domingo, 19 de julio de 2009

Todo el mundo tiene fórmulas magistrales para salvar al resto del mundo. Y tal vez lo peor sea que no somos capaces de contrastar unas con otras para ir perfilando la que podría ser panacea de los males que supuestamente nos aquejan. Lo de trabajar, que nos es tan ajeno, en equipo. Si ése es capaz, mejor lo haría yo, y lo mío es difícil mejorarlo, solemos pensar, y así nos vamos enfrascando en la misógina soledad del mulo, como sabemos estéril y sólo capaz de llevar su carga lejos, donde se olvidará probablemente en el país donde mueren los vientos, se les caen del zurrón las palabras y se decantan, ya polvo, sobre unas rocas que miran nostálgicas al horizonte, como los viejos veleros del último vericueto arrinconado de los puertos más antiguos de las ciudades desiertas de los imperios caídos, que vas a mirar y ya no son sino maquetas armadas por marineros jubilados, porque los originales yacen escorados, semienterrados en el légamo del fondo del lugar de la última batalla perdida por los otrora triunfadores de todas las habidas en los siete mares.

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