En 1969, alunizó Neil Armstrong, primer humano, que en mi
opinión y a despecho de las dudas razonables de mi buen amigo Fernando, como
buen banquero, desconfiado, pisaba la Luna, y aterricé yo, recién nombrado
alcalde, lleno de vanitas, vanitatis, a mis entonces treinta y nueve años, a
punto de entrar en la cuarentena, en el ayuntamiento de mi pueblo.
Llovió, desde entonces.
Ser alcalde de un pueblo pequeño, que se es durante las
veinticuatro horas del día, y no como en una capital o una ciudad grande, que
sólo eres alcalde a las horas de despacho, es toda una experiencia.
Te tocan todas y de algún modo te concierne cuanto pasa a tu
alrededor. Y es curioso que como entre cada dos que debaten, por lo general, si
el asunto llega, has de resolver, cuando se trata de algo en que está
interesado un amigo o alguien que no lo es, des a quien des la razón queda una
pequeña o una gran cicatriz.
Si das la razón al otro, tu amigo deja de serlo por lo menos
tanto como era, sobre todo cuando es un amigo de pacotilla. Y el otro te mira
despreciativo y se dice: mira por donde, ya le habrá costado, no tuvo más
remedio que darme la razón. A ver si piensa que se lo voy a agradecer.
Alrededor de cuarenta años antes, había sido alcalde mi
abuelo Emilio, a quien jamás oí hablar de su alcaldía, ni de posibles anécdotas
ocurridas, allá por los años veinte, durante ella. Haber sido alcalde te deja
dentro un variopinto recuerdo, como una bola de colores. Es un trozo de vida, y
como tal, un bodoque de soberbia, alegrías, fracasos y tristezas,
satisfacciones y presunción. Lo dije arriba: vanitas. La vida no es nunca algo
sencillo. Constantemente, de la fuete de energía que o contenemos o nos
contiene, brotan problemas, sugerencias, desafíos.
Leo que Neil Armstrong, de mi quinta, año abajo quizá, murió
ayer con los ochenta y dos que inmediatamente preceden a mi edad de hoy. No he
mirado si hay Luna, si vino al entierro o si pasa de incógnito, enjugándose
disimuladamente una lágrima con unas hilachas de nube nocturna.
Armstrong era seguramente un buen astronauta. Yo traté de
ser un buen alcalde. Te queda siempre el resquemor de si fue para servir, como
dicen siempre que es para lo que aceptan los cargos, o por soberbia de
lucimiento personal. Supongo que por ambas cosas, y, así, una justifica hasta
cierto punto a la otra y ambas se compensan en el viejo álbum de mis recuerdos
que el desván va recubriendo de telarañas.
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