La gente se ha subido al tren de agosto. No importa el
vagón. Es un curioso tren, este de agosto. Vagones de mercancías desvencijados,
lujosos coches cama de los de antes, suntuosos vagones de hacer increíbles
negocios y antiguos vagones de tercera que huelen a fritanga y vino de pellejo.
A la gente no le importa, la cosa es salir huyendo de las
calores y de las páginas que hablan de economía, mercados y mercachifles,
economistas y angustiados gobernantes que se buscan se evitan, se entrecruzan,
se tratan de conquistar o de apartar para ver de salir de atolladero sin mapas.
La gente sólo pregunta si el tren va hacia el norte, donde
pintan de claro las previsiones de agobio. Total son unas horas. Importa más el
hecho de huir que la comodidad de hacerlo en butacón o en poyo de madera pura y
dura o en bancada de madera hecha de tablillas, que se marca en el culo como la
camiseta de los presidiarios de las tiras gráficas. Irse y pronto, que agosto
es un soplo y detrás viene el expreso, pitando, del otoño caliente.
Hasta los más lastimados se han dado cuenta y dicen que se
darán y nos darán y les darán a los “ellos” , supuestos culpables que hay que
tener al ojo, tregua hasta setiembre. Y, en seguida, como todos los años, se
echaron a la calle las gaitas y los tambores. Cada fiesta, sin embargo, explica
en su folleto, su tríptico, su libreto, que este año ha recortado, vista la
ausencia de financiaciones habituales, festejos y sobre todo conciertos. Menor
ruido en la noche nochera, que no hay mal que por bien no venga. Menor la
desmesura de carpas y altavoces.
Ha empezado a entrar en la estación el abigarrado tren de
los que venían huyendo. Para cuando volvamos –dice un esperanzado,
sobrecargado, sudoroso marido a su mujer, que asiente-, a lo mejor se arregló
todo. Por cada portón baja una cascada de gente decidida, que, contra cualquier
pronóstico, viene cantando, silbando, alzando la pancarta, por más provisional
que sea, de la alegría.
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