El problema de la contracultura es tratar de hacer callar a quienes tienen mayor dosis adquirida de la sabiduría que por desgracia para los perseguidores no puede lograrse por medio de sus habilidades habituales: esos juegos de palabras en que son maestros, la posibilidad de contradecirse sin rubor y la mendacidad consciente como argumento.
Están en evidencia y ahora la cuestión es si sus contradictores serán capaces de comportarse como gente educada o si la contaminación habrá llegado demasiado hondo, con la abundancia de señuelos, el deslumbramiento que produce siempre el oro, dondequiera que aparece un yacimiento y el habitual constante machaqueo del impudor de sentimientos arrastrado por la vía pública de la exhibición nos habrá alcanzado a todos y será ésta otra pandemia en marcha, sin OMS que la vigile y trate siquiera de prevenir.
Son lo que son, inexorablemente, pero lo malo es que nos habían prometido que ese modo de ser, por infrahumano que pareciese, podría darnos cierta felicidad, y, de vuelta de las barbaridades del siglo XX, los creímos con la ciega esperanza de la desesperación.
Convencieron a los entonces jóvenes de que lo adecuado era abandonar los principios y sustituirlos por el ciego respeto de la ley formal, que es esa que no está apoyada en la necesaria legitimación moral, y a continuación vaciaron las palabras de sus conceptos las llenaron de ruido y colores.
Ahora, cuando nos dicen cualquiera de las cosas que repiten con voz campanuda o con la voz insinuante de quien te invita a donde el puro instinto ya te avisa de que sería peligroso ir, ya no sabemos si la evidente mendacidad de sus asertos es o no consciente. Porque hasta puede que como los grandes mentirosos crónicos hayan logrado convencerse a sí mismos de que de algún modo, sus mentiras componen alguna verdad y eso los hace más peligrosos cada día que permanecen en cualquier puesto social de responsabilidad, porque esa permanencia los va convirtiendo poco a poco en la paródica imagen de admirables ídolos antropomorfos y pienso que los está tentando de proclamarse dioses, como hicieron los emperadores de Roma o los faraones de Egipto, y, de algún modo, los hombres de hierro de las edades moderna y contemporánea, que estuvieron a punto de lograr conducirnos a la vesánica convicción de que, una vez eliminada la mitad no sé si del yin o del yang, podríamos con solo la otra mitad cerrar el círculo del paraíso.
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