Agosto, pleno verano, gente, automóviles, perros de todas clases y tamaños. El cocker de casa enloquece con la turbamulta de olores que ha de comprobar durante cada salida. Hasta se le olvida ponerles encima su sello y tiene que volver, moviendo dubitativo el rabo, sobre sus pasos ya cansinos de perro viejo, para el que dice el aforismo que no hay tus, tus, sea eso lo que fuere.
En el patio, por fin, ha prendido apenas, tímida, una buganvilla y como para festejarlo, cuando se ha hecho viejo el nido artificial que ya hace lo menos tres o cuatro años que puse, se ha poblado de crías que pipían excitadas y mueven las cabecitas a la puerta.
Verano y hora del Angelus. Está la niebla al alcance de la mano casi y se frotan las manos los hosteleros de los chiringuitos para quienes al niebla y mejor aún las lluvias de agosto les permiten hacer realmente el suyo, con los fracasados de la inhóspita playa, donde sólo quedan los jugadores de pelota. Da igual fútbol, tenis, lo que sea.
Este año, al parecer, hay menos turistas en todas partes. Los turistas tienen miedo a los precios y a las bombas. En una remota provincia china, dice para colmo hoy el periódico que está en cuarentena una ciudad de diez mil habitantes, por un brote de peste neumónica. Nos parecía estar casi en le siglo XXI con ambos pies y nos redescubrimos con uno por lo menos en pleno medievo, asustados por los alienígenas del mundo invisible, el aterrador mundo de los microorganismos que desde su invisibilidad pueden caer sobre nosotros de súbito, penetrarnos, mezclarse con nuestra intimidad más profunda y matarnos sin dar importancia a su proeza: David y Goliat. El mundo invisible, como el de las hadas, está en éste, pero nuestra torpeza lo ignora hasta que es tarde para tratar de entenderlo y de dialogar con sus mandamases a ver si es posible una convivencia pacífica. Ahora que o piendo, sin embargo, ¿cómo dialogar con un microbio?
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