domingo, 30 de agosto de 2009

Se me calla, a veces, la voz, ella sola, y me deja inertes, silenciosas, las manos, sobre el teclado sonriente –aseguro que lo “veo” sonreír, con las teclas, sus dientes, ofensivamente blancas-, de esa misma desesperante manera con que la música se burla de mi absoluta incapacidad de leer una partitura o de entender cómo es posible que parezca tan fácil hacer sonar una gaita o un piano y cuando yo pongo en ellos las manos no hacen sino ruidos inarticulados, como si se asombraran o les doliese a ellos también mi incapacidad de expresión musical, con lo que en cambio disfruto escuchando la música hecha por otros e interpretada por los privilegiados que saben hacerlo.

Me preocupan los días sin aportación al blog, al cuaderno, a las páginas inéditas de poesías que se van hilvanando los demás días, porque tengo por seguro que habrá un día en que escriba la última letra de la última palabra que haya de escribir, todo continuará siendo igual y el silencio sin embargo me habrá apresado como a tantos otros antes, malos y mediocres escribidores, como yo me supongo cuando a más me atrevo, otros tan geniales que resultaron capaces de sobrevivirse en incontables lectores.

Resulta apasionante considerar este ir y venir de unas y otras gentes, cada una con su capacidad o sin ninguna aparente –estoy seguro de que todos, absolutamente todos, dándonos o no cuenta de ello, hemos servido para algo en el plan de la creación y su desarrollo, en la torrencial historia del hombre-, que hemos de sucedernos y sólo algunos, ignoro si privilegiados, pueden dejar y de hecho dejan huellas visibles, que las hay que duran incluso siglos, aunque no sea más que para advertir lo equivocados que estuvieron al decir, hacer o pensar lo que dijeron, hicieron o pensaron.

martes, 25 de agosto de 2009

Habrá habido, digo yo, indios sin nada que hacer, habrán dado un paseo por el borde del río. Los ríos de los indios no tendrían puentes, sino vados. El indio habrá vadeado el río. Con cautela, si era otoño, por venir el agua crecida, con aspecto de torrentera. En otoño ya no bajan los osos al río, los enormes oso grises, porque en otoño ya ni bajan salmones desovados y no tienen los osos qué comer junto al río. Nuestro indio, porque ya lo ha creado la imaginación y de algún modo nos pertenece, rebusca bayas de otoño. Yo no sé si hay castañas en el territorio indio de entonces, tal vez hoy ya una gran ciudad. En la planicie que imagino para que el indio exista, cuando yo lo imagino, no hay ciudades, no ha llegado todavía el voraz, audaz, impetuoso e insaciable hombre blanco, ni mucho menos, detrás, los casacas azules de las pelis del Far West. Nuestro indio es, esta tarde, feliz, porque ni ha de salir de caza ni su tribu está en guerra con ninguna vecina, de modo que le es posible perder el tiempo por las cercanías del río, en este atardecer de otoño, rebuscando bayas silvestres y castañas primerizas, que tal ves sea demasiado pronto para pretender que las haya. Suenan esos ruidos que dentro de cierto número de años ahogará el de las industrias, los trenes, los aviones y los coches en marcha. Suena el rumor del río, solemne, el estremecimiento, casi escalofrío, de las ramas de los árboles cuando las toca el viento, tal vez enamorado. Suena la cascada, un poco más abajo del vado. Son ecos, piensa el indio, de la voz afortunadamente inaudible del Gran Manitú. Si la voz del Gran Manitú fuese audible, al indio no le cabe la menor duda de que el mundo estallaría en mil pedazos. Mejor así, escuchar lo que puede que no sea más que el eco de su eco, soportable para el oído humano y para la subsistencia del mundo, tan difícilmente equilibrado. El indio se sienta, a la vista del río, en el santo suelo, junto a un árbol de corteza lisa, cuyo tronco le sirve de respaldo, y sueña con cierta india que le tiene sorbido el seso. Una ardilla se acerca, a prudente distancia se detiene, se sienta y roe algo parecido a una bellota, puede que una avellana o una nuez Se miran, el indio y ella. El indio sonríe. La ardilla lo haría, pero no puede, no sabe. El sol, curioso, lo mira todo por entre la hojarasca y aparta con sus dedos de luz un poco una rama para tocar un mocasín del indio. Ya digo, atardece.

lunes, 24 de agosto de 2009

-Verá, es que su tique está caducado. No podemos atender su petición, que, hecha en su día, habría sido correcta.

-Pero el tique es auténtico.

-Ya se, ya se. No está falsificado como el que traía la caradura de su antecesora en el turno de la cola, pero éste está caducado, y no de ayer, sino de hace ya tres años.

-Nadie me advirtió …

-Verá, señora, hace mucho que rige el principio, establecido con singular acierto en defensa de la seguridad jurídica y la fluidez contractual, que dice que la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento.

-Pero ¿usted se da cuenta …?

-¿Cuenta? ¿De qué?

-¿No ve que soy mayor?. Tuve ese hijo para asegurarme de recuperar en su día, como todo el mundo, con el tique, uno equivalente, como báculo de mi vejez.

-Tendría usted que haber ejercitado en tiempo su derecho. Ya sabe. Son veinte años a contar desde la fecha de expedición del tique para uno equivalente en sexo y edad, y veintitrés para uno simplemente alternativo, con posibilidad incluso de sexo distinto, indiferenciado, ambiguo, o hasta contradictorio con el aspecto biológico,

-¿Y si no?

-Ya lo sabe. Está también en la ley. Pero consuélese. Creo que ahora, para meter a los ancianos inútiles, indefensos y sin parentela en las más modernas máquinas trituradoras, les ponen además la epidural y todo el proceso se desarrolla sin dolor.

-Ya. Por lo menos tienen esa consideración.

-Por favor, tenga la bondad, deje pasar al siguiente. Y no se olvide de dejar el tique a la salida, que si no, con los caducados, hacen falsificaciones cada vez más difíciles de diferenciar de los originales.

-Descuide, señor, descuide. Una siempre ha procurado ser cumplidora y no va a cambiar ahora, con los años.

domingo, 23 de agosto de 2009

Sale hoy mi pueblo, le dicen villa, de festejos de verano, todavía no muy consciente, entre dormido y despierto, con resaca evidente y pereza entrecortada por los quejidos estomacales derivados del exceso recién culminado, y se advierte todo ello en cómo salen renqueantes a la calle los restos del mocerío vociferante y saltarín de estas noches recién pasadas, las vesperales del que llaman día grande, de claro en claro, sin dar paz y sosiego al meneo corporal de cada cual y su restriego con el ajeno del sexo contrario, salvo las excepciones que porcentualmente corresponden. Se les advierte sin ánimo. Incluso más vestidos, como si reciente exceso hubiera desgastado las tersuras tan generosamente hasta ayer exhibidas, y no sólo camino de la playa. Comprende uno la nostálgica tristeza del coro sanferminero del “pobre de mí”, que inicia aquí el sueño del “año que vien”, como consuelo de que éste se haya ido la fiesta mayor, cuando, como dice el himno “despiertan a los vecinos a golpe de volador”. Mi villa, o por mejor decir, la villa que me contiene, tiene, como la cuna de la oración infantil, cuatro esquinitas: dos religiosas, una profana y la cuarta mitad y mitad, o, diría yo que un setenta por ciento de laica y el restante treinta de semireligiosa. Son, respectivamente, la Semana Santa, la Navidad, el Carnaval y estos festejos de verano, que, más que la presidencia, tienen la excusa de san Timoteo, cuyo nombre invocó sin precedente conocido de su veneración hace noventa y nueve años éste, un conocido conciudadano, que convocó a sus amigos, conocidos y público en general a celebrar la que ha venido siendo una jocosa romería a que afluyen propios y extraños con extraordinario entusiasmo, creciente nostalgia y un éxito cada vez mayor y más evidente, pese a los estragos que los años hicieron en la idea primera de una merendola campestre de cierre de veraneo. Su celebración ayer, un día radiante de sol, pone de algún modo fin a la tregua veraniega y a la concurrencia en casa de los más pequeños, que ahora al irse, nos dejan ahogados con la ausencia de sus gritos, en el recuerdo de otros que se fueron al otro lado del espejo y allí nos aguardan quiero creer y por lo tanto creo que con una sonrisa de antemano consoladora.

sábado, 22 de agosto de 2009

Tremendo, este mundo lleno de contrastes y enfrentamientos. En ocasiones parece que lo único que podrá salvarnos de una en otro caso inminente catástrofe en la delgada capa de barniz que llamamos educación y que evita, a falta de otros principios, que unos se arrojen a la garganta de otros por un quítame allá esas pajas, que en este caso, según los periódicos, eran unas gafas de sol, que acabaron enfrentando con violencia irrefrenable a más de un millar de personas. Y que nadie me diga que hay por debajo, por encima, por delante o por detrás, un problema de xenofobia, que no digo que no lo haya, o de desconfianza interracial o sospecha de incompatibilidad cultural. A lo peor, hay de todos eso y de quién sabe qué más problemas, pero no hay que olvidar que todos eran individuos de la especie humana y que todo empezó por un par de gafas de sol.

Algo es urgente hacer, para que ni se repita ni se imite o despertará en nosotros la sospecha de que no aprendimos nada del horror del siglo XX, cuando los holocaustos y el matar indiscriminado, el odio y los exilios de que viene esta herencia de vacío espiritual y esta imprescindible necesidad de reconocimiento de una ética de universal aceptación, que se corresponda con el evidente encogimiento del mundo, hecho que nos atrapa en la estrechez de la convivencia.

Casi todos los pueblos de España y desde luego todos los del Principado de Asturias, celebran en verano fiestas en honor de santos y patronos durante que se presume de hermandad solidaria y jolgorio comunal. Y hasta tal vez concurran la víspera de la fiesta –cuando todo es tan extraordinario y radiante como cabe en un sueño, que siempre erosiona la realidad y deja cuando más en radiante- o en su vocinglera y disparatada eclosión de colores, ruidos y entusiasmo. Antes y después, sin embargo, estuvo la invasión de coches, la necesidad de hacer cola y sudar en los establecimientos, la aglomeración de sudorosos ejemplares crispados de humanos al borde de la exasperación, y se advirtió en la crispación generalizada, los insultos recíprocos, a través de las ventanillas semiabiertas nada más por si acaso, porque el peatón no se mueve con diligencia y el coche apalanca su desfachatez en el paso de cebra, una ansiedad incomprensible para el relax pretendido con las escasas vacaciones de que dispone el atareado, azacaneado, angustiado ejemplar humano medio, ahora que trabajan hombre y mujer y sufren los niños y adolescentes el rigor de la falta de monitores para enfrentarse con lo desconocido de una selva cada vez menos coincidente con lo que destruyeron los filósofos hasta llegar a la duda de nuestra existencia misma, puesta en duda en la cúspide de un supuesto progreso del saber que estoy empezando a sospechar que nos reconduce a otra Babel, ahora de ideas, que podría llegar a la paradoja de hacernos incompatibles con nosotros mismos.

viernes, 21 de agosto de 2009

Hagamos de un sueño una palabra,
de una palabra una canción,
y desde la canción, cantada a coro,
hagamos de nuevo un sueño.

Nadie se ha de enterar,
sólo nosotros,
los tontos,
los poetas,
los que perdemos el tiempo contando nubes,
peinando las olas de la mar
con el anhelo
de surcarlas.

Ellos, la gente importante
se ocuparán de las cosas
trascendentales.

Preparemos un mundo para lo que quede
cuando todos estos se hayan logrado enterrar
bajo su afán de dinero,
de fama,
de poder. Preparemos
un mundo secreto
en que refugiarnos a jugar, maleducándolos,
con nuestros pobres nietos,
carentes de niñez.

Guardemos
para el futuro de los niños perdidos,
que nos rodean,
nos piden auxilio, no saben qué les pasa,
un mapa
muy secreto,
que contenga la clave de los caminos
que llevan
a nadie sabe muy bien dónde
pero los menos sabios,
los más ingenuos,
sabemos que el el único lugar a que vale la pena
ir.

martes, 18 de agosto de 2009

El vuelo de soñar despierto, esa delicia, tal vez enseñanza, que nos deja el sueño de mientras dormimos, con la extravagancia y el delirio de aprendices que entonces somos de surrealismo. Mientras dormimos, resucitan muertos recientes y lejanos, de pronto regresados al trato habitual que teníamos con ellos, con sus costumbres y manías, vamos y venimos por paisajes a veces reiterados, por más que sean en la realidad inexistentes, o, por lo menos, desconocidos u olvidados. En sueños, los objetos cotidianos se deforman, como los relojes de Dalí, o funcionan mal o no funcionan en los momentos de aparente mayor peligro, cuando despertamos y nos invade el repentino consuelo de que todo haya sido un sueño.

Eso es, creo yo, lo que nos enseña a soñar despiertos, cuando, por lo menos inicialmente, podemos conducir nosotros la imaginación por derroteros imposibles, utopías maravillosas o peligros de toda índole. Soñar despiertos nos proporciona posibilidad y ocasión de vivir varias vidas, además de la nuestra, muchas de mentira, otras proyectos, que se van perfilando con el propósito de reconvertirlas a la realidad en la primera ocasión que se presente. Soñar despiertos nos ofrece contestación adecuada para esas coyunturas en que alguien nos sorprende y deja sin palabras, hechos con que responder a ofensas que no supimos afrontar el la realidad, cuando se nos calentó tanto la cabeza que olvidamos debe conservarse fría para que las neuronas no enloquezcan y nos dejen de la mano de lo razonable.

lunes, 17 de agosto de 2009

Dura escasamente una semana, esta invasión de mi casi todo el año solitario refugio por que apenas circulan, cuando más, a la vez, media docena de personas. Estos ocho o hasta tal vez diez días de lo que llaman festejos los aborígenes, primero se llena todo de gente, mascotas y coches, sobre todo coches, y en seguida, el conjunto hierve como si hubiera habido una descarga de energía súbita y desaforada. La multitud se mueve como si no fuese a ninguna parte, algunos, para complicar involuntariamente las cosas, se paran, dudan, deambulan sin rumbo, otros pretenden ir más allá, hacia donde no ocurre nada de particular, pero, de pronto, va todo el mundo. Y lo complican todo gaitas, músicas, charangas, requintos y explosiones de cohetes y colores, que excitan a los perros y forman un coro de ladridos que se une al barullo general.

A todo esto, los coches, tripulados por nerviosos conductores que buscan afanosa y casi siempre infructuosamente dónde dejar quieto, eso que llaman aparcar, su vehículo, giran como los caballitos y autos de un tiovivo, entre una lluvia de palabrotas con que subrayan unos y otros, peatones y chóferes, su opinión acerca de las irregularidades de la conducta y el comportamiento de sus opuestos en la pretensión de utilizar la calle, las aceras, los jardines y cuantos demás espacios no trata de salvaguardar con escaso éxito la evidentemente incompetente supuesta autoridad paradójicamente competente.

Dura entre siete y diez días, como mucho quince, este caos, que, si fuesen pocos más, resultaría insoportable para el sistema nervioso de cualquier humano. Luego se restablecerán, supongo, como siempre, el silencio y la calma, los escasos moradores habituales del lugar repasaremos el rosario de nuestros recuerdos y nuestros visitantes se irán a echar cuentas de los días que faltan para el próximo puente que tienen la esperanza de que les permitirá volver si los obstáculos del otoño no lo impiden. Si, hombre, el primer obstáculo es el viaje mismo de vuelta, cuando debe cada cual procurar no estar implícito en la cifra de las que siempre son menos que el año pasado, pero siguen siendo demasiadas víctimas de esas que ya se han llegado a llamar, como en la guerra, “operaciones” de salida de y vuelta a casa. El segundo obstáculo es el de la crisis, que ya estamos descubriendo que por detrás de las previsiones de quienes ignoraban o pretendieron ignorar que no había una economía en esta país que nos permita ahora sumarnos a los buenos resultados de quienes disponían de ella y pueden curarla de pretéritos males, afortunadamente en regresión. Y el tercero, la gripe, que nadie sabe qué es, a dónde puede llegar y en qué parará.
Cuando llegas a esta edad, es decir, ya eres viejo, se te mueren como a mí me está ocurriendo, amigos entrañables, de que guardas recuerdos, hasta hace poco mezclados con la posibilidad del reencuentro, cuando, como dice un autor inglés cuyo nombre no recuerdo a esta hora de improvisar, puede reanudarse una conversación como si nunca se hubiera interrumpido. El célebre y al parecer nunca formulado “decíamos ayer” de Fray Luis, tras de su desgraciado encuentro con la Inquisición.

Quiero creer y creo por tanto que del otro lado será posible reencontrarse con todos los demás, amigos o enemigos, solo que ahora, es decir, entonces, todos conciliados, más que reconciliados, y hasta será posible, digo yo, reírse juntos de tantos empeños, encuentros y desencuentros como los de este ir y venir en que consiste la vida, siempre enfrascados en conseguir algo, que, cuando más, habrá que dejar aquí, al lado de tanto papel, tarjeta y documento, ya todos, cuando no estemos, apenas una gacetilla informativa de que estuvimos, que, si no estorba demasiado guardarán en el desván de casa durante cierto tiempo. Creo que tampoco nos ha de parecer mal que transcurrido ese cierto tiempo, lo eche alguien, probablemente desconocido para nosotros, a la basura. La historia, como dicen los actores respecto de la representación, tiene que continuar y otros han de ocupar las plazas disponibles y hacer lo que hacíamos, es probable que mejor de lo que nosotros lo hicimos. Porque repito que no es cierto que cualquier tiempo pasado sea mejor. Casi siempre es mejor lo que viene cuando la historia se desarrolla y la tecnología proporciona más medios y más comodidades al alcance de más gente.

Creo que nunca van a desaparecer las diferencias que permiten identificar a las personas, las categorías y los conceptos, pero se lograrán mayores y mejores cotas de convivencia. Si no, la humanidad no podría sobrevivir.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Me alegro con tu alegría, cuando, empujados por el sol, pasáis todo el grupo como una horda de pájaros, gritando alegrías, camino de cualquier parte. Es verano y tiempo de olvidarse de lo oscuro, siquiera sea provisionalmente, que todo un invierno de habitualidades bien merece la maravilla de dejarse aplastar por el sol, llevar por la brisa, mecer por la mar tranquila, que al entrar las muchachas en flor y tener la ocasión de acariciarlas, se adivina como un suspiro del agua estremecida.

Mete la niña en el agua
su carne prieta
y al mojarla de brillos, la mar
la ilumina.

La niña se despeina,
la disfrazan las algas de sirena,
juega la espuma
con su risa.

Mañana de agosto, se entretiene
el sol
combinando colores en el vientre
de la caracola
cuando la acaricia.

Juegan
las gaviotas
a reflejarse airosas,
ellas que son feroces carroñeras,
en los charcos que olvida la marea,
en su piel
de celofán.

martes, 11 de agosto de 2009

Una red
no es más que una trampa sutil,
trenzada
con muy pocas palabras,
por eso el amante se limita
a repetir a su amada,
una y otra vez: te quiero,
nada más.
Tal vez no haya más tragedias que antes, pero nos enteramos primero y de modo más detallado de las barbaridades perpetradas por hombres, de los destrozos producidos por las fuerzas alteradas de la naturaleza, de que estamos en constante peligro de que nos alcance cualquiera de las catástrofes producidas ahí mismo, al lado por la distracción de un conductor, la avería de un vehículo, la insensatez de los que conducen como si estuvieran solos en el mundo. Y para colmo ahora da la humanidad en el descubrimiento de la eficacia de perseguir la consideración y la fama, prescindir de la presunción de inocencia y volver al piensa mal y acertarás, de Sancho, tan sagaces y a la vez tan torpes como el desconcertado espolique de nuestra loca genialidad, empeñada en perderse por los vericuetos del laberinto, desdeñando las señales dejadas por las generaciones que se quemaron en el vano empeño de juzgar primero –jueces y partes los de cada bando- y sentenciar después como malos a los contradictores respectivos. Produce escalofríos escuchar que según dicen los periódicos que he comprado esta mañana, hay en el mundo quien se permite vociferar que “corren vientos de guerra”. ¿Será posible que no hayamos aprendido nada de la más reciente historia humana? No me extraña que hasta los vientos se hayan estremecido, se hayan vuelto locos de tormenta y granizo, inundaciones y ese ir y venir de las desmesuradas temperaturas por un lado y por el otro el desastre. Se desarticula por dentro y por fuera, desde el alma colectiva hasta la otrora apacible meteorología del verano. Afortunadamente nos quedan las playas, adonde no bajan todavía –todo se andará- los coches, y la montaña pura y dura, adonde no llegan por ahora, si bien se escuchan cada vez más cerca los resoplidos de sus esfuerzos. Me avergüenza ser tan afortunado que dispongo de un rincón adonde huir con un libro, un reproductor y unos cascos y ora releer o volver a escuchar –es peligroso, por más que sea también aconsejable- tratar de descubrir talentos nuevos y explorar sin las debidas precauciones los nuevos sonidos y la literatura recién estrenada.

lunes, 10 de agosto de 2009

Por fin, tras de una serie de días de lluvia tenaz, sale hoy, en pleno agosto, sorprendente, el sol, que al parecer estaba ahí mientras nos dolíamos de su ausencia. Y en seguida, un tumultuoso grupo de gente, se ha echado a la calle, camino de las playas, encabezado por tribus de hermosas supongo que por ahora doncellas semidesnudas, bronceadas, deslumbrantes y patilargas, a que perseguimos, con los ojos desorbitados los viejos verdes, y ya, en cierto modo escépticos, los mozalbetes tan insultantemente jóvenes como ellas.

No dejé entrada ayer, por cierto, confío en que no lo propaléis, porque era mi cumpleaños. Parece que mengua el pastel, a medida que se multiplican las velas. Es divertido unas veces, otras agobiante y, durante algunos ocasos vespertinos, estremecedor. No sé que tiene ese tránsito del atardecer, que cuando adolescente se carga de nostalgias de un pasado que todavía es futuro, cuando se han atravesado casi todos los futuros se convierte en esa mezcla de ansiedad, temor y esperanza que produce el estremecimiento de la inquietud.

Los pajarillos del nido del patio, que estrenaron el nido artificial, se han ido a disfrutar del verano. ¿Sentirán los pájaros nostalgia de su nido?

sábado, 8 de agosto de 2009

Me faltaban tres tomos de las Obras Completas de G. K. Chesterton que editó Janés en 1952 en una colección que llamaba Clásicos del siglo XX y por fin los he encontrado en el otro extremo del mundo, ahora que ya no hay fondos de librería ni en las de viejo. El único tomo que tenía, el II, lo compré hace muchos años, sobre todo porque contenía las aventuras del padre Brown y las del Hombre que fue Jueves y el que Sabía Demasiado. La mayoría de los libros publicados en aquella paradójica edad de oro de las editoriales, entre las décadas de los años cincuenta y sesenta, se saldaron poco menos que al peso de su papel y se dispersaron sobre todo por la América de habla española, por donde aparecen ahora en las más inesperadas librerías de diferentes ciudades.

Desde 1952 nadie ha reeditado las obras completas de Chesterton, aunque he leído en alguna parte que justo ahora se está preparando una edición, pero no sé si en inglés, y es preciso dominar muy bien el inglés, supongo, para leer a Chesterton en su lengua.

Los libros, por una u otra razón, se están reduciendo a ediciones de obras singulares –Acantilado acaba de ir publicando varias de las de Chesterton también-, pero no se hacen ediciones de Obras Completas. Se prefiere la aventura de la obra singular, que cada librería devuelve en breve plazo si no logra vender, y se saldan los restos cada año. Dan al libro el mismo trato que a cualquier mercancía susceptible de pasar de moda, y, muchos, para venderlo, no dudan en preparar habilidosos personajes, que en una solapa o en una reseña, son capaces de hacer un comentario del libro mucho mejor escrito que el libro mismo y sagazmente redactado para suscitar interés en cualquier eventual futuro lector.

Encargué los tres tomos, y a la vez, como paradoja y como contraste, compré un libro electrónico. En un libro electrónico descubro que cabe una biblioteca de mediano tamaño, más de dos millares de libros, y es posible llevar una tarjeta de repuesto en que caben otros tantos. Casi de súbito, el mundo, con las cámaras fotográficas compactas, el teléfono móvil y el ordenador portátil, se ha salido de sí mismo y convertido en otro mundo por donde los mayores deambulamos sumidos en el estupor, desconcertados como turistas perdidos en una catedral, un viejo palacio o una intrincada judería. ¡Búscate con el GPS, abuelito!, dice nuestra nieta más pequeña.
Cuando hayan pasado muchos años y se eche cuenta de éste, moverán el mostacho los estadísticos, como el portugués de la fábula, y se dirán que fue un verano pasado por agua, humedad y desaliento. El agua y la humedad consiguiente la pone la naturaleza, al evolucionar de acuerdo con el por ahora secreto propósito de que existamos ella y nosotros, los humanos atrapados en su ámbito, el desaliento lo ponen los veraneantes, que todo el invierno soñando con estos días y mira tú lo que hay, sudor por dentro y humedad por fuera. Las comisiones de fiestas se tiran de los pelos y las fanfarrias y agrupaciones musicales cobrarán este año con menor esfuerzo, con la fiesta pasada por agua y los romeros al amor de la lumbre, contándose consejas y consolándose cada cual como puede.

Tenemos entendido que mientras tanto en el sur se desquita el sol de su falta de trabajo por aquí arriba y calcina las piedras y madura alegremente los membrillos. Cojo una revista, hoy, sedicente seria y circunspecta, que augura que dentro de un plazo no demasiado largo, las señoras –en sus ilustraciones, por ahora, las señoritas de buen ver-, circularán por las calle y, textualmente dice, irán a la compra en cueros, en pelota viva. Puede. Visto lo visto, ya no me atrevo a negar que vaya a pasar nada de lo imaginable y hasta hace poco inimaginable. En determinadas regiones, sin embargo, en pleno invierno, me parece poco práctico y singularmente propenso a que sin necesidad de gripes abecedarias se cojan fríos de muerte. Aquí mismo, en el norte, este preciso verano. Me temo que la tal moda fracasara, por muchos que fueran para algunos sus alicientes. Me pregunto qué dirían mis bisabuelos, para quienes el tobillo tenía aquel encanto del secreto bien guardado, si se asomaran por un momento al tiempo en que quedan tan pocos territorios secretos en la maravillosa arquitectura de la juventud femenina, cada vez por otra parte más larga y provechosa.

viernes, 7 de agosto de 2009

Salgo a mezclarme con la gente que pasa, a ser uno más a deambular, mirar los peces del río y extasiarme y decir lo de que ahora no hay ríos como este, con peces y patos, cormoranes y nutrias, gaviotas, múgiles, truchas y palomas. Ya no hay anguilas, por cierto, Algo o alguien las ha exterminado. Cuando éramos niños los de mi generación, pescaban algunos las anguilas desde el puente, con un cordel y un pedazo de sardina o de pan, las truchas preferían gusano y los múgiles pan. Ahora está prohibido pescar, salvo truchas, con licencia, pero en este tramo, las que se pesquen han de devolverse al río. Dicen que así se protegen las especies y olvidan que las especies nacen y se extinguen porque ha de ser así y debe completarse cada ciclo.

Salgo de algún modo disfrazado, sin disfraz, de guiri que va de paso y se asombra. A las gentes de mi lugar les encanta que el forastero quede deslumbrado por alguna de nuestras cosas, boquiabierto. Esto, decimos, no lo tendrán ellos allá. Allá es ese sitio a la vez inimaginable y difícilmente alcanzable donde atan a los perros con longaniza, pero no tienen la menor idea de lo que es vivir. Me gusta parar a alguien que no sea de aquí, puesto que si lo fuese me conocería y preguntarle por dónde se va a algún sitio o si conoce un sitio en que den de comer bien y barato. Me miran, sonríen, por regla general y me dicen que ellos tampoco son de aquí, que no saben, que tl vez por allá, que han visto que está el puerto. En los puertos, me dice una amable señora, se suele comer bien, pero caro.

En la esquina, un negro canoso vende figuritas de madera. Cómpreme, dice, que hoy no vendí nada y no podré ir a comer.

Cuando llega el verano, con los turistas, los veraneantes y los curiosos, mezclados, disimulados, como una especie de espuma, de ribete, pasa una corte de los milagros, una cohorte de Monipodio y otra de los modernos buhoneros de la manta y mercancía portátil, discos, películas, bolsos de señora con la marca fingida. Están y no están, son como fantasmas. Se deslizan, doblan la esquina y desaparecen.

Como es costumbre durante este verano, llueve manudo y tenaz.

miércoles, 5 de agosto de 2009

La oscuridad está preñada de luz, y viceversa. Hay en cada caso un núcleo de cada contrario porque existir impide desprenderse del mundo alternativo en que se salva nuestra parte buena cuando claudicamos y la mala cuando se impone el sentido moral y la conciencia, ese inexorable juez que todos llevamos dentro, podría estar satisfecha si no supiera de nuestra total dimensión, latente en cada acto.

Debe ser tremendo el oficio de juez. Habrá, supongo, que prescindir muchas veces de las últimas razones y echarse a la espalda el fallo con todas sus consecuencias. Recuerdo hoy, de modo especial a uno de los muchos que conocí y decía que al fin y al cabo, su sentido de la responsabilidad tenía el aliviadero de saber que si él se equivocaba, habría otros jueces que en apelación corregirían su error. Siempre hay, sin embargo, uno que ha de dictar la última y definitiva sentencia contra que ya no cabe recurso. Que supongo que por eso ha de ser viejo, sabio y actuar colectivamente. Compartir, Shelley lo sabía cuando dijo que gritar una obsesión es empezar a liberarse de ella, es repartir la carga, en algunos casos, de otra manera, insoportable.

martes, 4 de agosto de 2009

“Estoy meditando sobre la conveniencia de dejar de leer el periódico, sellar la radio y lacrar la televisión. Regresar a la incomunicación del humano anterior a la que llamáis civilización, que a la larga desemboca en esto, una y otra vez, como acredita la historia, a medida que prosperó cada imperio conocido. Una incomunicación relativa, claro está, puesto que al limitarse al reducido círculo de semejantes que nos rodea, la relación se hace más estrecha”.

Lo dice un personaje de invención, y otro le contesta:

“Podría ser peor el remedio, dado que esa relación ahora sería más intensa y provocará sin duda sensaciones a veces insoportables”.

Se escapan, siempre lo he dicho, los personajes que inventas para articular el microcosmos de un libro, esa especie de pecera o de escenario en que se mueven y descubres que en seguida se les ocurren cosas que tú no habías pensado. Y empieza ese dolor íntimo de que alguien que debería obedecerte haya logrado cobrar vida propia y te exige su propia coherencia y capacidad para concebir ideas y llegar a mayores conocimientos y conclusiones que con sinceridad creo que, en mi caso, a mí no se me habrían ocurrido.
Busco, contra el consejo del sabio, compañía. Alguien con quien intercambiar unas docenas, tal vez casi un centenar de palabras, que tengo cansadas de darme vueltas por entre las neuronas, como perros vagabundos. Pero no tengo a esta primera hora de la tarde, de siesta aún, para los más rezagados o que tienen la suerte o la desgracia de vivir donde el termómetro se pasa el verano en el ático, más que mi soledad conmigo. La soledad viene acompañándome como mi sombra, que no reparo ni en una ni en otra si voy pensando en otra cosa, pero se evidencian cuando salgo de mí y miro alrededor y no hay otro vestigio humano que mi ocasional reflejo, mirándome reprobador, que leo en sus ojos la pregunta de si sé dónde hemos llegado y es como si me echase la culpa de que estemos él y yo, que es lo mismo que él, nada más, o que yo, puesto que ambos, siendo uno, estamos juntos solos.

Cabe hablar, incluso recitar, leyendo o de memoria. Cuando de memoria faltan las palabras, invento otra y renuevo el poema, sospecho que unas veces para peor y alguna, aunque sean pocas, para mejorarlo, por lo menos para mi oído cómplice.

Y el recurso de la música, que o me adormece o me exacerba la capacidad de andar a saltos por la memoria y fingir con alguna otra sombra, residuo de algún sueño, escenas jamás ocurridas.

O entrar en algún libro, nuevo o viejo. Que es singular placer el de la relectura, parecido al de regresar a una ciudad ya vivida y rebuscar en ella los rincones que de algún modo nos pertenecen o comparten esa posesión del visitante que algunos lugares mágicos adquieren hasta el punto de instalarse en nuestra memoria más íntima, con singular desparpajo. O descubrir entre las páginas desconocidas de nuevo el apasionado afán de tratar de entender al personaje, o de acompañarle, con la única desasosegadora sensación que deben tener las personas amadas que perdimos y desde otra vida nos acompañan sin poder intervenir, advertirnos, protegernos o empujarnos hacia la alternativa en que encallaremos caso de perder el rumbo.

lunes, 3 de agosto de 2009

El problema de la contracultura es tratar de hacer callar a quienes tienen mayor dosis adquirida de la sabiduría que por desgracia para los perseguidores no puede lograrse por medio de sus habilidades habituales: esos juegos de palabras en que son maestros, la posibilidad de contradecirse sin rubor y la mendacidad consciente como argumento.

Están en evidencia y ahora la cuestión es si sus contradictores serán capaces de comportarse como gente educada o si la contaminación habrá llegado demasiado hondo, con la abundancia de señuelos, el deslumbramiento que produce siempre el oro, dondequiera que aparece un yacimiento y el habitual constante machaqueo del impudor de sentimientos arrastrado por la vía pública de la exhibición nos habrá alcanzado a todos y será ésta otra pandemia en marcha, sin OMS que la vigile y trate siquiera de prevenir.

Son lo que son, inexorablemente, pero lo malo es que nos habían prometido que ese modo de ser, por infrahumano que pareciese, podría darnos cierta felicidad, y, de vuelta de las barbaridades del siglo XX, los creímos con la ciega esperanza de la desesperación.

Convencieron a los entonces jóvenes de que lo adecuado era abandonar los principios y sustituirlos por el ciego respeto de la ley formal, que es esa que no está apoyada en la necesaria legitimación moral, y a continuación vaciaron las palabras de sus conceptos las llenaron de ruido y colores.

Ahora, cuando nos dicen cualquiera de las cosas que repiten con voz campanuda o con la voz insinuante de quien te invita a donde el puro instinto ya te avisa de que sería peligroso ir, ya no sabemos si la evidente mendacidad de sus asertos es o no consciente. Porque hasta puede que como los grandes mentirosos crónicos hayan logrado convencerse a sí mismos de que de algún modo, sus mentiras componen alguna verdad y eso los hace más peligrosos cada día que permanecen en cualquier puesto social de responsabilidad, porque esa permanencia los va convirtiendo poco a poco en la paródica imagen de admirables ídolos antropomorfos y pienso que los está tentando de proclamarse dioses, como hicieron los emperadores de Roma o los faraones de Egipto, y, de algún modo, los hombres de hierro de las edades moderna y contemporánea, que estuvieron a punto de lograr conducirnos a la vesánica convicción de que, una vez eliminada la mitad no sé si del yin o del yang, podríamos con solo la otra mitad cerrar el círculo del paraíso.
No te das cuenta de lo que es la vida hasta que se te está acabando. Es frecuente vivir como un imbécil, despilfarrando el tiempo con ese aire de estúpida suficiencia, sin comprender, hasta que están a punto de salir a buscar tus restos, que lo que malgastamos es todo lo que tenemos y que no hay remedio para el transcurso de ese mínimo espacio del abrir y cerrar de ojos en que consistió el inconmensurable privilegio de estar vivo.
Agosto, pleno verano, gente, automóviles, perros de todas clases y tamaños. El cocker de casa enloquece con la turbamulta de olores que ha de comprobar durante cada salida. Hasta se le olvida ponerles encima su sello y tiene que volver, moviendo dubitativo el rabo, sobre sus pasos ya cansinos de perro viejo, para el que dice el aforismo que no hay tus, tus, sea eso lo que fuere.

En el patio, por fin, ha prendido apenas, tímida, una buganvilla y como para festejarlo, cuando se ha hecho viejo el nido artificial que ya hace lo menos tres o cuatro años que puse, se ha poblado de crías que pipían excitadas y mueven las cabecitas a la puerta.

Verano y hora del Angelus. Está la niebla al alcance de la mano casi y se frotan las manos los hosteleros de los chiringuitos para quienes al niebla y mejor aún las lluvias de agosto les permiten hacer realmente el suyo, con los fracasados de la inhóspita playa, donde sólo quedan los jugadores de pelota. Da igual fútbol, tenis, lo que sea.

Este año, al parecer, hay menos turistas en todas partes. Los turistas tienen miedo a los precios y a las bombas. En una remota provincia china, dice para colmo hoy el periódico que está en cuarentena una ciudad de diez mil habitantes, por un brote de peste neumónica. Nos parecía estar casi en le siglo XXI con ambos pies y nos redescubrimos con uno por lo menos en pleno medievo, asustados por los alienígenas del mundo invisible, el aterrador mundo de los microorganismos que desde su invisibilidad pueden caer sobre nosotros de súbito, penetrarnos, mezclarse con nuestra intimidad más profunda y matarnos sin dar importancia a su proeza: David y Goliat. El mundo invisible, como el de las hadas, está en éste, pero nuestra torpeza lo ignora hasta que es tarde para tratar de entenderlo y de dialogar con sus mandamases a ver si es posible una convivencia pacífica. Ahora que o piendo, sin embargo, ¿cómo dialogar con un microbio?