martes, 28 de agosto de 2012


Corre que se las pela el tiempo, o se remansa, caprichoso como un río, jugando con el sentimiento de aquél que atraviesa. No existe, dicen, el tiempo, invención humana para tratar de comprender el orden universal y la cadencia de la creación, pero a la vez, hay un tiempo para cada cual. El tiempo no es el mismo. Un día, o una noche, duran más o menos para cada cual que goza o sufre en su particular espacio mensurable, gracias a él, de vida.

28 de agosto.

Confundo en la memoria si habrá muerto ya o sobrevive, un amigo, no recuero cuál ni cuándo, que me apuntó lo de que conviene, cuando las vacaciones se están ya agotando, no empeñarse en aprovechar los restos, sino dejarse aburrir profundamente, para engañar al tiempo, otra vez el tiempo, y estirarlo en ese duermevela del aburrimiento. No mates el tiempo. Acarícialo para que se distraiga de ese su curioso oficio.

El humano se inventa la necesidad de precisión. Saber dónde está. Y a la vez disfruta del instinto de búsqueda de eternidad, que es tanto como entrar en la inimaginable dimensión en que siempre es a la vez todo.

El cuerpo social, la sociedad, esta compleja caravana, ha coincidido estos últimos días de agosto en estremecerse por si se concretara y confirmase que a esos niños los mataron e incineraron. Nos miramos, atónitos, puesto que nada de lo humano nos es ajeno, horrorizados por lo que seríamos capaces de hacer.

El verano más agobiante que recuerdo, sin gota de lluvia apreciable, humedad y calores insólitos, da sus coletazos y nos emborracha de luminosidad, tal vez para que podamos soportar las tinieblas que subyacen, absolutamente incomprensibles.


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