez, hay un tiempo para cada cual. El tiempo no es el mismo. Un día, o una noche, duran más o menos para cada cual que goza o sufre en su particular espacio mensurable, gracias a él, de vida.

28 de agosto.

Confundo en la memoria si habrá muerto ya o sobrevive, un amigo, no recuero cuál ni cuándo, que me apuntó lo de que conviene, cuando las vacaciones se están ya agotando, no empeñarse en aprovechar los restos, sino dejarse aburrir profundamente, para engañar al tiempo, otra vez el tiempo, y estirarlo en ese duermevela del aburrimiento. No mates el tiempo. Acarícialo para que se distraiga de ese su curioso oficio.

El humano se inventa la necesidad de precisión. Saber dónde está. Y a la vez disfruta del instinto de búsqueda de eternidad, que es tanto como entrar en la inimaginable dimensión en que siempre es a la vez todo.

El cuerpo social, la sociedad, esta compleja caravana, ha coincidido estos últimos días de agosto en estremecerse por si se concretara y confirmase que a esos niños los mataron e incineraron. Nos miramos, atónitos, puesto que nada de lo humano nos es ajeno, horrorizados por lo que seríamos capaces de hacer.

El verano más agobiante que recuerdo, sin gota de lluvia apreciable, humedad y calores insólitos, da sus coletazos y nos emborracha de luminosidad, tal vez para que podamos soportar las tinieblas que subyacen, absolutamente incomprensibles.


lunes, 27 de agosto de 2012


En 1969, alunizó Neil Armstrong, primer humano, que en mi opinión y a despecho de las dudas razonables de mi buen amigo Fernando, como buen banquero, desconfiado, pisaba la Luna, y aterricé yo, recién nombrado alcalde, lleno de vanitas, vanitatis, a mis entonces treinta y nueve años, a punto de entrar en la cuarentena, en el ayuntamiento de mi pueblo.

Llovió, desde entonces.

Ser alcalde de un pueblo pequeño, que se es durante las veinticuatro horas del día, y no como en una capital o una ciudad grande, que sólo eres alcalde a las horas de despacho, es toda una experiencia.

Te tocan todas y de algún modo te concierne cuanto pasa a tu alrededor. Y es curioso que como entre cada dos que debaten, por lo general, si el asunto llega, has de resolver, cuando se trata de algo en que está interesado un amigo o alguien que no lo es, des a quien des la razón queda una pequeña o una gran cicatriz.

Si das la razón al otro, tu amigo deja de serlo por lo menos tanto como era, sobre todo cuando es un amigo de pacotilla. Y el otro te mira despreciativo y se dice: mira por donde, ya le habrá costado, no tuvo más remedio que darme la razón. A ver si piensa que se lo voy a agradecer.

Alrededor de cuarenta años antes, había sido alcalde mi abuelo Emilio, a quien jamás oí hablar de su alcaldía, ni de posibles anécdotas ocurridas, allá por los años veinte, durante ella. Haber sido alcalde te deja dentro un variopinto recuerdo, como una bola de colores. Es un trozo de vida, y como tal, un bodoque de soberbia, alegrías, fracasos y tristezas, satisfacciones y presunción. Lo dije arriba: vanitas. La vida no es nunca algo sencillo. Constantemente, de la fuete de energía que o contenemos o nos contiene, brotan problemas, sugerencias, desafíos.

Leo que Neil Armstrong, de mi quinta, año abajo quizá, murió ayer con los ochenta y dos que inmediatamente preceden a mi edad de hoy. No he mirado si hay Luna, si vino al entierro o si pasa de incógnito, enjugándose disimuladamente una lágrima con unas hilachas de nube nocturna.

Armstrong era seguramente un buen astronauta. Yo traté de ser un buen alcalde. Te queda siempre el resquemor de si fue para servir, como dicen siempre que es para lo que aceptan los cargos, o por soberbia de lucimiento personal. Supongo que por ambas cosas, y, así, una justifica hasta cierto punto a la otra y ambas se compensan en el viejo álbum de mis recuerdos que el desván va recubriendo de telarañas.

viernes, 24 de agosto de 2012


Declina agosto, con sus atardeceres. Supongo que en tierra de vendimia habrá este año fiesta esperanzada al recoger la uva borracha de tanto sol, tanto calor, con el riego de la tímida lluvia de estos días. Por lo menos, será, probablemente, un año de cosecha excepcional. El vino, del lado de los borrachos, los poetas y los vagabundos, los jueguistas y demás gente de mediano vivir y escasa trayectoria, que se comen los excesos, no entiende de economía ni de crisis. Viene a ponerse a punto de mojar las matanzas de los sanmartines que ya se preparan.

Zorzas, chorizos, lomo de gochu y griñispos. Tuve un amigo del alma en que eran tantos en casa que mataban seis cerdos y dos terneros. Allá por los altos intrincados del occidente profundo. No estuve, a pesar de la insistencia de sus invitaciones, pero debía ser, además de un tumultuoso banquete, todo un espectáculo. “Vienen de todas las casas del pueblo, a echar una o las dos manos, acuchillar los bichos, picar la zorza y remeterla con pimentón en sus tripas”. Después de robar puñados para mezclar con parejas reforzadas de huevos fritos y alternarlas con los chorreantes griñispos y las untuosas chuletillas de lomo, ribeteadas de grasa.

Pero, quietos todavía, que todavía queda el “frío en el rostro” de fines de este glorioso mes que sin que nos percatásemos, se ha ido comiendo vuestras vacaciones. Los viejos ya no tenemos vacaciones. La vejez es implacable. Bajan del monte y forman a su alrededor, como exigentes cómitres, los achaques.

Curiosa injusticia poética la del fútbol –dicho sea ya hablando de otra cosa- en que un partido de la mayor rivalidad puede resolverse en un acierto de un portero, seguido del error del otro. Cuando niños, los porteros parecían poco importantes. Las porterías de los equipos del cole, las ocupaban los menos hábiles para el regateo y el gol. Los porteros son tan importantes como el delantero más eficaz. Ellos. Como los otros diez, también están solos, jugando en la estrecha unidad del equipo que forman.

Se van, poco a poco, a la par, el verano y la vida.

Llenan sus zurrones, velan sus armas, anuncian la erupción que viene, los que mandan y gobiernan. Como contrapunto, leo un duro artículo de Pérez Reverte. Al pan, pan, dice, y al vino, vino. Quiero fer una prosa –dijo Berceo- en román paladino. Duele.