jueves, 16 de agosto de 2012


Cuando yo era niño, el 16 de agosto era san Joaquín, Joaquín se llamaba mi padre y Joaquín mi hermano mayor. Ahora, la celebración se la han llevado a otro día, pero ambos, mi hermano mayor y mi padre, están del otro lado, esperándome como tantos otros familiares y amigos.

Ahora, el 16 de agosto continúa siendo san Roque. Cuando yo era niño, con esa ausencia de respeto con que los pueblos, ávidos de festío, tratan las octavas, las prolongaciones y las vísperas de las fiestas de sus santos más entrañables, en alguno de los pueblos del alfoz, se celebraban sucesivamente las fiestas y los festejos, punteados de requintos de tambor y gaita y ribeteados de enérgicos cohetes, para nosotros voladores, las fiestas de san Roque, san Roquín y el perrín, que, a modo de caprichoso estrambote, remataba los sobrantes de camilona central, a que solía concurrir toda la familia, provisional o definitivamente superadas sus eventuales desavenencias.

Por cada fiesta, feria o festejo, el petrucio convoca a los descendientes del amo inicial, cada vez más y hasta a veces desconocidos entre sí. Y en concejos como este, allá a finales de los cincuenta y primeros años de la década de los sesenta, el huracán revolucionario de Fidel echó de Cuba a numerosos españoles y descendientes o parientes que se habían quedado cuando lo de la guerra suicida que se llevó la perla más apreciada de la corona decían que imperial unos y otros que colonial, de España.

Se habían cansado de mandar plata, pero su llegada ahora era con lo puesto, por lo general y hubo años de festejos tristes. Hay, doctor, me decía uno de ellos, estos parientes míos de acá, son unos “derregenerados”, que no se acuerdan ya de los pesos que les mandé para ir comprando tierras.

A casi todos se nos murieron allá, cuando mambises y yanquis, parientes porque La Habana era provincia “de acá”, de la metrópoli, y los que volvían, trajeron las últimas nostalgias del Morro, con sus cañones definitivamente mudos, y este afán de competir escribiendo habaneras para conservar los recuerdos. Mi padre se llamaba Joaquín, como mi hermano mayor y mi abuelo paterno. Mi abuelo paterno emigró a ultramar, mi padre nació allí, cuando era provincia de España, mi hermano mayor volvió a nacer en la calle de La Fuente, donde el manantial que le da nombre y después anduvieron cambiando de sitio los inquietos, dicen que no sé si tiene un brujo escondido o lo vigila un brujo o hay no sé que leyenda relacionada con un brujo siempre, en que supongo que habrá sitio para la correspondiente Xana. La Fuente del Brujo, o del Bruxo, dicen que mantiene el agua en excepcionales conciciones. Cuando yo era niño, se iba a buscar agua allí, con panzudos barriles de Chamas del Mouro, y se desconfiaba de la traída municipal. La tierra de las Chamas del Mouro decían que tiene ese color porque allí se hundieron atrapados los moros que huían de la batalla de Covadonga.

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