Lo llevaron, el cadáver del caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo, del romance, solo que en mi caso, hoy, lo que se llevan, se lleva el agua de cristal, transparente hasta el dolor, del río, el cadáver de una gaviota, que, nadie sabe por qué, cayó en el llerón del río y llevaba días arrastrándose hacia la orilla, sube que te sube, hasta caer de nuevo, mientras sus congéneres, indiferentes, nos sobrevolaban, con todas las velas desplegadas, entre insolentes graznidos. Se habrá muerto de hambre, de tristeza o de desolación, despeinadas las plumas, fracasada la elegancia de su imposible vuelo.
Se acaba julio, se echarán a la carretera, dice el periódico de hoy, no sé cuántos millones de coches, en busca del verano, oculto este año, embozado de nieblas, salpicado de humedades, agobiante de calores. Los coches a la carretera, a jugarse sus ocupantes la vida en el azar de esa cruel, inexorable estadística de los muertos de las “operaciones” salida y regreso de vacaciones, que la muerte no entiende de oportunidad y se mete por entre la gente ilusionada de alegrías probables, que pretendía huir de la rutina, en busca del país mágico de las vacaciones, y, allí, entresaca, diezma y se lleva su grey, unas veces mayor, otras escasa. Hay veranos como éste, de sombrero chambergo y embozo, que pasan de incógnito, riéndose sorda y sardónicamente de la decepción de unos veraneantes y el cabreo de otros.
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