viernes, 31 de julio de 2009

Niñas todavía, semillenas de la gracia de la segunda sesquidécada, más allá de los quince, que no hay, dice la canción, mociquina de quince que no sea guapa y soltera, medio desnudas, o desnudadas por el golpe de calor húmedo del cambio o descambio o vaya usted a saber qué es lo que está pasando con las aglomeraciones ciudadanas, el robótico imperio invasivo de los cochecitos como rimeros de latas de humanos, antes sólo se fabricaban de conservas caducables, provistas de ruedas, entrechocándose como en la feria o en la verbena del santo patrono, el exceso de aglomeraciones a medida de que crecen las cuales aumentan las zonas desérticas y talan los árboles y queman, siempre manos anónimas, los paisajes. Niñas que alegran nuestros ojos de viejoverdes, los de sus contemporáneos apenas, porque ya las miran sin ver y para ellos el bikini ya es una antigualla, el paso previo del tanga y el regreso a la selvática desnudez, tan reveladora del triste destino de nuestra raza, atiborrada de chuches y excesos, desvencijada, abultada, varicosa y polícroma de restos de cicatrices, eccemas y hematomas múltiples. Niñas, escasas entre esta multitud de carnazas sudorosas y granujientas, flácidas y colgantes en torno al recuerdo de las cinturas de avispa y los apolíneos olvidos de aquella juventud, ay, ida, sin vuelta ni siquiera nostalgia. Niñas, jovencitas, ninfas, náyades, ondinas, xanas y sirenas, legión onírica que se desliza por el paisaje de verano, como un mensaje esperanzador de que ya veréis, muchos seguro que verán el final de los tiempos moribundos, los humantes paisajes, los claustros vacíos, las catedrales cerradas con siete llaves para evitar que los guiris, los turistas, esta multitud errática que somos, mueva el polvo, arrebate la pátina de las casullas, las reliquias y los relicarios y vete a ver si al quitársela se deshace el oro de los entretejidos, las tramas y la urdimbre enceguecedora de tanta hermana bordadora y todo se hace polvo entre el polvo, ceniza y nada, como en su extrema lucidez intuyó el cardenal Portocarrero y mandó escribir: hic jacet, en la piedra de su última y escueta homilía. Antes, la esperanza, se hacía metáfora en la lucecilla, apenas rumor de luz, al final de la noche, del túnel o de la oscuridad del eclipse, ahora, cuando estáis desembarcando y desembarazándoos de nuestros cadáveres para aligerar el paso de la caravana, ellas, estas mozuelas del telefonillo en ristre, el SMS y la escuta fuga de vocales de la cita porque t kro tanto y +, son tal vez la penúltima metáfora de la esperanza inequívoca, inexorable, cierta, de que la humanidad va a sobrevivir y se reorganizará para los milenios, las pandemias y los hermosos dolores y gozos del vivir que viene, esta renaciente maravilla del vivir conviviendo, mientras el amor no se extinga.

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