domingo, 20 de junio de 2010

El sábado me han otorgado un premio, impuesto una insignia, dicho, para tratar de justificarlo, de mí, unas cosas que poco faltó para que se me cayera la cara de vergüenza. Me repetí, consciente, pero necesariamente, diciendo que nada gustaría más a un hombre que ser como lo describen sus amigos. El que lo hizo en este caso, no hay duda de que lo era. Sintetizó con singular acierto la mayor parte de mi trayectoria vital y convirtió, en su relato, en éxitos personales lo que no fueron, cuando más, sino tentativas, en su mayoría frustradas, de hacer muchas cosas bien. De todo aquello me quedó la idea personal de que, si por eso se merece algo, mi merecimiento reside sin duda en haberlo intentado con estos materiales en que consisto, en mis sucesivas circunstancias y con una parte, quiero creer que importante, de mi capacidad personal. El acto fue muy concurrido y emotivo. Se honraba a muchas personas, unas ya fallecidas, otras ausentes, alguna presente, con las que coincidí en aquellos esfuerzos que ellos realmente hacían y con los que trataba yo de colaborar en la medida de los escasos medios de que en aquella época disponía nuestro Municipio. Conmovedor ir contando las personas que se relacionaban como distinguidas ya a título póstumo. Más los muertos que los vivos. La ancianidad proporciona también – la ancianidad, como todo en la vida es poliédrica, es decir, es muchas cosas a la vez, un cuerpo geométrico de incontables caras, cada una de las cuales es diferente de las demás- oportunidad de comprobar nuestra pertenencia a un colectivo que apenas se altera con cada nacimiento y cada muerte individuales, por importantes que sean para cada uno de nosotros, puesto que todo sigue y siguen, los que quedan, enfrascados en parecidas confrontaciones, como si nada hubiese ocurrido.

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