domingo, 5 de agosto de 2012


Los televisores se refugian en los juegos, que dominan los no sé cuántos millones de chinos que se han entrenado pacientemente durante sabe el buen padre Dios cuánto tiempo para ganar los juegos. Los ganan por número de medallas que obtienen su mejores. Y a la zaga les van los americanos USA, que antes eran los que solían, y antes los ingleses, y antes los griegos.

¿Se entrenaban los atletas griegos con la misma intensidad con que es evidente que lo hacen los atletas chinos? Creo que no. No tendrían, digo yo, ni tiempo ni medios. Ni esa obsesión china, esa concentración.

Oriente envía, tan vez impulsado por la fuerza del sol recién nacido, de cada día, de sus mares, otra oleada de vitalidad, cultura, modos, llámale como quieras. Lo cierto es que se advierte en su afán de ganar. Está ahora vigente la versión tetranual de la consigna olímpica, que seguro que se actualiza como  el software de cada máquina que nos rodea, sirve, vigila y tal vez de algún modo condiciona. Citius, altius, fortius.

De occidente lejano, del que fue nuevo continente, nos regresa, evolucionada, nuestra contrafigura. Apenas somos capaces de reconocernos en un modo de expresión retocado de giros, expresiones, palabras falladas y gloriosas, estupendas nuevas palabras.

Podrían, ambas, encontrarse aquí, sobre nuestras implacables dudas, sembradas por aquellos primeros filósofos, que ni siquiera el espíritu práctico sucesivo de romanos y anglosajones fue capaz de disipar, ordenar, sacar de este caos a que vinimos a parar a fuerza de probaturas.

Se pensaron nuestros antiguos tan listos, que nada menos que trataron de desguazar, para estudiar, lo esencial de lo humano. Nada menos que la caótica relación del cero con el infinito, linderos de lo inconmensurable, inabarcable, imprevisible, inimaginable.

Como al viejo hidalgo, vino paulatinamente en secársenos también el cerebro. Y ahora, como él, alanceamos molinos y damos feroces estocadas a los pellejos, para aterrorizado asombro de Sancho, que ve que se esfuma la ínsula prometida, cada vez que lo tunden nuevos arrieros. 

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