“… vieja y soñadora idea del soltero –la idea de que la unidad del matrimonio, el ser una sola carne, tiene algo que ver con el ser plenamente felices, o ser perfectamente buenos, o aún con ser perfecta y continuamente afectuosos. La verdad es que un hombre ordinario y honesto es parte de su mujer aún cuando desee no serlo. La verdad es que una mujer ordinaria y buena es parte de su marido aún cuando desee verle en el fondo del mar. Ya estén ambos por el momento amigables o enfadados, felices o miserables, la ‘cosa’ sigue su marcha, esa ‘cosa grande’ a cuatro pies, el cuadrúpedo del hogar. Entrambos son una nación, una sociedad, una máquina. Son una sola carne aún cuando no son un solo espíritu.”
Me gustaría haberlo escrito, sin poner ni quitar nada, pero, deslumbrante, como siempre, fue G. K. Chesterton, uno de mis autores favoritos, desde que allá en la juventud, trabamos conocimiento a través de sus relatos protagonizados por el padre Brown, ese prodigioso detective del puro sentido común a flor de piel, como es lógico apoyado en la capacidad inusitada de las neuronas del autor que lo creó con la personalidad un poco más nítida en cada relato, hasta convertirlo en un amigo suyo y a la vez –tus amigos lo son míos- de cada lector.
Tal vez el padre Brown no concediera al texto entrecomillado de más arriba ningún mérito especial, a mí me sigue pareciendo algo extraordinario, hacer en tan pocas palabras una descripción de la esperanza prematrimonial y las consecuencias del matrimonio, sus consecuencias, quiero decir naturalmente, cuando “un hombre ordinario y honesto” y “una mujer ordinaria y buena” lo celebran y contraen con recíproco aporte de sendas dosis de amor, esencialmente adobado de buena voluntad y con la justa pizca de sentido del humor suficientes para cimentar la comprensión.
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