Cuando yo era niño, el 16 de agosto era san Joaquín, Joaquín
se llamaba mi padre y Joaquín mi hermano mayor. Ahora, la celebración se la han
llevado a otro día, pero ambos, mi hermano mayor y mi padre, están del otro
lado, esperándome como tantos otros familiares y amigos.
Ahora, el 16 de agosto continúa siendo san Roque. Cuando yo
era niño, con esa ausencia de respeto con que los pueblos, ávidos de festío,
tratan las octavas, las prolongaciones y las vísperas de las fiestas de sus
santos más entrañables, en alguno de los pueblos del alfoz, se celebraban
sucesivamente las fiestas y los festejos, punteados de requintos de tambor y
gaita y ribeteados de enérgicos cohetes, para nosotros voladores, las fiestas
de san Roque, san Roquín y el perrín, que, a modo de caprichoso estrambote,
remataba los sobrantes de camilona central, a que solía concurrir toda la
familia, provisional o definitivamente superadas sus eventuales desavenencias.
Por cada fiesta, feria o festejo, el petrucio convoca a los
descendientes del amo inicial, cada vez más y hasta a veces desconocidos entre
sí. Y en concejos como este, allá a finales de los cincuenta y primeros años de
la década de los sesenta, el huracán revolucionario de Fidel echó de Cuba a
numerosos españoles y descendientes o parientes que se habían quedado cuando lo
de la guerra suicida que se llevó la perla más apreciada de la corona decían
que imperial unos y otros que colonial, de España.
Se habían cansado de mandar plata, pero su llegada ahora era
con lo puesto, por lo general y hubo años de festejos tristes. Hay, doctor, me
decía uno de ellos, estos parientes míos de acá, son unos “derregenerados”, que
no se acuerdan ya de los pesos que les mandé para ir comprando tierras.
A casi todos se nos murieron allá, cuando mambises y
yanquis, parientes porque La Habana era provincia “de acá”, de la metrópoli, y
los que volvían, trajeron las últimas nostalgias del Morro, con sus cañones
definitivamente mudos, y este afán de competir escribiendo habaneras para
conservar los recuerdos. Mi padre se llamaba Joaquín, como mi hermano mayor y
mi abuelo paterno. Mi abuelo paterno emigró a ultramar, mi padre nació allí,
cuando era provincia de España, mi hermano mayor volvió a nacer en la calle de
La Fuente, donde el manantial que le da nombre y después anduvieron cambiando
de sitio los inquietos, dicen que no sé si tiene un brujo escondido o lo vigila
un brujo o hay no sé que leyenda relacionada con un brujo siempre, en que
supongo que habrá sitio para la correspondiente Xana. La Fuente del Brujo, o
del Bruxo, dicen que mantiene el agua en excepcionales conciciones. Cuando yo
era niño, se iba a buscar agua allí, con panzudos barriles de Chamas del Mouro,
y se desconfiaba de la traída municipal. La tierra de las Chamas del Mouro
decían que tiene ese color porque allí se hundieron atrapados los moros que huían
de la batalla de Covadonga.
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