lunes, 28 de junio de 2010

La puerta de entrada y salida de la semana es el lunes. El lunes tiene algo de principio y fin, sol y sombra, aliviadero y manantial. Me recuerda el agua que pasa desde la acequia del vecino, que ya regó sus fincas, a la propia, donde volverá a refrescar la tierra y aportarle cuanto trae de la ajena.

El lunes, como si nada hubiese muerto ni nacido, graznan las gaviotas, insultándose desde un tejado a otro de la calle, sumidas en su particular algarabía y despreciándonos a nosotros, los bichos de a pie, que vamos a buscar el periódico para enterarnos de que las cosas siguen sin arreglarse.

Si no fuésemos tan versátiles, los humanos, resultaría insoportable la sucesión de noticias de la crueldad con que cada día matamos a troche y moche y no sólo a los enemigos, sino, con demasiada frecuencia, a mujeres, maridos, padres, madres, hijos, de todo, en un arrebato, porque estaba chiflado, argumentan luego los abogados defensores. La humanidad está chiflada. Puede que tengan algo de razón.

Somos una partida de delincuentes potenciales, amparados en la presunción constitucional generalizada de la buena fe y la inocencia, pero que justificamos cada día, según el periódico acredita, el refrán ese que aconseja pensar mal porque acertarás. Nos timamos unos a otros con dinero inexistente –bueno, te lo concedo, dinero virtual-, nos prometemos imposibles fidelidades y amores eternos, nos abandonamos, unos a otros, como si fuésemos perros viejos y nos convertimos en mascotas vagabundas.

Si acaso, después, lloramos, como los cocodrilos, pero estamos al acecho de otra víctima del feroz egoísmo con que solemos conducirnos.

De vez en cuando, para compensar, supongo, nos metemos en un baño de buenas palabras, de que nos recubrimos como de un gel de baño y tratamos de autojustificarnos. En el fondo -nos engañamos a nosotros mismos-, no somos tan malos ni tan imbéciles … ¿o sí?

domingo, 27 de junio de 2010

Tarde dominical.
nubarrones,
que se apelmazan como pensamientos sombríos,
las nubes se entristecen y llueven
con la mansa humildad de la tristeza.

Canta la brisa
en los magnolios, que están en flor,
del parque. Alrededor
del quiosco de periódicos
y golosinas para niños,
se desparrama la sombra de las noticias.

Mi abuelo Emilio, siempre que llegábamos
preguntaba
si traíamos noticias. No, abuelo, no pasa nada. Creo
que se pasó la vida,
como los surfistas,
esperando la gran ola de una estupenda noticia.

La vida
es como un gran periódico, doblado,
de que se van desprendiendo
las peligrosas noticias, que si echas la cuenta, al final,
son la mitad buenas y malas la otra mitad.

Nadie sabe las que corresponden a cada día,
más que el buen padre Dios,
que cada día, al ponerse el sol
va haciendo un paquete para cada uno de nosotros,
según conviene y jamás entenderemos
hasta el final del tiempo, cuando todos se explique.
Notas, ahora, que eres más torpe cada día que pasa. Cierras los ojos y tienes treinta años, como mucho, pero andas y la osamenta rechina, se queja casi audiblemente, el fuelle se agota, vacilas ante un movimiento rápido. La vejez pura y simple, sencilla como los versos y el agua clara, va haciendo el paquete -¿se lo envuelvo para regalo?-, cerrando la telaraña, la cápsula en que hemos de desaparecer ¿provisionalmente?. No sé, por lo menos hasta la resurrección que no soy capaz de imaginar en qué consistirá, pero decido una vez más creer.

Creer, me repito, es un acto de la voluntad. No un acto, sino una conducta, que consiste en una sucesión de actos, en este caso de voluntad. Algo así como recitar los treinta y tres credos que las viejas tradiciones recomendaban para no recuerdo qué día del año, y al final te perdías de modo indefectible, en un credo sin principio ni fin que se enlazaba sobre sí mismo.

Esta mañana, entre dormido y despierto, estuve, gracias a esa máquina del tiempo que es la memoria, en mis lejanos ocho o nueve años. Tenía en la mano el deteriorado casco de cartón prensado y pintado de gris con que jugábamos los niños de las guerras del siglo XX. El casco tenía el cartón gastado y asomaba su textura por una de las esquinas laterales. Yo estaba sentado en el borde de una cama y mantenía el casco entre las manos, en el regazo. Pensaba que el casco estaba roto- Una y otra vez el mismo absurdo pensamiento. ¿Qué más daba? Lo ignoro, allá en aquella época semiolvidada debió afligirme bastante lo que ahora no logré en definitiva entender. Por aquel año o al siguiente, alguien tuvo la feliz ocurrencia, que sin saber quién fue le agradezco todavía hoy de todo corazón, de reglarme los dos pimeros tomos que leí de Richmal Crompton, que durante muchos años iignoré que fuese una mujer. Se llamaban Los Apuros y Las Travesuras de Guillermo. El inolvidable William Brown, Guillermo Brown, coin sus tantas veces inseparables Proscritos: Enrique, Douglas y Pelirrojo. Hace mucho tiempo que no veo a ningún chaval con un libro de Guillermo en la mano. ¿Se leen aún? Se debería porque son, ceo, lo mejor que se ha escrito sobre la conducta infantil y sus motivaciones e interpretación desde el punto de vista, la peculiar perspectiva de los niños de once años. Porque Guillermo no crece, es como Peter Pan, durante los treinta y cinco tomos publicados en España de sus aventuras. Tiene y tendrá ya para siempre esos gloriosos once años de su epopeya infantil, llena de ingenuidad, de lógica, de ternura y de humor con que todo en la vida se enreda cuando decides ser el mejor, el número uno, pase lo que pase.

sábado, 26 de junio de 2010

Hasta muy entrada la mitad del siglo XX no sabíamos lo que era el fin de semana. Teníamos, durante el bachillerato, clases los sábados, como los demás días. Descansábamos el domingo. Supongo que alguien lo habría inventado ya, pero nosotros no sabíamos del invento. Aún nos duraba el eco de las guerras recientes y ni se nos había ocurrido este fenómeno de que, pasado cierto tiempo, desde el mediodía del viernes hasta un momento incierto de la mañana del lunes, se dejaría de trabajar, dos días y medio o tres, de cada siete.

Transcribo una vez más de Davies, segunda novela, Manticora, del tríptico de Deptford: “he visto –dice uno de los personajes- con claridad meridiana la flagrante grosería de los ricos cuando se autoafirman de ese modo, la he visto incluso en sus manifestaciones más asqueantes, pero puedo jurar por lo más sagrado que el orgullo, el amor propio desmedido de los pobres convencidos de tener pleno merecimiento es punto por punto igual de repugnante”.

Alguien tendrá que revisar para la sociedad que viene lo absoluto de algunas fábulas, axiomas y definiciones.

Deberemos revisar que la venda que debe tapar los ojos de la justicia cumpla su función y no deje rendijas por donde echar una mirada a ver de quién se trata. No deben destaparse esos ojos más que para el estudio y el amor.

Cada apartado de los antecedentes tiene que ver de alguna manera con los otros, justo hoy que los famosos veinte y sus invitados andan dándole vueltas al modo de que el alborotado hormiguero social se reintegre a una pacífica rutina. A mí me parece que no va a poder ser. Que ocurrirá como cuando las guerras sacudieron el pacífico paisaje de la Arcadia supuestamente feliz y se dispersaron pastores y labriegos, estudiosos y poetas, tontos de pueblo y premios Nóbel, de pronto peregrinos todos indiscriminadamente en el camino iniciático del Mundo Feliz de Huxley.

Sólo que no hay mundo feliz, sino el que hay, y de pronto todos habían visto mundos y paisajes inimaginables hasta entonces para ellos.

Los soldados que volvieron, no eran los mismos. Nadie vuelve atrás, se llamaba una novela de Alba de Céspedes que recuerdo haber leído a ratos libres de mi primer campamento de la Milicia Universitaria, allá en Robledo, entre La Granja de San Ildefonso y Segovia, al pie del cerro de Matabueyes, mientras unas tiendas más allá Julio Salgado componía la música de Margarita se llama mi amor, para la novena compañía del segundo batallón de la siempre fiel infantería, que mandaba el capitán Horrillo. A ver –nos había dicho- si son ustedes capaces de inventar una canción distinta, propia de la compañía. Julio Salgado Alegre, fecit.

viernes, 25 de junio de 2010

En las esquinas de la ciudad de los gitanos imaginada por García Lorca, hay banderas, se supone que de vivos colores, pero no hay banderas en las ciudades de gitanos que yo recuerdo. Es posible que mi recuerdo se equivoque o que haya una ciudad de los gitanos en algún lugar del mundo distinto de mi memoria o de los barrios de las diferentes periferias de las ciudades que conozco y ésa haya sido la que visitó el poeta o la que visitó su imaginación, la imaginación musical de su poesía. La poesía de García Lorca era musical. Bueno, era es, porque le ha sobrevivido. Nuestras obras nos sobreviven. Alguien, pasado que sea tiempo, podrá incluso encontrar un libro y reencontrarse con algo que yo haya escrito ayer u hoy, aunque para entonces yo haya muerto. En nuestras ciudades de payos no suelen ponerse las banderas en las esquinas, sino en los balcones, los días de fiesta, si acaso, o, con mayor seguridad, en la plaza mayor de cada ciudad y cada pueblo. En cada plaza mayor, suele estar el ayuntamiento de la ciudad, en su ventana habrá banderas, pero también habrá, probablemente, unos mástiles en que suelen ondear las banderas de la ciudad, de la autonomía y de Europa. La bandera de Europa es azul más bien marino, oscuro y lleva en el centro un collar de estrellas.

En medio de cada bandera hay un escudo. El escudo de Europa, hay digo, su logotipo o su equivalente, es un collar de estrellas, una estrella por cada país de la unión, por ahora futura unión, europea. Europa es como una familia y cada país un hermano. Todos se saben miembros de la familia, pero constantemente tienen que estarse midiendo, enfrentando, por su lado malo. Por el bueno circulan riadas de ciudadanos que, bien o mal, se arreglan siempre para entenderse y ayudarse, si les dejan. Por el malo andan los mandamases de los diferentes países, que son como pensamientos turbios, que los enfrentan y les tocan la oreja a los mandamases de los demás países y los invitan e incitan a mediar sus fuerzas, como los cachorros de la misma camada, que constantemente se enfrentan, aunque parezca un juego, y así establecen la jerarquía de la camada. Es lo malo de la camada humana, que tiende a establecer una jerarquía y todos los miembros quieren estar arriba, en la punta de la pirámide, y que los demás aclamen su presencia. Resulta curioso ir viendo cómo los diferentes modos de organizar una sociedad humana, crear una sociedad, construir un Estado, van acercándose, de la mano de sus mandamases, a sistemas jerárquicos donde el que manda lo trata de hacer con poder, modos y autoridad absoluta, vocacionalmente excluyente de los diferentes y mucho más de los contradictores.

Parecen incapaces de entender que una asociación de contradictores o de diferentes, para gobernar, posibilitaría la confrontación de ideas, las aproximaciones a las diferentes verdades utilizables para ir progresando en todos los órdenes, la estética de la filigrana en que consiste una tertulia y podría consistir incluso la administración, que no gobierno, de cada barrio, cada ciudad, cada grupo social, compuesto por humanos, tan parecidos y tan diferentes que lo necesitarías para su sosiego.
Vas, calle adelante, te llaman, me llaman, me vuelvo, ya expectante. ¿Tas bien? –me pregunta. Y yo, dudoso: pues … sí; bastante bien. Y espero. No –añade- ye que como somos tan mayores … Me echo a reír. No se es mayor ni menor. Se es, mientras se es, y, de súbito, supongo, se deja de ser. Ya está. No hay una conmoción en el Universo. Ni siquiera la hay en el barrio, en la calle, en el rellano de la escalera. Desapareceremos, y, si acaso, nos dedicarán recuerdos como fucilazos, puramente ocasionales. Permanecerá igual e inmutable la calle, que, como diría el otro Machado en su copla, “ya no es tu calle, sino una calle cualquiera, camino de cualquier parte …” Siempre me ha conmovido esa copla mínima, pero muy expresiva. Sugiere muchas cosas con pocas palabras. Se imaginan momentos de ilusión y espera en “tu calle”, la de alguien, donde vive, donde, como añade otro poeta, está “la casa encendida” de alguien, hasta que deja de estar y, enterrado ese alguien, o, en su caso, enterrada nuestra vinculación con la persona que ahí vivía, la calle es “una calle cualquiera, camino de cualquier parte”.

miércoles, 23 de junio de 2010

Ayer escribí una página entera para luego borrarla. Una auténtica tentación, frecuente, la de borrar lo escrito. Uno, yo por lo menos, no tiene nunca la seguridad de estar diciendo lo que piensa cuando quiere hacerlo.

Hay dos maneras de escribir: dejando ir las palabras, según vienen, sin más que alinearlas para que resulten inteligibles, o tratando de decir lo que se piensa.

El primero es un modo agradable, casi siempre bienintencionado; el segundo es un peligroso ejercicio en que casi nunca se acaba por decir lo que se pretende, porque alguien, otro yo, de los varios que pueden descolgarse de cada receptáculo donde hiberna la multiplicidad de cada persona, interviene y altera el pacientemente orden con que se trata de opinar de manera trascendente.

La cosa es que borré cuanto había escrito y me refugié en el iTunes donde he ido coleccionando la abigarrada colección de la diversa música que prefiero escuchar.

Vuelvo ahora, tras de apaciguar, y a la vez, paradójicamente, desasosegar el espíritu con la Trilogía de Deptford, de Robertson Davies, ese deslumbrante autor que tardé tanto en descubrir, yo, que soy un ratón de biblioteca y sin embargo se me escapan cosas como esta, o, hasta en su día, el Quinteto de Alejadría, de uno de los Durrell, o el parque zoológico de su hermano.

“Repasamos su historia y trabamos conocimiento con algunas personas que figuran en ella y que puede usted conocer, o tal vez no, pero que son porciones de usted mismo.” Y en efecto, te das cuenta de que a partir de los cimientos del código genético, si profundizas en el recuerdo y valoras sus dimensiones y las de la hiedra que a partir de alguna de tus relaciones humanas pasadas ha trepado por tu corteza, hincándose incluso por debajo de ella, en tu carne viva de árbol ya tan añoso, descubres con asombro cuánto hay de otros en ti mismo, cubriéndote, enmascarándote, tal vez definitivamente convirtiéndote en lo que has de ser cuando llegue el momento de rendir cuentas y te pregunten, no sólo por lo que permitiste que te hicieran, sino por lo que habrás hecho tú, en otros, para contribuir a formar esta maraña social en que vivimos y de que formamos parte.

lunes, 21 de junio de 2010

A las trece horas, veintiocho minutos, llegó, dicen, el verano, y puede que sea verdad porque el cielo es hoy de su color, el del verano, y cae el sol a chorros, salvo por las sombras de la calle, por donde baja casi torrencial el nordeste.

-Una pena que haya llegado.
-Pero bueno, ¿por qué dices …?
-Porque lo que llega, ya se está acabando. Cosa como nacer, que ya empieza, el niño, el recién nacido, a llorar, sin tener siquiera noticia de sí mismo, porque está abocado a morir. Es, lo decía Jorge Manrique, ya su vida como un río, acaba de entrar en el valle y convertirse en ría, es decir, estar a punto de desembocar.

Verano, vacaciones. Un tropel de niños ha invadido los parques y las playas. Vienen desaforados, tras de tanto invierno, olor a tiza y aula, reglas, reglamentos y reglamentaciones para tratar de aprender a comportarse, y quiénes fueron los Reyes Católicos, el Papa Borgia y Enrique VIII de Inglaterra, y en cuanto lo sepan, que dos más dos son cuatro, pero por tres son seis y toda esa ingeniosidad múltiple y creciente de las matemáticas, y la disciplina anacrónica del hipérbaton latino.

Lo olvidan todo, provisionalmente, a toda prisa, que don Quijote arremetió contra unos molinos, que Galia est omnis divisa in partes tres, quaron omnia, una incolunt galos.

Casi a mediodía, sigiloso, se ha colado el verano en nuestras vidas y unos desesperados comerciantes están rebajando los precios para ponerlos casi al alcance de las maltrechas economías de la gente. La gente se mira, mira, como la luna en la fragua, indecisa, más pobre, salvo privilegiados, que el año pasado por estas fechas.

domingo, 20 de junio de 2010

El sábado me han otorgado un premio, impuesto una insignia, dicho, para tratar de justificarlo, de mí, unas cosas que poco faltó para que se me cayera la cara de vergüenza. Me repetí, consciente, pero necesariamente, diciendo que nada gustaría más a un hombre que ser como lo describen sus amigos. El que lo hizo en este caso, no hay duda de que lo era. Sintetizó con singular acierto la mayor parte de mi trayectoria vital y convirtió, en su relato, en éxitos personales lo que no fueron, cuando más, sino tentativas, en su mayoría frustradas, de hacer muchas cosas bien. De todo aquello me quedó la idea personal de que, si por eso se merece algo, mi merecimiento reside sin duda en haberlo intentado con estos materiales en que consisto, en mis sucesivas circunstancias y con una parte, quiero creer que importante, de mi capacidad personal. El acto fue muy concurrido y emotivo. Se honraba a muchas personas, unas ya fallecidas, otras ausentes, alguna presente, con las que coincidí en aquellos esfuerzos que ellos realmente hacían y con los que trataba yo de colaborar en la medida de los escasos medios de que en aquella época disponía nuestro Municipio. Conmovedor ir contando las personas que se relacionaban como distinguidas ya a título póstumo. Más los muertos que los vivos. La ancianidad proporciona también – la ancianidad, como todo en la vida es poliédrica, es decir, es muchas cosas a la vez, un cuerpo geométrico de incontables caras, cada una de las cuales es diferente de las demás- oportunidad de comprobar nuestra pertenencia a un colectivo que apenas se altera con cada nacimiento y cada muerte individuales, por importantes que sean para cada uno de nosotros, puesto que todo sigue y siguen, los que quedan, enfrascados en parecidas confrontaciones, como si nada hubiese ocurrido.
Rosarrojas y golondrinas, para la víspera
del señor san Juan,
que mañana será
verano.

Crezca el trébol junto al agua
y el álamo
báilesela,
el agua,
al fuego.

Preparadme una hoguera,
que quiero saltar,
saltarme,
la noche breve,
que precede
al paso del señor san Juan.

Viene descalzo,
peregrino,
sayal, bordón y camino,
viene
indeciso
el señor san Juan.

Madre, baja el dedo del sol,
con el verano a cuestas
por el collado.
Viene anunciando
al señor san Juan.

Escucho madre, escucho
tu voz que me acerca el viento
con la memoria
de tu sonrisa, tu mano
extendida.
¡Que más quisiera yo
que llegar
a cogerla!

sábado, 19 de junio de 2010

Tuve el alma de vidrio,
se quebró la mañana
de mi primera
comunión.

¿Quién era yo, aquel niño,
miserable?

Desde entonces,
tengo,
desparramada
por dentro, el agua. ¿Quién eres? ¿Dónde vas?
¿Qué llevas?

No lleva, el pájaro en el aire,
más que el recuerdo de su trino primaveral,
la huella rectilínea
de su voluntad,
¿instinto?,
de llegar. ¿A dónde van los pájaros que vuelan?

¿A dónde los hombres
cuya alma está rota,
y llevan su agua viva derramada, sucia?

Ya no recuerdo cómo era.

¡Quien pudiera regresar
a la madre misma, al instante anterior,
al hecho inexorable de nacer,
con tantas definiciones ya pesando
sobre el libre albedrío!

¡Quién pudiera
a ese mundo de que vengo tal vez,
donde tal vez podría escribirme otra historia,
olvidarla
y nacer con el alma prisionera
de la libertad!
-¿Qué haces?
-Escucho
-¡Si no hay ruido!

Se ha olvidado,
la gente,
de escuchar cuando no hay
más que la voz del río o del viento,
o la inmensa
voz
de la mar.

Se ha olvidado la gente
de que el buen padre Dios,
que no puede hablarnos
porque el sonido de su voz nos mataría,
aplastaría,
extinguiría, antes
de nacer,
nos dice con el eco de las cosas,
de las fuerzas
de la naturaleza, que es su aliento,
cuanto quiere
que sepamos.

Se ha olvidado la gente, y ahora
el eco
de la voz del buen padre Dios
es, como el horizonte de siseos, que rodea
la soledad,
nada más que un recuerdo
que trato
de escuchar, ahora mismo,
al borde del río, que se lleva
mi ansiedad
en un reflejo que quiebra el agua viva,
que es como un reverbero.
Un viaje largo para una estancia corta, que me permite, sin embargo, admirar la ciudad, siquiera sea apenas entrevista en un paseo mañanero de sol, calor, cuestas empinadas, barrancos y aguas claras, allá en el fondo, entre espuma y follaje. Sobrecarga de turistas y menos mal que no resultó cierta aquella convicción de los aborígenes de no sé que país que se negaban a que los retratasen porque en la fotografía se les podría arrancar parte del alma o el equivalente de su cultura. Si hubiera sido así, ahora, con lo de las cámaras digitales, se nos habrían ya llevado los turistas un pedazo importante del alma de las Españas varias y variopintas.

El Parador, como casi siempre, es un viejo caserón, en este caso un convento, remozado y con un claustro que a pesar de cales, pinturas y estucados diversos, conserva espíritu, fuente rumorosa y varios cipreses de su memoria, “enhiestos surtidores de sombras y sueños”, parodio nada más salir y sentarme en uno de sus sillones de mimbre, entre el silencio y la semisombra, con el ruido del agua acurrucado a mis pies. Parece que sea por lo menos pecado venial hablar de crisis y economía en este recinto marcado con piedra, rodeado, amurallado de fe antigua y por ella aún evidentemente defendido de las prisas de la época.

Pasan, altas, unas nubes escasas, de esas que usa el sol, los días de sol, para limpiarse bien el capote azul pálido de los amaneceres de Castilla, donde los molinos estaban, como había previsto, pero ahora se han disfrazado de plástico blanco, estilizado, dicen que modernizado.

El modernismo, sonrío, será dentro de poco memoria.

Pasan palabras, en la escasa brisa de la sombra del paredón descascarillado del barranco de afuera, componen versos, pero no los apunto. Son demasiado hermosos para que yo los estropee escribiéndolos a mi torpe manera.

miércoles, 16 de junio de 2010

Andar y hacer camino. Los repetidos versos de Machado siguen marcados en la tierra como huellas sobre tierra frecuentada por los vehículos todoterreno, los tractores agrícolas y los carros típicos de cada comarca rural. Y ese esa es por cierto la vía adecuada para salir de este laberinto.

Me parece irritante la amenaza de parar como coacción, y tanto o más la demagogia de pedir a gritos, como esta mañana he leído, que a ver para cuando lo de ser todos iguales.

La solución no está en pararse, sino en andar, por trabajoso que resulte, por imposible que parezca. Y no podemos ser, no somos todos iguales. Cosa diferente, que aplaudo, es la igualdad de oportunidades. A la larga, la suma de capacidad, con la que se nace, y el esfuerzo, que cada cual haga, marcarán las inexorables diferencias.

Hay varias maneras de salir adelante.

Podemos, convertidos en equivalentes de los reinos de taifas, que marcaron, creo el mayor esplendor de la cultura islámica de su época. ¿Más, oigo que se me pregunta, que la del Califato de Córdoba? Pues es posible que sí. Que el refinamiento de sus minisociedades tribales haya sido más refinado, más culto. Pero cada una de las taifas, empeñadas por el doble concepto de la ausencia de capital para sobrevivir y de ejército para defenderse, por un lado, y por otro un terco afán de independencia a ultranza, adornado por sucesivos pactos alternativos con colindantes o cercanos moros o cristianos. Toda una trama y una urdimbre de supuestas lealtades y manifiestas traiciones recíprocas.

Podemos regresar al deslumbrante supuesto esplendor, puramente virtual, de las taifas o venir al afán de consolidación de nuestra condición de incompatibles y la creación de una sociedad nuestra, de nuestras evidentes diversidades, para hacerlas fructíferas en la cooperación coordinada.

Otra posibilidad la inventaron los fisiócratas del “dejad hacer, dejad pasar, el mundo se organiza y repara, marcha por sí mismo”.

No es cierto pero es bonito, da, en apariencia, menos trabajo y nos obligaría, caso de querer que sea así, a haber iniciado la reconversión de nuestros mechinales en hoteles, posadas, paradores, figones y urbanizaciones en los mejores y más atractivos del mundo.
Ahí arriba, en la parte alta del blog, aparece una barrita donde dice: siguiente blog, y a continuación, dándole que te pego, clic tras clic, van saliendo los monólogos de todos los hamlets del mundo, que son por cierto infinitos, al parecer, o yo estoy ya tan viejo que podría haber llegado al final y reemprendido sin darme cuenta la lista así aparentemente interminable como decía mi ti abuelo hace muchos años cuando iba al cine y se sentaba, como él añadía, en punta de fila y se pasaba la tarde viendo películas diferentes sin parar, en realidad sólo dos, pero que olvidaba, nada más vistas y así eran una y otra vez nuevas, en serie interminable.

Bueno pues hago clic una vez más y aparece una joven chilena que recién acaba de cumplir los veinticinco años que considera ella la tercera parte de una vida que estima ha de durarle setenta y cinco, desde su actual perspectiva de recién licenciada en medicina. Mi enhorabuena, desde el anonimato de lejanía y silencio. Pregunta a continuación si habrá alguien en el mundo que no tenga ego. El ego a que se refiere es esa exageración del yo que nos convierte, a la mayoría, en egomaníacos. Desde sus veinticinco años, augura esta moza perspicacia singular, salvo en lo que hace referencia a la duración de una vida que le deseo mucho más larga y feliz. Todos en efecto padecemos de exceso evidente en nuestra autoestima. La compensamos al atardecer, esos muchos días que al reencontrarnos y vernos como en realidad somos, se nos cae el alma a los pies y se hace añicos como un espejo roto.
Feliz, dice en un ex libris mi admirado Charles Morgan, quien, como Ulises, ha hecho un hermoso viaje. Confieso que, como la Odisea, de cada viaje yo prefiero el viaje en sí, el regreso es otra cosa, a la llegada.

Hacer un hermoso viaje supone haber ido despacio, siguiendo los tortuosos caprichos del camino y contemplando los diferentes paisajes y las gentes diferentes que los pueblan. Cada paisaje es probable que tenga un bellísimo rincón tal vez difícilmente accesible; cada habitante de cada paisaje tiene una historia propia, suya, individual, otra familiar y la tercera constituida por las leyendas de su comarca.

El regreso es otra cosa, es consentir con la nostalgia, permitir que su atracción nos mueva de nuevo hacia nuestros rincones preferidos, y, de entre ellos, al que constituye nuestro hogar, dentro del cual todavía hay un espacio más íntimo, estricto. Hacia ellos venimos a toda la velocidad que nos permiten el vehículo y las leyes.

Tengo que ir de viaje. Hasta la meseta, hasta Castilla, hasta la tierra donde aún quedan, más testimoniales que útiles, los gigantes que engañaron al pobre don Quijote contándole que eran molinos. Como castigo, ahora mismo, les ha quedado su figura de molinos de viento, y la única función de mover con lentitud sus grandes aspas.

Hablaré, si puedo acercarme, subrepticiamente, sin que se entere nadie, no sea que me motejen de espía o de chiflado, hablaré con esos gigantes, les diré que estoy en el secreto, lamento su triste destino, pero a la vez les envidio no tener otra cosa que hacer que estar atentos al viento que sin cesar pasa cargado de hermosas palabras, dichas nadie sabe nunca dónde ni cuándo, pero que el viento articula y dice con esa especial habilidad suya de conjugarlas con los soliloquios de los árboles.

martes, 15 de junio de 2010

Venían –es probable que viniesen- los barcos de vela y las traineras a la vez, bajo un dosel de graznidos de gaviotas. Siempre hay demasiadas gaviotas. Comen de todo, pero sobre todo se comen lo que pueden de cada ahogado que topan flotando boca arriba.

Venían los barcos de vela, de huir de la pobreza, cambiándola por un coctel de exilio y nostalgia a partes iguales.

Los barcos que habían ido a las Américas y a los puertos del norte, de la Liga Hanseática.

Las traineras que venían de pesca, con mayor espesura, por ello, de graznidos de gaviota y un enredijo de alas.

Ahora mismo, hoy, en cambio, vienen las olas, enormes, solas y se quiebran contra el malecón desmesurado, muro de lamentaciones del mar, que aquí, en bocas marineras, es la mar. Cae desmenuzada, sobre el malecón, la pedrería del agua irisada.

¿Sirve para beber, el agua irisada? –pregunta la niña-

Y la madre, dudosa: tal vez.

Pues yo quiero –grita la niña- beber agua irisada, que sabe, como las gominolas de diferentes colores, a diferentes sabores: uno verde, otro color canela, otro naranja y el de limón, amarillo limón.

-Ay, abuelo, quiero entrar en una mar de agua irisada-
-¡Pero si no la hay!

Miento, que en el patio elevado a la categoría provisional de jardín por la terca atención de mi mujer y la generosidad de las más modestas de las rosas, muy de mañana, prendida cada gota en la telaraña de la escalera, hay, que lo he visto esta mañana, un millón de millones de gotas de rocía en que el agua se irisa y estornuda un destello.

lunes, 14 de junio de 2010

Las ciudades de Castilla son como estancias de la memoria –lo digo porque el jueves he de volver a una de ellas y se me ocurre ahora-. Todas tienen, alrededor de lo que llaman casco viejo, dentro de los límites del cual se desmoronan las iglesias y está vacía, absorta, helada, la catedral, mientras que en la periferia hay una serie de desgarbadas urbanizaciones desangeladas, mediante que la vieja ciudad trata de imitar a las capitales más grandes. En este país mío, hay como media docena de capitales grandes. Las otras son ciudades, o de Castilla o de la periferia del norte, el sur o el este. Al oeste están Portugal y Galicia. Por sus cuatro costados, España limita, con el mar a que los marineros llaman la mar. Por el este con la mar clásica, llena de leyendas y de piratas beberiscos, por el oeste con el mar del Finisterre, amenazador, y por el sur, con la nerviosa mar del estrecho, inestable. El otro mar, la otra mar, está al norte, cargada vientos, de niebla, de graznidos de gaviotas excitadas. Los piratas del norte, cuando no eran corsarios ingleses, fueron vikingos. De vez en cuando llegaba una goleta francesa y en mi pueblo cuentan que desorejaron a los prisioneros. Menos mal que por el norte llegó hasta aquí también la liga hanseática y fueron y vinieron los veleros de la emigración. En medio, en León y las dos Castillas, está el ombligo de la meseta, que es como una plataforma de lanzamiento de sueños. Cuando la tierra es seca y dura, sirve de plataforma de lanzamiento de sueños. Durante uno de esos sueños, descubrieron los castellanos el nuevo mundo y eso nos hizo tan ricos que nos convirtió, a ellos y a nosotros, sus descendientes, en pobres punto menos que de solemnidad.

domingo, 13 de junio de 2010

¡Que viene el cambio climático! –dicen los unos-, y los otros: una filfa, eso es lo que es el cambio climático. En realidad nadie sabe. Hemos tardado tanto en advertir que todo cambiaba sutilmente, y luego nos hemos puesto a vivir tan deprisa y corriendo y han inventado tanto y estamos disfrutando de ello, o tal vez padeciéndolo, con tantas urgencias que es como si la película de nuestra efímera vida, en realidad tan corta y siempre la misma para cada cual, es decir, la suya, se contempla ahora como si fuese una película cinematográfica y alguien hubiera acelerado la cámara hasta fingir movimientos como los de las viejas películas de Chaplin.

Envidio esas ciudades de la calma, cuyas autoridades han decidido incorporarlas -¿reincorporarlas?- a la lentitud de cuando ni se habían inventado los coches ni tenía nadie prisa por comunicar, telefonillo en orejo, los mensajes más banales con la mayor rapidez posible.

Da pena que se pasen consignas por SMS o se llame para que enciendas o apagues el horno o mires si hay pan en la panera. O para cantarle las cuarenta a un amigo atribulado, que no sabe qué hacer para disculparse. Hay horas punta en que miras a tu alrededor y es como la salida de Madrid a última hora del horario laboral de la tarde, en cada oreja hay uno de esos que los italianos han dado en llamar, según nos cuenta Donna León en sus deliciosas policíacas de Guido Brunetti, “telefonino”. Recuerdo lo que según la vieja Codorniz publicó Pittigrili en sus hoy amarillentas páginas: Italia –y España, añado yo-, se diferencia del resto de Europa en que mientras que en Europa todos los abogados tienen teléfono, en Italia –y tal vez en España, vuelvo a apostillar yo-, todos los teléfonos tienen abogado.

Es increíble, pero puede que alguna de esas ciudades del sosiego devuelva a sus habitantes al recado de escribir, el billete amoroso, el abanico con sus lenguajes crípticos, si acaso, el tranvía y los niños jugando en la plaza al fútbol con pelotas de trapo. Tal vez regresen entonces las bandadas de gorriones y aquellas nubes que deben contar los jubilados, desde sus asientos en los bancos del parque o en el atrio de la Iglesia, tal vez al pie de la recuperada olma de la plaza de Pedraza de la Sierra, nubes con forma de carabelas y de dragones, de gigantes y cabezudos, en definitiva de sueños.

sábado, 12 de junio de 2010

Novedad impropia de la época, reveladora de la frágil textura de nuestra civilización y sus ventajas es la de habernos quedado sin agua y que nadie nos diga lo que va a durar el fenómeno. Si es grave lo primero, lo segundo es tragicómico y desalentador.

El señor alcalde mayor debería apuntar en su agenda electrónica, tal vez en su iPad nuevo, que hay que ponerle a esa tubería que se rompe con cada riada una defensa, una armadura, algo que nos permita confianza en el suministro y no tener que andar con jarras, palanganas, bidones y desesperanzas, sumidos en la desesperación desasosegada de no poder lavarnos a conciencia.

Dependemos de un guiño, un pestañeo, para quedarnos a la luna de Valencia, inermes por falta de agua o de energía eléctrica, por más que suban las tarifas y se lleguen a pagar cifras muy superiores a las de nuestros ahorros de toda una vida de trabajo para asegurarse la colaboración anual de un exquisito futbolista o la de cualquier impresentable impúdico, de uno u otro género, de los que nos embrutecen a nosotros, personal embelesado y por desgracia tan atento, desde la ventanilla de la televisión, con exhibiciones de sus aspectos más miserables.

Ahí arriba dejo escrito lo de lavarnos “a conciencia”, cosa muy diferente de lavarse la conciencia. “¡Ah!, ¡la conciencia!”, que diría un vate que conozco. Entre quien la ha perdido y quien sufre el agobio de mantenerla estricta, vagamos todos estos mediocres, sufriendo lo que Erich Fromm llamó en el título de una inolvidable obra “miedo a la libertad”. Cuenta allí y no acaba, del miedo que asalta al ser humano cuando llega a esa etapa cultural en que se informa de que la libertad supone responsabilidad y de que la conciencia es la relación entre libertad y responsabilidad, la medida de su equilibrio.

viernes, 11 de junio de 2010

Vengo de desayunar –todavía limpiándome la boca con una servilleta de papel- y está reunido, a pie de ordenador, todo el consejo de administración del blog, es decir, yo mismo, con todos y cada uno de mis disfraces personales -¿quién no tiene y usa una serie de disfraces personales, para sobrevivir en este paisaje desolado de principios de milenio, caravana humana errática y los buitres sobrevolándonos?- A ver qué va a ser esto. Una partida de días sin poner mano en el teclado. Y pretenderás tener derecho a retribuciones, dietas y ser alimentado, que te planchen las camisas y hasta les cosan los botones cuando se caigan. Sigo, haciéndome el loco, cosa que ciertamente no me resulta demasiado difícil, y un poco más allá, tengo la puerta abierta del despacho del señor director, que también soy yo; ¿qué te has creído? ¿qué esto se escribe sólo? ¿quién eres tú para andar por el mundo ocupándote de tantas cosas como no te conciernen y dejando ésta de mano, que es tu verdadero deber?

Bronca va, bronca viene y todo por haber andado por ahí, azacaneado y al trote, de una reunión en otra, escuchando atento a ratos, otros garruleando, que las palabras se las lleva el viento. Lo cierto es que no estuve aquí, donde tal vez debería, Anduve entre libros. Siempre entre libros. Los libros contienen todos los secretos, las miserias y las fantasías de la humanidad y pienso que conviene hurgar en ellos durante épocas como la que estamos viviendo, para entresacar los principios básicos.

El gran defecto de nuestros responsables actuales es tratar de construir con materiales frágiles sobre arenas movedizas. Pronostico grandes desengaños, sufrimiento, pero al final, la humanidad saldrá fortalecida y renovada, como un adolescente, de estas crisis superpuestas a que nos han traído quienes roban tantas veces los conceptos, es decir el alma de las palabras.

lunes, 7 de junio de 2010

Compro, vendo, cambio, decía el cartel, sin especificar. No se sabía, no sé aún qué compra, vende o cambia el chamarilero de la desvencijada furgoneta que por lo visto tres pitos le importa de qué se trate, él hará negocio con cualquier tipo de chatarra producido por el afán compulsivo de comprar que nos alimentan los colosales almacenes donde ha establecido campamento la tentación que hace tan poco saciaban Tigre Juan, el señor Andrés, todo a tres o León Salvador, amén de centenares de expendedores de los diferentes elixires curalotodos o de la eterna juventud, desde sus respectivos estalaches, reales o virtuales de todas y cada una de las ferias en que se compraba, vendía y cambiaba casi cuanto cabe imaginar.

La furgoneta aparcó, de mañana, a la salida del puente, enchufó un altavoz y pasen y vean, señoras y señores, que ha llegado el ropavejero y para ustedes se han acabado las penas y las tristezas, las preocupaciones y las crisis. El ropavejero, que por cierto vende miel de la Alcarria, afila cuchillos, navajas, tijeras, dispones de la panacea casi universal, que el cáncer, todo hay que decirlo, no cura, pero sí casi todo lo demás, incluidas la suciedad de la sangre y las manchas del honor.

sábado, 5 de junio de 2010

La playa, primavera, está vacía,
la mar hambrienta,
hay una estrellamar dormida
al hilo
del agua quieta.

Apenas puede soportar
el peso
del reverbero del sol, que la alisa,
mantiene
la espuma en flor, convertida
en rayas de luz, como palabras,
que, en el fondo,
mueve el agua.

¿Dónde estás,
que aún no veo
la silueta de cara, el perfil
de tus hombros,
tus rodillas?

Eres,
sin remedio ni duda, ya,
mi amor de este verano,
cuando no tendré amor.

viernes, 4 de junio de 2010

Me ha hecho gracia esta tarde, presentando un libro cruzado, él, el mío, yo, el suyo, con un amigo, me pidieron que leyese alguno de los poemas que contiene el mío. No sabéis –les dije- el peligro que entraña pedirle a un autor que lea parte de su obra. Os ponéis indefensos a su merced. ¡Qué puede ilusionar más a un poeta que recitar sus producciones! Os salva mi sentido crítico –añadí-, por un lado y por otro el pudor que me queda y me atenaza siempre que hablo en público, avergonzado como lo hago, de la propia incompetencia, que en seguida advierto para mi capote, que sufro para comunicar mi interpretación del milagro de vivir y poder comunicarse y enamorarse. Lo único malo –dije a la periodista que me preguntó- es que estoy convencido de que el mundo es un equilibrio en que lo mismo son necesarios para que existan el día y la luz, la noche y la oscuridad, que la pobreza y la tristeza para que existan riqueza y alegría. Y por eso es tan cierto lo que hace ya tanto prologaba Sommerset Maugham en uno de sus libros traducidos allá por los años cuarenta y cincuenta, de que vivir arduo y difícil, es como caminar por el filo de una navaja.

A los poetas de verdad, cuando recitan, casi siempre hay que ponerles al lado a alguien que les tira de la ropa cuando ya se están pasando en lo de recitar “parte” de su obra.

Mi “presentador” sí que es un periodista capaz de contar lo que pasa a su alrededor con una excelente, envidiable y desde luego envidiada prosa poética. Sospecho que escribe poesías, pero no se lo cuenta a nadie, porque un periodista, para serlo, tiene que disimular, que sigue creyéndose gran parte de los lectores, que los hombres no deben llorar.

Y, hablando de otra cosa, he advertido hoy con cierto asombro que hay personas que consideran que la vida es una molestia inevitable para poder estar vivos. Tal vez son una casta especial. Desprecian el poder, el dinero y hasta el conocimiento. Les basta sentir la vida, vivirla, pasar por ella impregnándose de todo, pero sin querer llevarse nada de lo que van teniendo alrededor. Pagan el alto precio de ese desconcierto con que se enfrentan a la dura realidad las pocas o muchas veces que se ven obligados a enfrentarse con ella.

miércoles, 2 de junio de 2010

En la plaza mayor, a la hora de la siesta,
cuarenta grados al sol, pleno verano, como es natural,
no hay nadie,
más que la bandada de gorriones
y el bando
de palomas. La encargada del quiosco de periódicos
duerme
con la cabeza apoyada en el antebrazo
y la melena, rubia,
desparramada.

Si miras, sin embargo
con cierta atención porque están hechos
de luz de luna,
reflejos
de agua,
niebla,
tal vez espuma,
verás cómo se escurren, entre los soportales,
los ángeles custodios
de la gente dormida a esta hora,
desmadejada, tal vez muerta,
en los mechinales de la antigua,
gloriosa
ciudad amurallada.

Los ángeles
no tienen cuerpo ni calor. Son como pensamientos
entresoñados.
Hasta el punto de que sea posible
que lo entrevisto en la plaza mayor
sean volutas de humo del asador, cuyos hornos
se están apagando
a esta hora sin vida de la tarde
que un grupo de turistas con piel alangostada
aprovecha
para visitar, oh, ah, la parte vieja
de los blasones y los nidos de cigüeña,
y los pasos perdidos, seguidos
por sus sombras
y sus ecos,
que asustan a los ángeles custodios
de la antigua ciudad señorial,
todos, aún,
dormidos. -
Era negra,
terciada de tamaño,
llevaba el nombre tatuado
Underwood
y las teclas todas, tenían un reborde metálico
y el techo de cristal.

A través del techo se veía lo que estaban pensando,
es decir, el nombre
de cada letra, incluso las menos frecuentes
como la uve doble
o la ka. Unas teclas especiales
soñaban paréntesis,
comas,
admiraciones
la ce con cedilla y otras zarandajas.

Las teclas, aprendí en seguida, no saben
pensar palabras completas. Ni siquiera decir
aquello de que mamá me ama
o paloma
que sirven para aprender a leer.

No me acuerdo de haber aprendido nunca,
y con las teclas de la vieja Underwood
inventé poco a poco las palabras.

Ella sí sabía,
las tenía todas,
las palabras, digo, desmenuzadas
en las teclas blancas.
Me contó, una tras otra las mil mejores poesías
y las más tristes
y las más jocosas
leyendas del mundo. Fue mi Sherezade,
hasta que un día,
por sorpresa,
durante la noche de mi tristeza hermana,
se fue a ver mundo y aún no ha vuelto,
tal vez,
esté en otro país u otra ciudad
confiando a otro niño sus secretos.
Por entre las translúcidas nubes bajas que han venido esta mañana de la mano del viento del norte, disfrazadas de niebla, pasa la claridad del sol, que no llega a ser sol, pero es vaga reminiscencia de la luz. Cosas de la primavera. Que está loca, dicen, a diferencia de su primo lejano, el otoño, que es estación de serena placidez, llena de recuerdos de la brillantez reciente del verano y las cosechas. La primavera tiene esta loca cabeza llena de proyectos, es como la víspera de la fiesta, su imposible proyecto, fingido, hecho y deshecho mil veces cada día de su irrefrenable adolescencia del tiempo. Pienso, ahora que lo digo, que el universo fue creado en primavera y el estallido inicial no fue más que uno de los cambios de humor que cada año se conmemoran con la locura actual, llena de capullos, pájaros apresurados, con la boca llena de pajas para hacer cada nido y frenesí de recreación. Nada es en primavera lo que parece, ni falta casi nada en el aluvión de proyectos que se quieren adivinar en las manos del futuro. La primavera es tiempo de juventud, con versos de Walt Whitman y de Rubén Darío flotando en cada rayo de sol. Laila, el cachorro de perrilla de aguas, parece enloquecida. Corre por casa, para, atenta, cuando oye cada ruido nuevo, se asoma a la calle y retrocede porque pasan, amenazadores, los coches. ¿Os habíais dado cuenta de que los coches son como condenados, judíos errantes, Ashaverus mecánicos predestinados a no encontrar aparcamiento y seguir y seguir, hasta uno de esos gigantescos cementerios de automóviles que van bordeando todas las carreteras del mundo y tal vez lleguen a ser algún día parte del último siniestro, lúgubre paisaje de metales y plásticos retorcidos que verá el último ser humano sobre la tierra?

martes, 1 de junio de 2010

Tengo un ejemplar del libro que publicaré el jueves. Una autentica pequeña obra de arte, su edición. Lástima que el contenido, es decir, mi obra, parezca una mona vestida de seda, que, según el refrán, aún así ataviada, con esa evidente elegancia, se queda en mona. A mí, he de confesarlo, hay poemas que me gustan, pero muchos los cambiaría ya, que pocas veces soy capaz de vencer la tentación de corregir lo que escribí un día, cada vez que lo leo. Repito una vez más que es muy difícil expresa, escribir lo que alguna vez se ha sentido. Los sentidos, como voces de sirena, transmiten a las neuronas mensajes equivocados y las neuronas, con sus peculiares limitaciones, propias de cada persona y puede que características de cada cual, discurren como pueden y emiten mensajes que los mecanismos de la escritura han de limitar a la frágil capa cultural de cada individuo sus posibilidades de expresar el sentimiento, al final una fotocopia deslucida y devaluada de la impresión inicial.

Comprendo que mis poemas no sean extraordinarios, pero son míos, y por eso me gustan, los que me gustan, y me produce una singular sensación leerlos articulados en algo tan admirable siempre como es un libro. Que la imprenta ha posibilitado multiplicar, pero aún el subconsciente es capaz, por lo menos en mi caso, de imaginar y es posible que recordar cuando un rollo era un tesoro que los emperadores mandaban emisarios a buscar a remotos países, dispuestos a robarlos o a pagar por ellos precios increíbles.

Hablando de otra cosa, han llegado hoy juntos el sol y la niebla húmeda del norte, el euro sigue enganchado en su telaraña, al borde de la cual, la araña se relame y lava las patas. Para colmo, hoy se han liado a tiros, ahora nadie sabe ni explica demasiado bien por qué, unos contra otros. Los “unos” disparaban sin duda, los “otros”, recibieron el tiroteo. Al perro flaco de la sociedad mundial perdida en su laberinto, todas son pulgas de ideas insuficientes para trepar o saltar a tratar ver el sol, por encima de esta niebla pegajosa. Un conferenciante dijo hoy no sé dónde que lo que no hay que tener es pesimismo. De acuerdo, pero ¿por qué no se lleva usted, señor conferenciante, a los tirios y los troyanos, como dicen que hizo el flautista de Hammelin primero con los ratones y después con los niños?