Feliz, dice en un ex libris mi admirado Charles Morgan, quien, como Ulises, ha hecho un hermoso viaje. Confieso que, como la Odisea, de cada viaje yo prefiero el viaje en sí, el regreso es otra cosa, a la llegada.
Hacer un hermoso viaje supone haber ido despacio, siguiendo los tortuosos caprichos del camino y contemplando los diferentes paisajes y las gentes diferentes que los pueblan. Cada paisaje es probable que tenga un bellísimo rincón tal vez difícilmente accesible; cada habitante de cada paisaje tiene una historia propia, suya, individual, otra familiar y la tercera constituida por las leyendas de su comarca.
El regreso es otra cosa, es consentir con la nostalgia, permitir que su atracción nos mueva de nuevo hacia nuestros rincones preferidos, y, de entre ellos, al que constituye nuestro hogar, dentro del cual todavía hay un espacio más íntimo, estricto. Hacia ellos venimos a toda la velocidad que nos permiten el vehículo y las leyes.
Tengo que ir de viaje. Hasta la meseta, hasta Castilla, hasta la tierra donde aún quedan, más testimoniales que útiles, los gigantes que engañaron al pobre don Quijote contándole que eran molinos. Como castigo, ahora mismo, les ha quedado su figura de molinos de viento, y la única función de mover con lentitud sus grandes aspas.
Hablaré, si puedo acercarme, subrepticiamente, sin que se entere nadie, no sea que me motejen de espía o de chiflado, hablaré con esos gigantes, les diré que estoy en el secreto, lamento su triste destino, pero a la vez les envidio no tener otra cosa que hacer que estar atentos al viento que sin cesar pasa cargado de hermosas palabras, dichas nadie sabe nunca dónde ni cuándo, pero que el viento articula y dice con esa especial habilidad suya de conjugarlas con los soliloquios de los árboles.
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