lunes, 27 de julio de 2009

La lluvia es, por las mañanas, aún temprano, desesperanzadora, y más cuando como esta mañana brotaba, más que caía, de una nube retrasada en abandonar el último vagón del tren de la noche. La lluvia, como una mala noticia, se cuelga y pesa de la espalda del alma. Al perro, que le molesta mojarse las lanas, sobre todo desde que se siente viejo sin saber qué le pasa, lo disuade de salir a la calle. Sale, alza la cabeza, olfatea, se refugia bajo el banco del zaguán y me mira confiado en que comprenderé que no es cosa de jugarse la cronicidad de un reuma por hacer el recorrido habitual, mojando, que ya lo haremos esta tarde o mañana, los habituales puntos de referencia, que por cierto ahora, en verano, es una lata, porque han venido muchos de los canes de ciudad y desconocedores como son de las costumbres locales, levantan la pata en cualquier sitio, sea o no esquina, árbol o poste del alumbrado público y no hay quien sea capaz de reservarse una gota para superponer a ese olor suyo, que se ve que es de acacia seca y alcorque de ciudad. Tengo que acercarme a la biblioteca y sacar un libro para releer algunos versos, con el riesgo de que se abra por alguna página tocada de pena o de desamor, tan frecuentes en algunos poetas cuyos pensamientos forman como un soto de sauces llorones, que hay en mi tierra zonas donde les llaman desmayos y con razón, pero en días como hoy son capaces de desmantelarte el ánimo y reducirte a la condición de sombra de la propia sombra. Luego, todo hay que decirlo, en días como hoy, de pleno verano, de los que forman ese tramo que la abuelina llamaba “de Virgen a Virgen”, es decir, desde la advocación de junio a la Virgen del Carmen, el 16, hasta la del 15 de agosto, cuando los marineros de mi pueblo honran a su patrona, la Virgen del Rosario y fingen ir a salir con ella mar afuera, pero sólo un poco, cargados como van, de romeros, en vez de ir como cada día, ellos con sus chubasqueros y sus cansancios madrugadores. El refrán dice que “al que madruga, Dios le ayuda”, pero a cambio ha de pagar ese tributo del cansancio somnoliento de la mañana, cuando has dejado caer la cándida calidez de la cama aún revuelta y te envuelve la sensación de flotar entre los real y lo onírico, sin saber muy bien de qué parte están uno y otro mundo.

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