domingo, 19 de agosto de 2012


Pocas veces, si alguna, había subido tanto y con esta continuidad el marcador de los termómetros de este rincón de la costa, que habitual y misericordiosamente batía el nordeste como si hubiera sido siempre su obligación hacerlo así, pura rutina.

Han venido, sin embargo, año tras año, anunciándose por repetición tiempos de bochorno y calima, humedad y temperaturas, que, al desbordar la raya de los treinta, son desconocidas y agobiantes para las tribus del norte.

Desde aquella niñez de postguerra y chubascos de octubre, Navidades Blancas y belenes cubiertos de musgo arrancado de la humedad de los ribazos de la “carretera de arriba” y ácido bórico, que es, decía mi abuelo el boticario, lo que más se parece a la nieve, si lo desmenuzas, hasta la cosa que casi nadie quiere o puede o se atreve a entender, del famoso “cambio climático”, ha pasado una vida. Y sorprende descubrir que haya sido la nuestra.

Pero es que ha cambiado el mundo.

Y no sólo una vez, sino que, con sorprendente rapidez, un montón de ellas. Y los que antes tardaba varias generaciones en hacerlo, ahora varía muchas durante una sola generación.

A veces, miro atrás en el álbum y redescubro que mi abuelo, el mismo boticario, era alcalde de mi pueblo cuando pusieron la primera piedra del ferrocarril y yo lo era a mi vez, medio siglo después, cuando lo inauguramos. El día de la primera piedra, cuenta la fotografía correspondiente que llovía, y el señor alcalde se cobijó al lado del señor cura de la parroquia bajo un paraguas. El de la inauguración, hubo radiante sol y, que yo recuerde, no estuvo en el balcón del ayuntamiento el señor cura de la parroquia. Ahora doy en echarlo allí de manos y no cuando debería. Dos curas inolvidables. Don Raimundo cuando mi abuelo, don Heliodoro en mi época. Don Heliodoro fue un hombre preocupado, solidario, y, sobre todo, bueno, en todos los sentidos de la palabra, Cada vez que paso por junto al cementerio de Salave, en Tapia, donde duerme, rezo, no porque crea que él lo necesita para estarse acogido al buen padre Dios, sino para recordarme y recordarle que fue uno de mis mejores amigos de este mundo.

Cincuenta años para concluir un ferrocarril son probablemente demasiados años. Como no fuesen, que no era el caso, el transiberiano o el que va de costa a costa de los Estados Unidos de América. Que, encima, supongo que ninguno se tardó tanto en hacer, a pesar de los hielos, en un caso, y de los indios, en otro.

Cuando aquella niñez sobrecogedora de la postguerra, todavía se recordaban las hazañas del coronel Cody, Buffalo Bill, y las guerras de Marruecos y de Cuba.

La de cosas que han tenido que ocurrir.

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