martes, 15 de junio de 2010

Venían –es probable que viniesen- los barcos de vela y las traineras a la vez, bajo un dosel de graznidos de gaviotas. Siempre hay demasiadas gaviotas. Comen de todo, pero sobre todo se comen lo que pueden de cada ahogado que topan flotando boca arriba.

Venían los barcos de vela, de huir de la pobreza, cambiándola por un coctel de exilio y nostalgia a partes iguales.

Los barcos que habían ido a las Américas y a los puertos del norte, de la Liga Hanseática.

Las traineras que venían de pesca, con mayor espesura, por ello, de graznidos de gaviota y un enredijo de alas.

Ahora mismo, hoy, en cambio, vienen las olas, enormes, solas y se quiebran contra el malecón desmesurado, muro de lamentaciones del mar, que aquí, en bocas marineras, es la mar. Cae desmenuzada, sobre el malecón, la pedrería del agua irisada.

¿Sirve para beber, el agua irisada? –pregunta la niña-

Y la madre, dudosa: tal vez.

Pues yo quiero –grita la niña- beber agua irisada, que sabe, como las gominolas de diferentes colores, a diferentes sabores: uno verde, otro color canela, otro naranja y el de limón, amarillo limón.

-Ay, abuelo, quiero entrar en una mar de agua irisada-
-¡Pero si no la hay!

Miento, que en el patio elevado a la categoría provisional de jardín por la terca atención de mi mujer y la generosidad de las más modestas de las rosas, muy de mañana, prendida cada gota en la telaraña de la escalera, hay, que lo he visto esta mañana, un millón de millones de gotas de rocía en que el agua se irisa y estornuda un destello.

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