En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
martes, 11 de agosto de 2009
Tal vez no haya más tragedias que antes, pero nos enteramos primero y de modo más detallado de las barbaridades perpetradas por hombres, de los destrozos producidos por las fuerzas alteradas de la naturaleza, de que estamos en constante peligro de que nos alcance cualquiera de las catástrofes producidas ahí mismo, al lado por la distracción de un conductor, la avería de un vehículo, la insensatez de los que conducen como si estuvieran solos en el mundo. Y para colmo ahora da la humanidad en el descubrimiento de la eficacia de perseguir la consideración y la fama, prescindir de la presunción de inocencia y volver al piensa mal y acertarás, de Sancho, tan sagaces y a la vez tan torpes como el desconcertado espolique de nuestra loca genialidad, empeñada en perderse por los vericuetos del laberinto, desdeñando las señales dejadas por las generaciones que se quemaron en el vano empeño de juzgar primero –jueces y partes los de cada bando- y sentenciar después como malos a los contradictores respectivos. Produce escalofríos escuchar que según dicen los periódicos que he comprado esta mañana, hay en el mundo quien se permite vociferar que “corren vientos de guerra”. ¿Será posible que no hayamos aprendido nada de la más reciente historia humana? No me extraña que hasta los vientos se hayan estremecido, se hayan vuelto locos de tormenta y granizo, inundaciones y ese ir y venir de las desmesuradas temperaturas por un lado y por el otro el desastre. Se desarticula por dentro y por fuera, desde el alma colectiva hasta la otrora apacible meteorología del verano. Afortunadamente nos quedan las playas, adonde no bajan todavía –todo se andará- los coches, y la montaña pura y dura, adonde no llegan por ahora, si bien se escuchan cada vez más cerca los resoplidos de sus esfuerzos. Me avergüenza ser tan afortunado que dispongo de un rincón adonde huir con un libro, un reproductor y unos cascos y ora releer o volver a escuchar –es peligroso, por más que sea también aconsejable- tratar de descubrir talentos nuevos y explorar sin las debidas precauciones los nuevos sonidos y la literatura recién estrenada.
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