miércoles, 31 de octubre de 2007

Tengo un ramillete de palabras para ti,
palabras,
insignificantes, tomadas al azar, sin sentido,
para que sepas
que estoy
a tu lado, aunque no sepa que decirte,
que te quiero ya aunque tú ya no me quieras
y que ha de ser así
hasta que tú, de nuevo,
me quieras
y yo no te quiera ya.
Tengo un ramo de palabras,
palabras como colores,
como sonidos,
palabras
de amor.
Al llegar a fin de octubre se entra en lo más profundo del bosque del otoño. Aquí, de ser éste el cuento de Caperucita Roja, la niña encontraría por primera vez al lobo. Un lobo taimado que le preguntaría por su destino del otro lado del bosque.

Me pregunto si este bosque que se cita en tantas narraciones de unos y otros autores de los más variados países será siempre el mismo o si en cada país habrá un bosque parecido, donde ocurran estas cosas extraordinarias en que casi siempre está involucrada la magia y donde habitan prodigiosas criaturas, buenas y malas, dotadas de poderes insólitos.

El del otoño es el mismo bosque. La humanidad, esa larga sucesión de gentes en su mayoría desconcertadas, lo ha de atravesar cada año para irse aclimatando la invierno que vendrá con la Navidad entre un as manos gigantescas, como las que gustaba pintar cierto amigo mío albergando el portal de Belén tradicional. Dos manos gordezuelas, llenas de ternura, se adivinaba, semiabiertas como una ostra enorme. Mi amigo se llamaba Luis y hace muchísimos años, en nuestra primera juventud, competíamos escribiendo y leyendo versos de media tarde y puesta de sol, que unos salen tiernos y otros nostálgicos,

Cuando el sol se pone cada día, o cuando juega a modificar su trayectoria y se abaja hacia el horizonte porque es otoño, cada hombre y la humanidad es de algún nodo más débil, o se siente más débil. Todo cuanto es posible imaginar es diferente según se imagine con el alba o en pleno ocaso del sol, en verano, con el sol alto, arriba, mirándonos fijamente o en otoño.

martes, 30 de octubre de 2007

Cada dolor toma posesión de su parcela;
éste es mi imperio –dice-,
y en él se instala, desde él
reclama tu atención y cuanto imaginabas
cede en importancia ante este guerrero
que se ha instalado en un lugar cualquiera de lo que creías
inexpugnable,
con su capa harapienta y su corona de latón
y es como un grito, que a fuerza
de ir siendo más agudo y profundo
llega a ser inaudible, y nadie sabe
si tiene y dónde
eco.
A diferencia de lo que ocurre con cualquiera de nosotros, el río es, ya ría, a punto de morir, que es entregarse a la mar, confundirse en ella hasta el extremo de diluirse y perder la dulzura de sus aguas, es cuando resulta más musculado y poderoso, con el caudal completo por la multitud, grande o pequeña, de afluentes, que en el tiempo de su recorrido murieron para fortalecerlo. Los humanos, en el tramo equivalente, poco menos que nos arrastramos, con movimientos progresivamente más lentos. Sólo nuestro caudal interior, el de sabiduría, ha ido progresando, como el del río y ahora somos un poco más conscientes de nuestra ignorancia de lo que lo éramos a mitad de trayecto o en su inicio, Deduzco que consistimos en nuestro gran o pequeño saber, que a veces no es más que experiencia adquirida a empellones de la vida, y que lo demás no es sino recipiente en que vamos contenidos, como en un cauce, para que no nos lleguemos a desparramar como hace el río en cada ocasión en que se disparata, llovido de excesos, se desborda y arrasa con lo que encuentra, sin fijarse siquiera en la posibilidad de que haya otro camino. Las fieras, por lo que aprendí en los libros, se comportan más como nosotros que como los ríos. A punto para el último viaje, son más sabias –en la medida de la posibilidad que les conocemos-, pero también más débiles. Y yo creo que de alguna manera lo saben, aunque no se den cuenta de ello.

lunes, 29 de octubre de 2007

La memoria selecciona lo que le parece,
sin dar explicaciones,
y tiene sus caprichos y rincones principales
y sus agujeros negros, donde todo desaparece sin remedio,
camino
de sabe Dios qué otro mundo.

No recuerda lo que yo quisiera,
ni olvida precisamente aquello,
que, sin embargo,
puede que sea útil para comprender
con humildad
cada fracaso y lo acepte
como si fuese razón suficiente,
donde acaba
la razón
para la misericordiosa benevolencia del buen Dios.
Me dicen de mi Colegio Mayor que van a celebrar una fiesta conmemorativa. Y descubro que conservo, no diría que el espíritu intacto, pero sí que una gran parte del espíritu de mi Colegio Mayor, que aún recorro parcial y repetidamente en sueños de los de verdad, de los de estar dormido y haberme perdido porque no encuentro los pasillos de las viejas habitaciones, cuando, como tantas veces, llego corriendo, tarde y mal al comedor de a cuatro, en que aprendimos a discutir sobre tantas cosas que no concernían a nuestro respectivo estudia habitual, pero nos iban enriqueciendo. Sería tremendo, difícilmente soportable que una mayoría superviviente de aquel lustro acudiésemos y nos encontráramos, quizá hasta nos reconociésemos, en la sala al pie de la escalera, al lado de la chimenea jamás encendida sobre cuya repisa se dejaban las cartas que venían de la novia y de casa. Había una casa, en la retaguardia, y gente que nos echaba de menos, como luego aprendí que se echa de menos a los hijos que se van a ser ellos en la vida, con sus problemas que ya son otros y que casi nunca comprenderemos del todo, porque es imposible, a la velocidad que gira todo, comprender esas cosas nuevas, que se mezclan con las de antes y con las de siempre. Procuraré ir a la fiesta. Qué bueno sería que una pequeña multitud de aquel centenar aproximado que éramos, viniese también, a recordar, adosando las palabras de uno a las de otro, y, con los ojos cerrados, pensar que mañana a las nueve tendré clase y hasta puede que pregunten y cuando acabe la tertulia he de subir a repasar los apuntes de anteayer.

domingo, 28 de octubre de 2007

Domingo,
gorjeos
de los niños.
Los viejos contamos a los niños,
que hace como si los creyesen todavía,
los cuentos de entonces,
pero los niños dominan la electrónica, la cibernética,
el ordenador,
los niños ya saben ahora cosas
que nosotros seremos incapaces de aprender porque no somos niños
como ellos.
Y sin embargo juegan,
los niños,
con una nueva inocencia distinta,
se ríen,
nos contemplan.
Abuelito –dicen- píntame un pterodáctilo,
Y a ti te da vergüenza confesar que no sabes y te refugias,
entre las noticias carnívoras del periódico.
Abuelito, píntame …
Si, bueno, mañana.
Ahora mismo estoy muy ocupado.
Siempre me han llamado la atención esas fotografías solemnes que todavía hay en las casas, sobre todo de aldea, de la boda de los abuelos y casi de cada hijos, salvo con los que esté reñida parte de la familia porque hubo lo que hubo cuando alguna de las particiones de herencia, esas duras batallas que cuestan tantos afectos. En las más antiguas son más solemnes y acartonadas las posturas. Se advierte más que es el traje que luego va a ser durante muchos años el de los domingos y fiestas de guardar. Va diferencia con esto de ahora, que haces una fotografía y se la mandas por teléfono a cualquier amigo para que vea cómo es la tarta que te estás comiendo en el parador del trayecto y se le haga la boca agua mientras tú disfrutas. Me impresionó en cierta ocasión que no sé con qué motivo profesional tuve que visitar una casa abandonada y habían quedado en una pared las viejas fotografías que ya no había querido nadie, con los protagonistas de varias bodas supongo que sucesivas y emparentadas miraban todos al frente, a la vez orgullosos y desafiantes. Más ellas, por cierto, que ellos es más fácil que en algún caso las estuviesen mirando cuando el fotógrafo, de aquellos que se escondían bajo el trapo a poner y quitar las placas y sacaban su platillo de magnesio para anunciar el relumbrón y el pajarito a la vez. Ese pajarito que como si fuese de un reloj de cuco averiado, no salía nunca. Se siguen haciendo solemnes fotografías de boda. Cada vez más parecidas a las postales cursis del siglo pasado. Pero ahora los novios se miran uno a otro con mayor frecuencia y se buscan fondos de película rosa. Mirar la propaganda de un fotógrafo es como recordar vagamente lo que ahora, además de la antes única fotografía, ahora cabrillea alrededor una batería de resplandores electrónicos que lo inmortalizan casi todo, desde lo sublime a lo ridículo. Y añaden película grabada con videocámara en disco duro.
SABADO 27 DE OCTUBRE DE 2007


¿Cuántos nombres conozco,
de cuantos
puedo identificar el rostro y la figura?

¿A cuántas he hablado
de los más de seis mil millones de personas que pueblan el mundo
hoy , sábado,
27 de octubre
del año 2007 de nuestra era, que es sabe Dios qué año
para tantos que no he tratado nunca,
que moriré sin saber cómo eran
qué necesitaron
de mí
y dónde estaba yo aquel día?
Como habréis adivinado por el texto de ayer, hoy he hablado en público, poco, improvisando, para presentar a un amigo que él sí que ha ofrecido una conferencia a cuerpo limpio, sin ni siquiera una nota, con el público encandilado por sus palabras, sus tesis, sus novedades.

El conferenciante pertenece a la generación del menor de mis hijos. Son evidentemente diferentes. Han salido del valle en que vivíamos y se atreven a echarse a los caminos, en este caso los caminos del estudio, de la investigación, de la duda, con una gran y esperanzadora humildad por delante.

No dan nada por cierto, revisan y nos cuentan que el mundo ha cambiado. Como si no nos hubiésemos dado cuenta. No sólo se producen cambios climáticos. Se mezcal con ellos cambios de cosas y de conceptos. La sociedad está convertida en un gran caleidoscopio que gira vertiginoso y mezcla un raudal de colores en una imprevisible multitud de formas.

A los mayores nos cuesta entenderlo y más cuanto más aprisa mudan tantas circunstancias y tantas aseveraciones se renuevan, unas con sutiles matices diferenciadores, otras a lo bruto, sin dejar más que vago recuerdo de su soberbia.

El acto se celebró lejos y pasé a través del otoño dos veces. El sol, bajo, nos mandaba chorros de luz a flor de tierra y agua.
VIERNES 26 DE OCTUBRE DE 2007


Tengo un amigo pintor
que pinta siena el otoño,
amarillo
y unas gotas del morado del brezo.
El brezo es la violeta del otoño,
pero, como la violeta, apenas es
un parpadeo en el cuadro,
en el paisaje,
en el recuerdo del otoño con que el oso,
remolón,
se entretiene a la puerta de la osera,
mira a su alrededor,
gruñe,
casi se rebela.
Mi amigo pintor, cuando la Navidad,
pinta un rincón del otoño,
yo le contesto
con un
villancico.
Ambos nos deseamos felicidad
con esa tristeza y la nostalgia
que equilibran la alegría
de la Navidad.
Hablar ante la gente es siempre un difícil compromiso. Debes tener algo que decir, saber decirlo y has de procurar que te escuchen. Cada cual, con estas tres cuestiones por delante, se arregla como puede. Hay quien ignora al público, es capaz de abstraerse, cuenta lo que trae preparado y se va y hay quien fija su atención en una sola persona, que puede ser distinta en cada tramo de la disertación y establece una especie de comunicación con ella, separándola así del resto del auditorio. Lo ideal es comunicarse con el conjunto de personas que tienes delante y que han venido todas a hablar contigo, pero también es lo más difícil, cuesta lograrlo. Cuando más, logras, a mí me pasa al menos, cuando lo intento, comunicarte con pequeños grupos, unos u otros según vas hilvanando tu discurso.

viernes, 26 de octubre de 2007

He salido esta tarde a ver el otoño,
que vació los nidos de cigüeñas y ha vestido cada valle
de ocre, amarillo y lívidas
pinceladas de brezo.
Había gente sin nombre
afanada, doblada sobre la tierra, recorriéndola
y un rosario de estorninos quietos, alineados.
El aire estaba quieto, y una nube
creo que me miraba sin ojos
como si, sorprendida, me soñara.
o ella fuese
un sueño mío todavía sin forma, todavía
y cuando más, recuerdo de un sonido o de un color.
Si no fuera por el peligro que representan, habría que dejar a los políticos solos con sus cosas y sus conceptos, tal alejados a veces de la realidad y que afanarse todo el mundo en reconstruir una sociedad paralela, sin enfrentamientos ni rencor. Pero no les basta. Necesitan esos baños de multitudes enfervorizadas, agitando banderitas y repitiendo consignas para algunos hasta incomprensibles y casi siempre demagógicas, utópicas y en su mayoría imposibles de llevar a la práctica y generalizar para que alcancen y arropen siquiera a una parte de la masa que las vocifera con entusiasmo, Les encanta enzarzarse y provocar entusiasmos, y habría que dejarlos que los dirimiesen preferentemente de modo incruento y personalizado, pero entre ellos, sin convocar, como suelen, a sus amigos, compañeros y correligionarios para que se indignen colectivamente y descalifiquen de modo torrencial a su adversario. Como si en el fondo no les disgustara una buena pelea de saloon de película americana de vaqueros, sin darse cuenta de que allí son especialistas los que fingen los sopapos y rompen los barandales de los altillos para caer en la pista de más abajo, donde sigue el alegre festejo de todos contra todos, al final, para divertimiento de un público que en la realidad ni existe ni suele salvarse de las consecuencias de la refriega.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Cada día que pasa nos aleja
del que tú sabes,
apenas queda
una mancha de color donde estuvieron tus manos,
la mirada
no es más que amor puro
que me gotea
sobre la palma de la mano misma
donde escondías
tu mano.
Llueve con la terca mansedumbre de la insistencia. Y cuando acabe el día, todo rezumará humedad, empapado, porque a una u otra hora tendrás que asomarte a la calle, que baja como un río pequeño, y meterte en el agua. El agua flota a ratos, humo de agua apenas, y otras se arrastra, pesada, raspando deleitosamente su piel serpentina y transparente contra la rusidad del suelo ávido, que aprovecha para lamerle ese vientre resbaladizo. El agua hace entonces ondas de complacencia y gime a su modo, con un rumor de agua inquieta, hacendosa, imparcial e indiferente ante los destrozos que va ocasionando despreciativa. Acaba por entristecer a la humanidad, con el cielo algodón sucio de la tripa de las nubes que siguen derramándose ahora que, despierta ya la ventolera, incluso asoma un atisbo de azul por dinde cuela el sol apenas un dedo de luz indecisa.

martes, 23 de octubre de 2007

Caminaremos, te prometí, y caminamos
durante miles y miles de días, conocimos
paisajes,
desesperanzadores y paisajes
tan hermosos
que hubiésemos preferido quedarnos, pero nunca es posible,
los días son como los vagones del tren,
como los caballitos del tiovivo,
como la respiración, que no puede detenerse
y el amor se nos fue haciendo viejo,
disperso,
tranquilo,
como la mar, que ya sabes, a veces se alborota,
rebufa,
se convierte en odio para renacer más amor.
Nos acabarán por volver locos con esto de si hay o no cambio climático, pero me permito opinar que lo que más importa no es el hecho en sí, sino preguntarse si es o no evitable un eventual cambio, y, caso de no serlo, si podría o no sobrevivir nuestra especie.

La historia de la humanidad, remontándonos a miles de años, es una historia de sucesivas adaptaciones, mediante una constante evolución, que supongo más o menos rápida a medida que el medio varíe, Y de cualquier modo, considero probable que dentro de cientos o de miles de años, si hay todavía una especie pensante sobre la tierra o donde desde ella haya llegado, analizará nuestros restos y se parecerán poco a su realidad de entonces.

Porque haya o no cambio, lo cierto es que parece imposible organizar a toda la humanidad para enfrentarse a él cuando también hay científicos que opinan que ya es tarde y otros que todavía hay tiempo. Hay demasiados intereses creados en juego y prevalece el carpe diem sobre la solidaridad con las criaturas del futuro.

lunes, 22 de octubre de 2007

Imagino la luz
del tiempo fecundado
en el olvido de la eternidad,
cuando las palabras
sean planetas y nuestra mejor intención
tal vez el nacimiento de una estrella o la muerte
de otra galaxia.

Imagino la sensación de amanecer,
de la mano de cuantos he querido por una u otra razón,
me odiaron
o nos despreciamos cuando era tiempo aún,
fuera del universo, donde la luz carece de límites
y se recrea en plenitud constante.

Y todo desde este miedo
sin tregua,
que está en desequilibrio constante
en el borde mismo de la vorágine,
de este agujero negro
que late indiferente.
No hay perdón para los diferentes. Cuando menos, inquietan por ser más sabios, más ricos, más inteligentes, más capaces de concentración, de trabajo, de comunicarse. Y sin embargo todos somos de algún modo diferentes, por más que esencialmente, en la quintaesencia de la esencia personal, seamos iguales, individuos múltiples, por añadidura, todavía resultaremos más distintos según desde se nos mire y con la intención, subjetiva, con que nos mire el observador. Conclusión, en caso de estricta aplicación de criterios subjetivos, que suelen ser característicos de modos absolutistas de practicar la sociopolítica, cualquiera de nosotros podría ser ajusticiado por diferenciarse de sus acusadores, jueces y verdugos.

Civilizarse consiste, en términos generales, en tratar de imbricar a los distintos para que convivan. Pero la civilización, como la cultura, no impregna más que hasta cierta capa de la piel de la sociedad y más abajo permanece el instinto
–aquello de la quintaesencia de la esencia, es decir, lo indispensable para constituirnos en especie diferenciada-, que entra en erupción, nos desborda, enloquecidos, y provoca las catástrofes, las guerras, la violencia desatada.

Conocernos alivia la tensión, porque ayuda a entender que el supuesto privilegiado también tiene sus esquinas, costados y rincones frágiles. Por eso es tan peligroso que nos estemos disociando, huyamos del encuentro personal, nos constituyamos en contracultura de aula única, con la basura televisiva como muestra de conducta, que, por desgracia, al haber sustituido al prestigio de la letra impresa, se convierte en falsilla, ya que no modelo, de conducta.

domingo, 21 de octubre de 2007

¿Por qué he de tener miedo
si nada tengo ahora y lo peor que puede ocurrirme,
que es la muerte,
me dará lo que me falta para ser
el yo que aún desconozco?

Y ese interlocutor secreto que llevamos,
como una sombra, dentro,
me pregunta a su vez si estoy seguro
de querer conocerme.

Y mi viejo custodio, cansado,
con un suspiro,
vago recuerdo de aquella premura con que me decía,
aconsejaba,
llegó a llorar y compartimos juntos,
mucho después, también el desengaño-
me apunta que lo deje,
en manos del buen Dios.
Rebusco en el desván, entre las viejas fotografías y me descubro ya una pequeña historia, desde mi Brownie Baby de baquelita, que me reglaron el día que cumplí cinco años y con la que lo primero que hice fue una fotografía, que asimismo conservo, de mi madre sentada en un banco de la playa, hasta las modernas cámaras compactas, digitales, que mientras aquélla va para durar más de tres cuartos de siglo, éstas se hacen viejas cada año, cuando inventan otra con más píxeles o zoom más potente o la posibilidad de que sea a la vez cámara fotográfica, agenda, consola de juegos, discoteca, álbum de fotografías y cada vez más cosas en menos espacio.

Supongo que ya no harán carretes de fotografía de cuatro por seis y medio, que eran los que se usaban, en blanco y negro, con esta cámara que si entonces me ilusionó que me regalara el abuelo Emilio, me ilusionó también hoy, al encontrarla en su vieja funda de cuero de antes de las guerras.

Toda una, iba a decir pequeña historia, pero no llega. Es nada más una vida, que ahora me doy cuenta de que vivimos a trancas y barrancas, sorteando los obstáculos, jugando una especie de escondite con la muerte, que una y otra vez asoma y se va por entre la arboleda que atravesamos, supongo que disfrutando con nuestros miedos.

Vamos de un miedo a otro, y, cuanto más logramos, con mayor miedo y más variado, cuanto más amamos, más y más dispersos miedos.
SABADO 20 DE octubre de 2007

Podría resultar una fábula,
pero no,
es a la vez consuelo, dolor, una confusa sensación
de alegría,
saber que esas rocas
donde la mar se rompe,
donde la espuma es bella como una hermosa sirena
que atraía
a los barcos de vela,
esas rocas con tal vocación de singladura
que tal vez sueñan convertirse en los barcos que destruyen,
serán mañana arena de la playa
vencidas por el empeño
terco
del agua.
Cuando yo era niño, hace muchos, muchos años, los domingos se iba a misa mayor, de las diez de la mañana, que era solemne, concelebrada, con coro e incienso, o a misa de doce, en que recuerdo a la gente apretujada, sin sitio apenas para ponerse de rodilla o en pie, según cada momento. Hoy cabe ir a misa del sábado por la tarde, salvo en verano, en el pueblo, la gente, que es poca, va poco a misa, ni siquiera los domingos. El fenómeno no es sin embargo significativo, creo, de una religiosidad mayor o menor. La gente tampoco va al cine, cuyos locales de exhibición han cerrado en su mayoría o se han fragmentado en varios más pequeños, que, poco a poco, asimismo desaparecen, y sin embargo, seguimos aficionados al cine a través ahora de la pequeña pantalla de la televisión. Y antes se reunían varias personas habitualmente a conversar y ahora desaparecieron en su casi totalidad las verdaderas tertulias y llaman así a lo que suele ser extravagante yuxtaposición de personas que fingen charlas de besugos en radio y televisión. La gente se ha retirado a su casa, que es su castillo, desde allí corre a su trabajo, tampoco se comunica con lo que queda de su familia, aún reducida a una mínima expresión de unos pocos desconocidos e incomunicados que suelen cohabitar en el mismo reducto. Nos vamos quedando cada día más solos. Incluso para bailar, ahora nos alejamos braceando, en trance, lejos hasta de la música. Y me han dicho que hasta el coito se hace ahora más buscando la muerte que la vida.
VIERNES 19 DE OCTUBRE DE 2007

Si no hiciera viento,
es probable
que nadie supìera hacer versos
de aire.

Porque hay versos del agua y del aire,
como los hay de la tierra y del fuego
y
los más sencillos,
casi elementales
del alma.
Se corre detrás de los propios fantasmas, se alcanzan y son nuestra sombra nada más, alargada, mentida por la inclinación de este sol de otoño, que viene, reflejado del agua del río, como una de esas piedras con que de niños no acertábamos a hacer sopas en aquella piel tersa, brillante, frágil.

La sombra baja al río y de seguro que allí absorbe ese olor peculiar que hay que bajarse para percibir y no se parece a ningún otro, el olor de la textura del río y de su arrastre, que no es ni frutal, ni agradable ni al contrario, sino su olor corporal, identificativo.

El perro la sigue, husmea, llega al agua que bebe sin gana, por el puro placer de reconocer su sabor salvaje de río sin más trabas que las del cauce.

jueves, 18 de octubre de 2007

Con un hombre, una mujer y un sueño
puede forjarse un amor,
recordar una leyenda
o escribirse un hermoso soneto.
Sólo hacen falta paciencia,
comprensión y humildad
para ir desechando palabras y escoger
nada más las precisas,
que irán componiendo la complicada arquitectura humana,
con su dolor y su ternura,
el apasionado afecto, como un estallido
y lograr que al final
quede el paisaje intacto,
como si allí por allí no hubiera pasado el viento
ni hubiese ocurrido realmente nada.
Me han puesto una vacuna y compré un altavoz y un libro, el libro cuenta el caso, dice su solapa, de una rata culta, nacida en el sótano de una librería en Boston, en la década de los sesenta. Aprende –sigue diciendo- a leer devorando las páginas de los libros y se convierte en una rata culta, pero a la vez, repudiada por su familia, en una rata solitaria. Los que me conocen saben que me encanta este tipo de literatura imposible, salpicada de ingenua puerilidad. No quise leer más de la solapa, para que no me reventase la totalidad de un sugestivo argumento, lleno de posibilidades. La novela, o el cuento, ya os contaré, se llama Firmin y está escrita por alguien llamado Sam Savage, nacido, según la otra solapa, en Carolina del Sur y hoy residente en Madison, Wisconsin. Es doctor en filosofía por Yale y ha sido mecánico de bicicletas, carpintero, pescador y tipógrafo. Firmin es su primera novela, al parecer editada por una pequeña editorial de Minneápolis, “fuera de los grandes circuitos editoriales”, Si antes la cosa parecía llena de posibilidades, ya me diréis, a la vista de biografía como la descrita bajo una fotografía de un señor despeinado y con flotante barba que viene retratado encima. El relato, según mi olfato de lector impenitente, tendía que ser bueno, pero he de confesar que con frecuencia mi olfato yerra y me traigo a casa cosas literalmente insoportables, que dejo con mucho cuidado en la papelera para que sus increíbles personajes no se lastimen por lo menos en mi casa, antes de llegar al vertedero. No soy tan inexorable como don Miguel de Cervantes, que aprovechó los capítulos de su Don Quijote de la Mancha para quemar un rimero de libros. Pienso que los libros no deben quemarse nunca. Tal vez de la papelera o del vertedero los recoja alguien a quien por alguna para mí inimaginable razón podrían ser útiles o de algún modo enrequecedores.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Hay en cada vida un momento
en deja, la vida, de ser humo de colores
y se hace carne,
sudor enfebrecido.
Nadie sabe cómo
ni cuando
dejamos de ser proyecto y nos hacemos
anhelo.
Luego ocurre todo lo demás.
El pueblo está abajo, acomodándose a la curvatura del fondo del valle en que desemboca el río, ya ría, contoneándose antes de llegar a la mar, como si se recreara en presumir para que lo miremos hacer sus dos o tres curvas para luego regresar a su mar original. Y me gusta subirme al borde y mirar hacia abajo, la aglomeración de tejados por entre que van las sendas habituales de la gente que hace cada día las mismas cosas a las mismas horas, casi siempre,
supongo que para tener la seguridad de no equivocarse. El pueblo se estira, en la medida de las posibilidades del estrecho álveo en que se aloja, para intentar repartirse el sol, que llega tarde a lo hondo, por las mañanas y de atardecida se esconde primero. A cambio, a mediodía, se concentra y nos aprieta a la gente como si quisiera aplastarnos. Subo al borde y miro. Haber vivido aquí tantos años permite ir recordando a la gente que pasaba a tal y cual hora por tal y cual esquina, subía por aquella calle y bajaba por aquella otra, algunos tan exactamente puntuales que se podía poner a su paso el reloj en hora, aquellas inefables sabonetas que adelantaban o atrasaban casi cinco minutos diarios, como anunciándonos este tiempo de ahora, en que es inútil correr, ya nunca alcanzaremos la rapidez con que la vida transcurre por donde cuando era niño discurría con aquella calma chicha de velero casi al pairo.
MARTES, 16 DE octubre de 2007

Suben, verticales,
las palabras, ya humo,
que jamás se dirán,
hoguera que se extingue cualquier tarde inmóvil
de otoño.

A la hora de escribirlas,
estaba yo dormido,
por eso no habrán sido, cuando pase el tiempo
más que recuerdo de ocasión perdida
de escribir
el más hermoso de todos los poemas posibles.

Quedan,
como en un vago sueño, dos imágenes:
ese apenas hilo de humo
y esta lágrima
que no llorará nadie.
Me quedo en la orilla, donde siempre estuvieron mis sueños y el miedo paralelo, de hacerme a la mar en busca de un destino que hay siempre del otro lado, donde la mar encuentra el sosiego de otra playa en que recostarse y soñar la espuma. Una playa es siempre para el que desembarca, para el viajero, para el emigrante, para el náufrago, esperanza de gente, de palabras, del tesoro, tal vez, escondido en tiempos de piratas por el más feroz de ellos, con cofres semiabiertos para enseñar la pedería y copas de oro y playa y candelabros robados de todas las iglesias recién creadas del litoral apenas descubierto por los luego conquistadores ávidos de oro.

Me quedo en la orilla, mirando la mar desierta, que arropa, dicen, no sólo el origen de la vida, sino su esperanza para cuando destruyamos los hombres nuestra ciudad entera y la hagamos inhabitable para casi siempre. La mnar que arropa tanta vida en el misterio de su agua.

Van y vienen los barcos de pesca, pero ninguno es mi barco. Es otra gente la que los gobierna, la que trabaja, la que se va en busca de lo que quiera que haya más allá de la raya del horizonte, que ahora mismo reescriben las siluetas mínimas de lo que podrían ser más barcos.

Las naves que atraviesan la mar no son como los coches. Los coches son abejorros zumbadores que no van a ninguna parte, los navíos se advierte que van rectos, pacientes, tercos, en busca de un destino, aunque lo desconozcan.

lunes, 15 de octubre de 2007

Atrapé esta tarde unos versos
que venían,
como siempre,
enganchados en el viento
con que llora sus dudas,
cada vez que las sufre y se le escapan, igual que lágrimas,
de soledad
a mi pensamiento.
Los puse en el papel, quise traerlos
pero volvió a llevárselos
otro soplo, sin darme explicaciones,
como suele hacerlo el aire cuando pasa,
con un siseo.
Curioso mercado artesano en que se entremezclan groseras chapuzas, aún así respetables, con delicados trabajos de orfebrería, y, al lado, comestibles que huelen a apetito desordenado, picoteo con copas, aflojamiento del cinturón, que no sé lo que me pasa, pero estos cinturones de ahora y las cinturas de los pantalones, tal parece que encogen. Bolas de barro cristalizado y juguetes de madera, madreñas y collares de lapislázuli, plata, estaño, bronce y cobre. Se aglomera la gente y se suda como en un zoco, hay que huir afuera, a la luz del mediodía, que se asombra y taracea de niños que corren, saltan, se caen, lloran amargamente, silban, rugen y aúllan sin saber por qué, como si ensayaran lo que podrá servirles, según les vaya, cuando sean mayores. Charlo como en el zoco, me intereso por lo que hacen sobre todo los artesanos estos que van adelgazando la madera o quitándole tiras o deformes pedazos o que manosean pacientes el barro, cuantos, en definitiva, hacen casi milagros con las manos, apenas ayudadas de unas herramientas que parecen toscas, elementales, ajustadas y brillantes de tanto cooperar con su amo y acoplarse a su mano y a las manías deformatorias hasta la expresividad material. Todos responden despacio, sin apartar la vista del objeto protagonista de su trabajo, con la paciencia de quien ha aprendido a convivir con el tiempo que pasa sin darle importancia, consciente de que apenas es nada más que un soplo que nos permite preparar la supervivencia recordatoria de una obra cualquiera, que tantas veces irá a un desván a esperar la resurrección del hallazgo en la generación siguiente, donde nadie acertará a explicar quien fue el autor.

domingo, 14 de octubre de 2007

Pasa como con los ríos,
que confluyen
y sólo uno es más allá, el mismo río.
Por eso,
cada vez que se acaba un amor,
siempre queda un muerto,
probablemente el héroe, el que más dio, el que más amaba
y otro que se va
lleno de luz aún, deslumbrando de tal modo que mañana
tendrá otro amor,
otro afluente,
que lo irá haciendo más importante, más río,
cada vez,
y más estéril, a medida
que se acerca a la mar donde al final se aquieta el agua
para concebirse de nuevo.
Domingo, sin más, la gente ahora no usa traje especial, de domingo, como cuando éramos niños y para el domingo se reservaba y el domingo se ponía el traje de los domingos, que solía ser el más nuevo que se tenía. Ahora te vistes lo que antes se decía de diario y miras pasar el domingo, porque ni las familias salen tampoco juntas a dar el paseo de los domingos por la tarde, a veces sólo a mirar escaparates, otras por la carretera y el padre sabía los nombres de los caseríos, el de cada árbol y el de cada especie de pájaros que cantaban en cada estación, que ahora en otoño se quedaban sobre todo gorriones y lavanderas, pero ahora no veo apenas gorriones. ¿A dónde habrán ido los gorriones? Eran los vagabundos del paisaje urbano, en pequeñas cuadrillas que limpiaban la calle de cualquier migaja de comida. También puede ser cosa de que el emperador automóvil que ha dispuesto la tala de los árboles de bordes de calle y bulevares para ensanchar el cauce de su capricho circulatorio, de rebote, haya derribado los nidos de los gorriones, en cierto modo, destruido su ciudad, que descubren que nos negamos a compartir con ellos, mucho menos astutos que las palomas y las ratas, que, ambas especies, han dado en meterse por los entresijos del subsuelo, unas, que desembocan en las orillas del río, y las otras por los vanos de los tejados, en los mechinales y en cualquier resalte de las fachadas de las casas más viejas, que son las que tienen más adornos y más agujeros por donde entrar a los espacios bajo las cubiertas, donde sin cesar zurean. Para todos, pájaros, árboles, ratas, sol y gente ataviada, ya digo, de diario, es domingo del siglo XXI, muy diferentes de los domingos de la primera mitad del XX, de antes de importar la semana inglesa, que como ahora empieza al mediodía del viernes ha obligado a construir centenares de campos de golf, que deberían vender entradas para que más gente pudiera disfrutar de algún que otro divertido aprendizaje de estos deportistas modernos, que, a mí, lo que más me llama la atención es que se echan al campo como los nuevos pescadores fluviales, de punta en blanco según el figurín del correspondiente departamento del gran almacén, con bastones y cañas de primerísimo calidad, según el encargado del departamento, los que usan los campeones profesionales del ramo. Sigue siendo domingo, y, lo más descansado, dormirse a la hora de uno de esos partidos de fútbol que juegan dos equipos a la defensiva, sin goles, a que no falta más que poner espolones artificiales amarrados a los tobillos de unos enormes, corpulentos, sólidos defensas, que, cuando no alcanzan al ágil delantero adverso, se le arrojan y lo trincan por la cintura, como si fueran a alzarlo para bailar el Lago de los Cisnes.

sábado, 13 de octubre de 2007

La caravana, la santa compaña de los coches
ha salido de nuevo, en pleno día,
camino de ningún sitio, por cambiar de postura, buscando,
como quién busca, arqueólogo, las huellas
de la ciudad perdida,
como quien busca, historiados,
las del mono que dejó de serlo
y que ha venido, paulatinamente a convertirse en esto
que somos.

¿Y tú –pregunto al azar- a dónde vas?
Me dice que en busca
de la felicidad.

¿Y tú?
-te pregunto a ti, mi amor de cuando nadie tenía coche y los caminos
de la santa compaña
los usaban los viejos del lugar
para pasear al sol y quedarse
soñando junto al río,
escuchándolo, pensando este rumor
podría ser el eco
de la voz del buen Dios-
Tú te reíste. Sabías
que la felicidad
no era más que aquel miedo a perdernos,
olvidarnos,
a que el amor, de modo inexorable, igual que el viento
vaya y venga
nazca o muera
como un camino cualquiera.
El Puente del Pilar, le llaman. Ni el Mantible ni el Golden Gate ni el de la Torre de Londres, ni cualquiera de los más barrocos de París ni el de los Suspiros porque este no es para salvar un río ni para saltar sobre un valle, sino para echarse al coche y rum, de un velocísimo salto, con pisotón al pedal del freno cuando atisbas un control y al final te atrapan y son tantos euros, tantos puntos y lo demás que caiga, según el tamaño de la barbaridad que hayas cometido, de norte a sur o viceversa, insistiendo, si el viaje es colectivo, en lo de que sigue sin haber quien pueda con la gente marinera y lo de que los borrachos, en el cementerio, insisten en seguir jugando al mus. ¿Usted no juega al mus todavía? Aprenda. Merece la pena jugarse al mus dos décimos de lotería, dos bocadillos, ahora bocatas, de anchoas con media de cerveza o un simple par de cortados, a la hora de la siesta a que invitan los somníferos que brinda la televisión de nuestros alcances. Tiene que embrutecer, a la larga, este tedioso insistir en los programas del corazón, los anuncios, las inicuas teleseries, el cotilleo, la terca insistencia en lo vanilocuo y lo banal. Mentira parece que se pueda ser tan mal actor y tan malos guionistas como los que concurren en algunas de las series que se nos brindan rodeadas de insensatos elogios, pienso que algunas incluso con subvenciones para el rodaje de tamaño dislate sin pies ni cabeza. Y pensar que por esto dejamos el mus, el dominó, la partida de parchís o la de ajedrez o la tertulia de la sobremesa de cuando los reunidos se llamaban contertulios y no eran como esos tertulianos de a pie y manta zamorana que hacen lo que pueden por arrimar el ascua a cada sardina cada vez más raspa que sardina del panorama cívico, que menos mal que por ahora nos permite estarnos en la soleada soledad del paseo de la atardecida, que, mientras no llega otro puente y en cuanto acabe éste se llevará a los puñeteros coches con la música a otra parte y se acabará eso de que “por favor, no proteste, que sólo lo dejo ahí –ahí es interrumpiendo el paso, fastidiando al prójimo, dificultando la convivencia pacífica de los peatones- lo que es un momento” ¿Se habrá dado cuenta de que un momento multiplicado por los millones de coches que circulan interrumpiría el tránsito durante más de un año?
VIERNES 12 DE OCTUBRE DE 2007

Esta mañana he visto
una palabra de amor agazapada,
entre el árbol y el agua.

Debe ser que ha disminuido el número de gaviotas,
o se ha comido los gatos que hubo en el monte
y por eso
sobrevive una palabra de amor sin nadie que la diga
una palabra de amor, se veía que helada de frío de la amanecida,
ni nadie
que la reciba
Pase, señora, corra, huya … Es el ejercito con toda la prolicromidad de los uniformes, las cansadas botas apenas acabadas de bruñir, los recuerdos como cartas de amor, asomando en los bolsillos de las chaquetas. Es fiesta. Ahora, durante el otoño, salvo las de la vendimia y la esfoyaza, son fiestas tristes como adolescencias- La señora no ha huido, ni siquiera apresura el paso. Me confía: ¿Lo ve?. Aquél. Si, hombre, el más guapo, el que ve en medio del grupo que pasa. ¿No lo vio? ¿Qué le pasa? ¿Miope?

Me quedo dormido con la cabeza apoyada en las preguntas de la señora que me miró entre airada y sorprendida.

Han celebrado esta mañana una misa con la Virgen del Pilar presidiendo y gran parte del Ayuntamiento, con nuestro Alcalde, rodeados de guiardiaciviles, policíarmados y algún guardiamunicipal, que ahora no llevan varita de caña, como Quintín, el jefe sordo que, además, tocaba de oído en la Banda Municipal. Cuando nos perseguía airado por el pecado horrible de jugar al fútbol con una pelota de trapo, en la plaza de la Constitución, a veces nos tiraba la varita a las piernas para echarnos después mano al cogote o a una oreja y amenazar con llevarnos “al cuartón”. En el cuartón, según él, había ratas horribles, especializadas en comerse niños que jugasen mal, como nosotros, al fútbol. Porque encima, añadía socarrón, es que jugáis de mal …

viernes, 12 de octubre de 2007

JUEVES 11 DE OCTUBRE DE 2007


La calle ahora es mestiza, se entremezclan
extraños idiomas cuyas palabras misteriosas se enganchan
entre mirlos y arbustos
y no sabes, al pasar, si son palabras venenosas
o palabras de amor.

La ciudad entera,
tan pequeña que cabe en un suspiro,
se advierte distinta por toda esta nueva gente, también hermosa,
que tañe con vigor los violines y me recuerda
que todos suenan de otra manera,
más blanda,
más cruel,
como si la hoja de su bisturí helado me recorriera las costuras del alma.

¿Quiénes son?
se advierte que pobres no,
que no están tristes,
que la mayoría están únicamente enfermos de esperanza aguda,
una piedra preciosa brillando engastada apenas
en el aro de acero de nuestro escepticismo.
En los cansancios, se advierte que llegas a la vejez. No hace mucho, los disipabas, a los cansancios, o se disolvían ellos, en un espacio de tiempo razonable. Ahora me canso y tardo más de veinticuatro horas en recuperar sosiego y ritmo, tras de recolocar todo cuanto misteriosamente se te descoloca en una mesa de despacho durante cualquier ausencia. Hoy, para colmo, he de ir a la capital pequeña, la de la autonomía que nos corresponde. Las capitales pequeñas, desde lejos, las ves recortadas en el paisaje. Parece mentira que en ese espacio delimitado por la tierra, los montes, las aguas y las nieblas puedan ocurrir tantas cosas. Por momentos, el paisaje parece más un belén, ahora que está de nuevo la Navidad a la vuelta de la esquina. La pequeña ciudad, capital de la autonomía, viniendo de la del Estado, por mucho que aquélla, es decir, ésta donde ahora estoy, haya crecido últimamente, parece haberse empequeñecido. Ha llegado el otoño porque en el restaurante me ofrecen callos como plato recomendable. En el escaparate de una confitería he visto además “huesos de santo”. Y dicen que hay primeros casos de gripe, para que no falte nada, ninguno de los condimentos de un tiempo en que los osos, que son unos sabios, se refugian a sus oseras y allí, en tranquila paz, dicen que es cuando paren las osas, durante la hibernación. -

miércoles, 10 de octubre de 2007

Se desoja el sabio
en la pantalla brillante de su milagroso microscopio electrónico,
toca, maneja, mueve, relaciona,
incluso lo invisible y desde luego inalcanzable
a través de que pasa el milagro de la vida,
la energía,
alcanzando rincones ignorados,
provocando
aparentes milagros.
También ahí, en el micromundo,
como más allá de la última galaxia, fuera, más allá
del límite del Universo, que crece,
Dios
está
también,
y sin embargo
todavía hay quien intenta definirlo, de algún modo limitarlo,
porque cada hombre
tiene esta insaciable vocación de llegar
¿a dónde?
A la vuelta de un viaje están apilados, a la espera, los papeles, los recados, palabras –dirá Hamlet de nuevo-, palabras, palabras. Y hay que recomponer los desórdenes del cansancio, volver a la página donde dejamos la lectura, pararnos, recordar que dijimos lo que debíamos o que no, en la reunión a que fuimos. Sabemos tanto ahora todos de lo que está pasando en cada momento, hay tanta gente al acecho de informarnos de cada movimiento de los otros, de lo que dicen queriendo, lo que se les escapa, lo que improvisan, aquello en que evidentemente yerran, que constantemente hemos de estar recomponiendo criterios, recuperando sensateces, calmas o esa rabia con que te enteras de que algo se desarregla por falta de voluntad de poner un mínimo de orden en esta sociedad nuestra, tan disparatada. A la vuelta de un viaje, cabe refugiarse en la esquina habitual, la butaca de quedarse dormido bajo la lluvia de anuncios de la televisión, cabe estarse un momento, dedicar un momento a pasar revista a casos y cosas que ocurrieron a nuestro alrededor en la ciudad y sopesarlos. Mi resultado de hoy es que llamando cultura al modo de comportarse de la mayor parte de los miembros de un grupo social, vivimos un curioso, pintoresco, atroz momento cultural en que lo que se cotiza carece de valor y se paga con moneda falsa. Supongo que donde no se ve, hay gente enfrascada en la búsqueda de las respuestas. Lo que ocurre es que se va especializando cada cual en averiguar el sentido y significado cada vez de cosas y conceptos más diversificados y es como si estuviéramos perdiendo la conciencia colectiva de cómo todo se relaciona y crepita en una sola hoguera común.
MARTES, 9 DE OCTUBRE DE 2007

Hay tierras que están muertas
porque hemos bebido, otros hombres, agotado
el sudor de los hombres,
que las poblaron,
hemos vivido al límite,
donde no hay amor,
de la infrahumanidad de odiarnos, perseguirnos
hasta quemar las huellas de la huída,
bajo un cansado caminar
de gente que se va y otra gente
que la persigue..
Cuando atardece
Por la esquina izquierda, del dolor, de esta tierra
tiene por eso el embozo de nubes
color de fuego y sangre seca
y este sabor metálico el aire
El vestíbulo de un hotel es un curioso lugar de paso, entrevista, cita, reposo, espera. Nos mezcla una sensación pienso que compartida de que el tiempo se ha detenido a respirar, tomar impulso, permitirnos que nos miremos asombrados. Recuperamos los humanos en espacios como éste la conciencia de que son otros muchos los humanos que vienen con nosotros en la caravana del espacio de camino que tenemos para atisbar la esquina de creación en que, que se sepa, hay gente pensante. Podría haber más, Alienígenas. Aquí, en la butaca del vestíbulo del hotel, somnoliento, Imagino qué pensaría un alienígena, ni bondadoso ni maligno, recién bajado de su ovni, ufo o como quiera que lo prefieran llamar los cultivadores modernos, ahora tan sofisticados, de la ciencia ficción. Y en seguida llega una aluvión de personas evidentemente asiáticas, tal vez chinos, japoneses y lo invaden todo, lo retratan todo, lo invaden con la alegría de ese tono cantarín de sus modos de hablar. Con lo que por añadidura descubres que hay otra gente, más allá del horizonte, curiosa, alegre, viajera. Es probable que en ratos perdidos, como éste, aprovechen para asomarse a la hondura del pensar, a las preguntas que laten bajo el cerebro de cada humano, que revolotean a su alrededor, que sólo se disuelven en la prisa, que es como el viento cuando se lleva la niebla y la dispersa. Día de trabajo. Regreso hacia el norte. Ir hacia el norte permite disfrutar del atardecer de Castilla, que es como la muerte de un cansado hidalgo, entre oroviejos, reposteros y latines ininteligibles.

lunes, 8 de octubre de 2007

Nada tiene nombre,
en cuanto voy alejándome del paisaje conocido,
ni las montañas, ni los ríos, ni la gente,
y todo se convierte
en un nuevo mundo
en que, como Adán, supongo, en el Paraíso,
cuando todavía no conocía el árbol
tuvo que ir identificando,
nombrando una por una
todas
las cosas.
-Me voy a Madrid.
-¿Y qué harás en Madrid? –me preguntas-
-Escuchar a la gente que habla. Madrid, como no sé si sabes, es una selva un intrincado bosque de palabras. Multitud de gente, toda hablándote a la vez y tratando de venderte lo que sea: palabras, quisicosas, utopías, proyectos imposibles, sueños sin destino …
-¿Para qué vas?
-De vez en cuando, te tienta ir a ver la representación constante, la sesión continua, del viejo y gran teatro del mundo.

domingo, 7 de octubre de 2007

¿Estás ahí? –oigo que me pregunta
el primer
rayo de sol-.
Viene, posa los dedos sobre mis párpados:
¿estás o no? –pegados,
por afuera
de la piel del alma, donde las cosas nacen sin nacer,
se despiertan, se aferran
a lo que no sabes de ti,
al misterio de la paradoja del tiempo y a la ignorancia
del espacio.
Puedes tener el miedo en casa como quien tiene u n cachorro de tigre o de león, juguetones ambos, de pequeños, pero a medida que mayores tú mismo ves el peligro que estás corriendo, como ocurre con el miedo, que, racionalizado, es minúsculo, apenas un hamster, y sin embargo, un día te levantas de dormir apaciblemente la siesta en tu sillón preferido, soñando alguno de tus mejores sueños, abres los ojos y el miedo lo ha invadido todo con su presencia semitransparente –el miedo nunca deja ver lo que hay del otro lado de esa sobrecogedora membrana translúcida en que consiste y a través de la cual ves sombras que te incitan a pensar que hay más o cosa diferente de la que hay y todas peligrosas para nosotros.

El miedo crece más que nada con la sabiduría y con la posesión, y, sobre todo, con la propiedad de las cosas. Conocimiento o cosa que adquieres trae su porción de miedo adherida, taraceada, incorporada, y con cada bizna se hace mayor y tiene además un reflejo más allá de cada esquina de las que debes doblar, y otro en cada encrucijada en que debes resolverte a seguir por uno de los caminos que confluyen en ella.

Cada mañana, con el primer albor, sin acabar de despertar, aún cegados por la luz y la sorpresa, antes de desayunar, sin habernos visto y comprobado que estamos todavía vivos, maquina de afeitar en mano, sostenemos nuestro primer duelo con el miedo. Que se nos enfrenta nos acoquina o huye, pero regresa siempre, como si quisiera despojarnos de este territorio que ni siquiera es nuestro más que provisionalmente, lo sé, pero es lo que tenemos y preparamos para tratar de sentirnos medianamente seguros mientras dure.

sábado, 6 de octubre de 2007

Ha bajado de su escondido palacio la niebla,
posado sus blandas patas sobre el ahora oculto paisaje,
que se ha convertido en su pelo húmedo,
que huele a fondo de valle.

Ha bajado la niebla, me refugio
en un rayo de sol arrebatado a un recuerdo cualquiera
de que formabas, ahora que miro, parte.

Estás apoyada en el alféizar,
el escorzo de tu sonrisa
me invita a que te diga para que me digas,
para que enredemos las palabras.

Cierro los ojos, para escuchar mejor lo que me dices,
los abro y la que está es la niebla
en que quizá se haya disuelto el tiempo que tuvimos.
Estamos haciendo tránsito a un extravagante comportamiento dependiente del parque móvil mundial. Dependemos del automóvil, como concepto, y de los automóviles como plaga invasora que nos empuja y reduce a inverosímiles reducciones de espacio. Crece el número de automóviles y se proyectan para ellos ensanches imposibles, carreteras desmesuradas, garajes inmensos, aparcamientos desmedidos. A pesar de lo cual, cada día encuentras un nuevo espacio, una acera más, un jardincillo, ocupados en parte por automóviles que “es un memento, señor/a, perdóneme, en seguida me lo llevo”. Pero antes de que se lo lleve, viene otro, que, animado por la presencia del primero, sube sus ruedas laterales a la misma acera, trepa con ellas al mismo jardincillo, y cada vez son más y cada momento se suma al momento del siguiente y del otro y al final hay un nuevo espacio conquistado, un trozo de acera menos para el peatón, un espacio verde mermado en beneficio del puñetero automóvil. Dios te guarde, en cambio, de pisar territorio de circulación del monstruo. Te perseguirán torrentes de improperios, si tienes suerte y no te alcanza y desbarata en proporción a la prisa casi siempre desaforada del crispado conductor, evidentemente necesitado de espacios libres para dar suelta a los numerosos caballos que esconde el motor de la bestia en sus cada vez más sofisticadas entrañas, afinadas para dar el do de pecho de velocidades imposibles. Y leo hoy, para colmo, que se habla de coches voladores, que, dice un imaginativo redactor, podrían abandonar volando los atascos. Me imagina on par de centenares de semejantes híbridos, alzando el vuelo a la vez, para evita el atasco, y creando otro por encima del primero, disputando entonces ya el espacio de los pájaros.

viernes, 5 de octubre de 2007

Me pregunto
si todas aquellas desconocidas de nuestra adolescencia,
que nos enamoraban
-o tal parecía-
con un desaforado amor eterno, que duraba
hasta cruzarnos con la otra
con que en seguida estábamos embarcados
en la aventura de amor de nuestra vida,
habrán sentido algo en su corazón
cada vez que el nuestro
se volvía loco, una y otra vez,
de sucesivos amores
todos tan ellos eternos
y todos tan efímeros.
Aquí, acababa la tierra. Su final estaba en la costa gallega de la muerte, en la simiesquina, casi el chaflán de Finisterre, que de ahí el nombre, aterrador. Nada más y nada menos que el fin del mundo. Un paso más y el vacío, o quién podría aventurar si algo peor. Siempre cabe imaginar algo mejor y algo peor, de modo que por eso valdría más, digo yo, apartarse, quedarse en la herba d’enamorare de san Andrés de Teixido, que por mucho que asuste por eso de que todo gallego que haya muerto sin haber peregrinado a san Andrés debe ir allí de morto, transfigurado, Kafka nos valga, en sabandija, y por eso deberás cuidarte mucho de pisar las que contigo concurran a la romería del Santo. Lo que pasa es que el mar, que por eso le llaman los marineros la mar, por lo que tiene de sugestivo escorzo, atrae, llama, convoca, sugiere, y un alguien, haya sido o no don Cristóbal Colón, decidió salir a ver.

Ahora Finisterre, y su costa cercana, de la muerte, da morte, se ha quedado, como tantos otros lugares tan misteriosos como el triángulo de las Bermudas, en puerta preferencial, probablemente dotada de poderes de sugestión o de atractivo, de la muerte. Porque las puertas de la muerte se abren y se cierran en cualquier lugar de este mundo, con la misma facilidad con que se parpadea o se chascan los dedos.

Debe haber otro mundo, por debajo de las tonalidades de cada paisaje, tal vez una delgada y delicada capa de óleo –mezcla de aceite y pigmentos con algún excipiente y algún conservante-, y, debajo, o, si prefieres, del otro lado, debe haber otro mundo. Cada día, una multitud, pasa al otro lado y como decía Chesterton, descubre, cada uno de sus miembros, lo único que vale la pena saber..
JUEVES, 4 DE OCTUBRE DE 2007

Hoy la he visto
-dice Bécquer en su rima-,
la he visto y me ha mirado,
y concluye: hoy creo en Dios.

Ahora, Gustavo Adolfo, te miran todas
fijamente, a los ojos
y Dios sigue existiendo, pero que yo lo crea
ya no depende de que ella
-ella viene, desenvuelta,
desconocida,
con su cintura grácil y el vuelo de la falta
flotando al viento, que,
el muy atrevido,
le toca sus hermosas piernas interminables-,
me mire
-ella es morena,
tiene los ojos negros, brillantes, expresivos,
con una pizca
de comprometedora picardía-.

La tarde es un repique de campanas.
¿Cómo es posible que haya quien descrea
que existe Dios, tan evidente.
Ir por entre la gente, para los que vivimos en los pueblos, desacostumbrados de ciudad, es un ejercicio de novedad que revela mutaciones de costumbres y tal vez de cultura. Yo llamo cultura al modo de comportarse habitualmente la mayoría de un grupo social. De ahí pueden los sociólogos destilar unos principios que deberían acuciar a los filósofos de cada época a buscar respuestas para las preguntas de su tiempo.

Como hace tiempo que abandonamos la ciudad, podemos advertir con facilidad mayor hechos reveladores de que los cambios se suceden. Un buen ejemplo sería el modo de mirar de las jóvenes. Antes, hace lo que parecen muchos años, pero fue ayer, las muchachas en flor –me critica un amigo porque suelo repetir esta afortunada descripción proustiana de los que parecen las muchachas núbiles, pero es tan acertada que no puedo evitar repetirla admirado, cada vez que la ocasión literaria o no se presenta- miraban al suelo, ahora te miran cara a cara, cualquiera que seas el que se cruza con ellas.

Es que antes era el varón el depredador, el que salía en busca de relación con la hembra de su especie. Ahora ambos, varón y hembra de la especie humana, son depredadores a la vez. Han mudado las costumbres, con ellas la cultura del grupo, de éste de que formamos parte, porque hay otros en el mundo donde todavía forma parte del hecho cultural la lapidación de la adúltera, pongo por ejemplo.

Antes buscábamos una mirada, ahora las miradas se cruzan como en un lance de esgrima. Los más viejos, para quienes esta novedad es más sorprendente, somos los que cedemos en estos lances.

miércoles, 3 de octubre de 2007

El mercadillo de los miércoles
parece un collar de cuentas desiguales,
un rosario,
la ringla, uno, dos, tres, de contar,
del ábaco infantil de colores.
Y por medio el hilo
de compradores que arrastran sus carritos, se val,
al parecer,
de viaje, o tal vez rezan,
el colorido múltiple, la variopinta oración
de cada puestecito, con sus lanas,
zapatos,
el top manta de los senegaleses que mejor sonríen,
la fruta desparramada.
El mercadillo, si te fijas,
Es como la vida nuestra de cada día
variopinta y sin embargo,
repetida,
tan inesperada,
tan predecible.
El mercadillo de los miércoles
es como un arco iris.
Sería útil que creciesen de nuevo los dientes deteriorados, como el pelo o las uñas, que parece tan inútil que crezcan de modo tan desmesurado, sobre todo cuando se trata de las uñas de los dedos de los pies, a que se alcanza cada año que pasa con menor destreza. Pero los dientes no. Se averían, rompen o deterioran de mil y un maneras, pero no se recobran más a base de prótesis, tornillos y más o menos sutiles artefactos de titanio y resina. He oído decir que, demasiado tarde para nuestra generación, se ha descubierto la posibilidad de utilizar algo que llaman células madre para recomponer los destrozos que al parecer mil y un enemigos nos han hecho con el tiempo y los excesos en el comer o el beber, partir avellanas torradas, intentar incluso abrir nueces o arrancar bocados de manzanas escalofriantemente verdes. No se aprende a cuidar los dientes hasta que están maltrechos por el descuido. Ahora creo que es distinto. Conozco niños que, en el otro extremo de vaivén de conducta, salen cada día de clase horrorizados y poco menos que convencidos de que unos minúsculos extraterrestres han hecho campamento por los entresijos de su boca y en los ratos libres horadan pequeñas cavernas en los dientes, en las que se sospecha que hasta dibujan pinturas rupestres. Una pena que se te acerquen los niños de casa y rechacen el caramelo o la chocolatina, con pánico reflejado en los ojos: ¿es que no te das cuenta de que producen caries? El asunto es si vale la pena comerse los chuches a pesar de todo y en su día ya veremos. Además está ahí, a la vuelta de la esquina, eso de las células madres.

martes, 2 de octubre de 2007

En otro mundo imposible,
a que ni llega la mirada atenta,
la música
se va enredando como hiedra polícroma,
llama a veces,
otras hojas, racimos, umbelas,
que une el hilo sutil de la atención con que sigo
su melodía,
aquí y allá, rompe
la textura un adorno de notas,
que se paran,
agua quieta
a tocarme en la esquina del alma donde duele
incluso la belleza de vivir,
que es dolor
o gozo, de querer o de olvidar
hasta quedar, como la música
en carne viva,
que,
de pronto calla
y estamos aparentemente tan solos,
sin entender ya,
sin saber
todavía.
Los pueblos cambian, sus gentes, las costumbres. El recuerdo se pierde entre fotografías imposibles, de cosas destruidas y personas que se fueron y no regresan más que en sueños, a veces, parece que precisas, pero en realidad nada más que sus imágenes, contenidas en esa delicada materia de que están hechos los sueños, que cualquier ruido ahuyenta o no sé si disuelve en el aire antiguo, en que se distiende nuestra alegría de haber vuelto. Echas cuentas, yo lo hago, desde cualquier esquina, y te faltan detalles esenciales para reencontrarte con aquello que estuvo y es probable que no fuese mejor, pero eras tú, era mi yo de entonces, éste mismo y sin embargo tan diferente que llega a parecer incomprensible la conducta de entonces. ¿Por qué hice tal cosa, pensé tal otra, cometí tal estupidez? Seguro que hubo razones, o puede que un impulso seguido de cualquier nimiedad, o ahora lo parecería, que entonces fue tan importante, decisiva para eso que no debería haber hecho o para hacerlo de otra manera,

Cuanto tiene de privilegio haber sobrevivido, viene acompañado de la posibilidad de advertir que otros se equivocan donde yo y comprobar la exacta apreciación de Morgan, Charles Morgan, referida al hombre de genio o la mujer hermosa, que van por la vida, decía más o menos, cito de memoria, como veleros en medio de una tempestad, que compruebas que los va arrastrando hacia las rompientes del acantilado desde lo alto del que el observador contempla la escena, desalentado, sin poder hacer nada para ayudarles por más que los estime.

lunes, 1 de octubre de 2007

A esta del alba,
hora es de oración,
Señor …, pero no,
Padre,
buen Padre Dios, que acabas
de reconstruir el día,
reedificar la paciencia,
volver a regalarme la fe y el amor,
rehacerme, tesela a tesela, la esperanza,
gracias.
El teatro, que agoniza, se diferencia del cine en que la mayor parte de lo que cuenta lo hace con palabras, mientras que el cine lo expresa con imágenes. Es más fácil leer cine que escuchar teatro, porque una imagen contiene muchas palabras y normalmente es más fácil de leer. Salvo que el director de la película sea uno de esos extravagantes genios, que suelen premiar los más eruditos, que podrían haber querido decir cualquier cosa, tal y como lo dicen, para cuantos lo miran puede entenderse como el observador prefiera y a la gente le gusta: a) acreditar su inteligencia, por medio de entender lo que los demás no son capaces y b) de modo que ese entendimiento sea exclusivo, para tener el placer adicional de haber entendido lo que nadie entiende, o haber entendido bien lo que los demás entienden mal.

Nos encanta asegurar que todos somos iguales –cosa que sólo básicamente es cierta-, pero nada más que por si acaso, es decir, para partir de la seguridad de que no somos menos que otro, y, en seguida, emprendemos la búsqueda de los elementos diferenciadores que nos identifican respecto de los demás.

Es evidente que quienes de nuestro entorno proclaman su adhesión a las declaraciones de derechos humanos, no los reconocen todos según la brillante y expresiva declaración de su existencia y aplicabilidad inmediata a los top manta que huyen, con sus pequeñas almadrabas de películas pirata, de una divertida policía municipal que en cambio los tolera con benevolencia comprensiva.