Era negra,
terciada de tamaño,
llevaba el nombre tatuado
Underwood
y las teclas todas, tenían un reborde metálico
y el techo de cristal.
A través del techo se veía lo que estaban pensando,
es decir, el nombre
de cada letra, incluso las menos frecuentes
como la uve doble
o la ka. Unas teclas especiales
soñaban paréntesis,
comas,
admiraciones
la ce con cedilla y otras zarandajas.
Las teclas, aprendí en seguida, no saben
pensar palabras completas. Ni siquiera decir
aquello de que mamá me ama
o paloma
que sirven para aprender a leer.
No me acuerdo de haber aprendido nunca,
y con las teclas de la vieja Underwood
inventé poco a poco las palabras.
Ella sí sabía,
las tenía todas,
las palabras, digo, desmenuzadas
en las teclas blancas.
Me contó, una tras otra las mil mejores poesías
y las más tristes
y las más jocosas
leyendas del mundo. Fue mi Sherezade,
hasta que un día,
por sorpresa,
durante la noche de mi tristeza hermana,
se fue a ver mundo y aún no ha vuelto,
tal vez,
esté en otro país u otra ciudad
confiando a otro niño sus secretos.
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