¡Que viene el cambio climático! –dicen los unos-, y los otros: una filfa, eso es lo que es el cambio climático. En realidad nadie sabe. Hemos tardado tanto en advertir que todo cambiaba sutilmente, y luego nos hemos puesto a vivir tan deprisa y corriendo y han inventado tanto y estamos disfrutando de ello, o tal vez padeciéndolo, con tantas urgencias que es como si la película de nuestra efímera vida, en realidad tan corta y siempre la misma para cada cual, es decir, la suya, se contempla ahora como si fuese una película cinematográfica y alguien hubiera acelerado la cámara hasta fingir movimientos como los de las viejas películas de Chaplin.
Envidio esas ciudades de la calma, cuyas autoridades han decidido incorporarlas -¿reincorporarlas?- a la lentitud de cuando ni se habían inventado los coches ni tenía nadie prisa por comunicar, telefonillo en orejo, los mensajes más banales con la mayor rapidez posible.
Da pena que se pasen consignas por SMS o se llame para que enciendas o apagues el horno o mires si hay pan en la panera. O para cantarle las cuarenta a un amigo atribulado, que no sabe qué hacer para disculparse. Hay horas punta en que miras a tu alrededor y es como la salida de Madrid a última hora del horario laboral de la tarde, en cada oreja hay uno de esos que los italianos han dado en llamar, según nos cuenta Donna León en sus deliciosas policíacas de Guido Brunetti, “telefonino”. Recuerdo lo que según la vieja Codorniz publicó Pittigrili en sus hoy amarillentas páginas: Italia –y España, añado yo-, se diferencia del resto de Europa en que mientras que en Europa todos los abogados tienen teléfono, en Italia –y tal vez en España, vuelvo a apostillar yo-, todos los teléfonos tienen abogado.
Es increíble, pero puede que alguna de esas ciudades del sosiego devuelva a sus habitantes al recado de escribir, el billete amoroso, el abanico con sus lenguajes crípticos, si acaso, el tranvía y los niños jugando en la plaza al fútbol con pelotas de trapo. Tal vez regresen entonces las bandadas de gorriones y aquellas nubes que deben contar los jubilados, desde sus asientos en los bancos del parque o en el atrio de la Iglesia, tal vez al pie de la recuperada olma de la plaza de Pedraza de la Sierra, nubes con forma de carabelas y de dragones, de gigantes y cabezudos, en definitiva de sueños.
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