lunes, 14 de junio de 2010

Las ciudades de Castilla son como estancias de la memoria –lo digo porque el jueves he de volver a una de ellas y se me ocurre ahora-. Todas tienen, alrededor de lo que llaman casco viejo, dentro de los límites del cual se desmoronan las iglesias y está vacía, absorta, helada, la catedral, mientras que en la periferia hay una serie de desgarbadas urbanizaciones desangeladas, mediante que la vieja ciudad trata de imitar a las capitales más grandes. En este país mío, hay como media docena de capitales grandes. Las otras son ciudades, o de Castilla o de la periferia del norte, el sur o el este. Al oeste están Portugal y Galicia. Por sus cuatro costados, España limita, con el mar a que los marineros llaman la mar. Por el este con la mar clásica, llena de leyendas y de piratas beberiscos, por el oeste con el mar del Finisterre, amenazador, y por el sur, con la nerviosa mar del estrecho, inestable. El otro mar, la otra mar, está al norte, cargada vientos, de niebla, de graznidos de gaviotas excitadas. Los piratas del norte, cuando no eran corsarios ingleses, fueron vikingos. De vez en cuando llegaba una goleta francesa y en mi pueblo cuentan que desorejaron a los prisioneros. Menos mal que por el norte llegó hasta aquí también la liga hanseática y fueron y vinieron los veleros de la emigración. En medio, en León y las dos Castillas, está el ombligo de la meseta, que es como una plataforma de lanzamiento de sueños. Cuando la tierra es seca y dura, sirve de plataforma de lanzamiento de sueños. Durante uno de esos sueños, descubrieron los castellanos el nuevo mundo y eso nos hizo tan ricos que nos convirtió, a ellos y a nosotros, sus descendientes, en pobres punto menos que de solemnidad.

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