miércoles, 29 de julio de 2009

Hay un mundo, ahí fuera, hirviendo alrededor, con gente como nosotros, con una u otra faceta de la personalidad más acusada que la nuestra, de tal modo que, sobre todo cuando nos rozamos, permanece la idea de que es criticable ese otro que tanto o tan poco se nos parece, unas veces por inevitable emulación, otras por necesario contraste. La coincidencia en el vivir –eso de coincidir en el tiempo y el espacio ¿es la vida, simple y sencillamente, también un lugar conceptual?- nos constituye en parte de un proceso de confrontaciones, cuando debería ser de afecto recíproco. Tenemos la suerte inmensa de estar vivos y coincidir en tal sensación a la vez, y no es que prefiramos estar solos, sino que nos gustaría estar en la cúspide de la pirámide.

Por lo menos hasta que se alcanza la especie de calma en que consiste la senectud, cuando descubres por fin que formas parte de un todo armónico, como una melodía, en medio de que, si tenemos suerte, se pueden producir esos especiales acordes, los melismas admirables en que consiste enamorarse, acontecimiento que puede producirse a cualquier edad, por más que en la vejez el amor pueda volver a ser provenzal o consistir, simplemente, en disfrutar del amor de siempre, convertido ahora en el fruto maduro que se puede disfrutar sin aquellos excesos de la urgencia juvenil.

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