Busco, contra el consejo del sabio, compañía. Alguien con quien intercambiar unas docenas, tal vez casi un centenar de palabras, que tengo cansadas de darme vueltas por entre las neuronas, como perros vagabundos. Pero no tengo a esta primera hora de la tarde, de siesta aún, para los más rezagados o que tienen la suerte o la desgracia de vivir donde el termómetro se pasa el verano en el ático, más que mi soledad conmigo. La soledad viene acompañándome como mi sombra, que no reparo ni en una ni en otra si voy pensando en otra cosa, pero se evidencian cuando salgo de mí y miro alrededor y no hay otro vestigio humano que mi ocasional reflejo, mirándome reprobador, que leo en sus ojos la pregunta de si sé dónde hemos llegado y es como si me echase la culpa de que estemos él y yo, que es lo mismo que él, nada más, o que yo, puesto que ambos, siendo uno, estamos juntos solos.
Cabe hablar, incluso recitar, leyendo o de memoria. Cuando de memoria faltan las palabras, invento otra y renuevo el poema, sospecho que unas veces para peor y alguna, aunque sean pocas, para mejorarlo, por lo menos para mi oído cómplice.
Y el recurso de la música, que o me adormece o me exacerba la capacidad de andar a saltos por la memoria y fingir con alguna otra sombra, residuo de algún sueño, escenas jamás ocurridas.
O entrar en algún libro, nuevo o viejo. Que es singular placer el de la relectura, parecido al de regresar a una ciudad ya vivida y rebuscar en ella los rincones que de algún modo nos pertenecen o comparten esa posesión del visitante que algunos lugares mágicos adquieren hasta el punto de instalarse en nuestra memoria más íntima, con singular desparpajo. O descubrir entre las páginas desconocidas de nuevo el apasionado afán de tratar de entender al personaje, o de acompañarle, con la única desasosegadora sensación que deben tener las personas amadas que perdimos y desde otra vida nos acompañan sin poder intervenir, advertirnos, protegernos o empujarnos hacia la alternativa en que encallaremos caso de perder el rumbo.
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