miércoles, 2 de junio de 2010

Por entre las translúcidas nubes bajas que han venido esta mañana de la mano del viento del norte, disfrazadas de niebla, pasa la claridad del sol, que no llega a ser sol, pero es vaga reminiscencia de la luz. Cosas de la primavera. Que está loca, dicen, a diferencia de su primo lejano, el otoño, que es estación de serena placidez, llena de recuerdos de la brillantez reciente del verano y las cosechas. La primavera tiene esta loca cabeza llena de proyectos, es como la víspera de la fiesta, su imposible proyecto, fingido, hecho y deshecho mil veces cada día de su irrefrenable adolescencia del tiempo. Pienso, ahora que lo digo, que el universo fue creado en primavera y el estallido inicial no fue más que uno de los cambios de humor que cada año se conmemoran con la locura actual, llena de capullos, pájaros apresurados, con la boca llena de pajas para hacer cada nido y frenesí de recreación. Nada es en primavera lo que parece, ni falta casi nada en el aluvión de proyectos que se quieren adivinar en las manos del futuro. La primavera es tiempo de juventud, con versos de Walt Whitman y de Rubén Darío flotando en cada rayo de sol. Laila, el cachorro de perrilla de aguas, parece enloquecida. Corre por casa, para, atenta, cuando oye cada ruido nuevo, se asoma a la calle y retrocede porque pasan, amenazadores, los coches. ¿Os habíais dado cuenta de que los coches son como condenados, judíos errantes, Ashaverus mecánicos predestinados a no encontrar aparcamiento y seguir y seguir, hasta uno de esos gigantescos cementerios de automóviles que van bordeando todas las carreteras del mundo y tal vez lleguen a ser algún día parte del último siniestro, lúgubre paisaje de metales y plásticos retorcidos que verá el último ser humano sobre la tierra?

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